Читать книгу E-Pack Escándalos - abril 2020 - Varias Autoras - Страница 10

Cinco

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Brent no podía dormir. La mañana en los establos le había dejado trastornado para todo el día.

No podría decir qué le había impresionado más: el sufrimiento de Calmount, el encanto de la señorita Hill o los recuerdos que había despertado en él el caballo tordo.

Y la pequeña Dory.

Cuánto se parecía a Eunice. En su aspecto, en su encanto, en el don de la palabra del que carecía su hermano… y él mismo, haciendo honor a la verdad, mientras que su madre siempre había sabido qué decir exactamente para conseguir lo que deseaba.

Excepto quizás aquel día fatídico en que se cayó de su caballo blanco al salir en una loca carrera tras su amante que se marchaba. Se cayó sobre unas piedras y se partió el cuello. Cuando a él le llegó la noticia estaba en Viena, y su reacción más inmediata fue… que Dios le asistiera, pero fue alivio.

Pero a continuación pensó en lo estrepitosamente que le había fallado por no ser el hombre que ella creía que era. Le había sido infiel, sin duda, pero también había sido muy infeliz en un matrimonio con un hombre por cuyas venas corría la sangre de una campesina irlandesa. Ni siquiera el nacimiento de su hijo la había compensado por ello.

Salió disparado hacia Brentmore en cuanto conoció la triste noticia, con la intención de estar al lado de sus hijos, pero una vez allí no supo cómo llegar hasta ellos. Y seguía sin saberlo.

¿Habían disfrutado montando? Eso esperaba. Desde luego, Dory había dado muestras de ello, pero con Calmount… no se podía decir.

Cuando acabó la visita se llevó a Luchar a dar una vuelta por sus tierras, y aprovechó para interesarse por el bienestar de sus aparceros y la marcha de las cosechas. Afortunadamente todo parecía ir bien. Las casas tenían buen aspecto, sus aparceros parecían contentos y sus campos verdeaban intensamente.

Al menos su dinero le hacía bien a alguien. Proporcionaba un medio de vida a muchas personas.

Todas sus riquezas, aquella enorme casa, sus vastas tierras, no habían servido para impedir que sus hijos crecieran confinados en unas cuantas habitaciones, aún más recluidos que él en sus años de infancia cercados por la pobreza de Irlanda.

Ahogado por la culpa deambuló por el segundo piso de su mansión, descalzo y en mangas de camisa, rodeado por los ornamentos de su riqueza.

Había sido la señorita Hill quien los había liberado de su prisión, y para ello había tenido que desafiar a la señora Tippen. Estaba empezando a darse cuenta de que estaba en deuda con ella, nada menos que por evitar que su hijo hubiera ido a parar a una institución de salud mental.

Viéndose incapaz de dormir, anhelaba aún más su compañía, su temple, su pasión. Ansiaba hablarle, confiar en ella, levantarla de la cama y… no. Pensar en la señorita Hill e imaginársela en la cama no era buena idea.

Mejor ir a por otra botella de coñac. Tomó un candelabro para iluminar el camino y salió del dormitorio.

Un grito le llegó de la planta de arriba.

¿Vendría del ala de los niños?

Subió rápidamente la escalera y se detuvo a escuchar.

—¡Noooo! —volvieron a gritar.

Echó a andar hacia el lugar del que provenía el grito, cada vez más fuerte.

Abrió de par en par la puerta del dormitorio que ocupaba el niño. Calmount estaba incorporado en la cama, moviendo los brazos, aterrorizado.

—¡No! —aulló.

Brent corrió a su lado y lo abrazó.

—¡Cal! Es un sueño. ¡Despierta! Despiértate, hijo.

Oyó pasos por el pasillo y la señorita Hill entró casi corriendo, en camisón, con el pelo cayéndole a la espalda.

—¿Qué ocurre?

—Una pesadilla. No consigo despertarlo —explicó sin dejar de abrazarlo—. Despiértate, Cal. Estás soñando.

Los ojos de su hijo se clavaron en él y con los piececitos se empujó hasta topar con la pared.

—¡No me pegues! —sollozó, despierto ya.

¡Y hablaba!

—No voy a pegarte —contestó, acercándose a él—. Has tenido una pesadilla, eso es todo.

El niño se encogió.

—Yo jamás te pegaría —repitió, abrazándolo—. Ha sido solo un mal sueño.

El niño se quedó rígido y Brent sintió su lucha, su terror, hasta que por fin se relajó y sus lágrimas le mojaron la camisa.

La señorita Hill se sentó en la cama junto a ellos y acarició la cabeza del niño.

—Tranquilo. Tranquilo, Cal. No pasa nada. Ahora estás a salvo.

Brent siguió acunándolo mientras ella, con su voz dulce, le decía una y otra vez que se calmase, que solo había sido un sueño. Al final Cal volvió a dormirse, agotado.

Brent lo tumbó en la cama y lo tapó.

—Por Dios… ¿qué ha sido eso? —le preguntó.

—Es la primera vez que le pasa.

—No —dijo una vocecita desde la puerta. Era Dory—. Cal tiene pesadillas muchas veces.

La señorita Hill tomó a la niña en brazos.

—¿Sabes con qué sueña? —le preguntó su padre.

—Con mamá. Con lo que pasó esa vez.

—¿Qué vez?

Brent no quería separarse de Cal, pero tampoco quería despertarlo, con lo que les hizo un gesto para que se alejaran un poco de la cama.

Dory se abrazó con sus bracitos al cuello de la señorita Hill.

—Esa vez que fui mala. Tendrás… tendrás que matarme a mí y no a Cal.

¿Matarla?

Brent sintió que su hija le atravesaba el pecho con una daga.

—Yo no voy a matar a nadie.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó la señorita Hill.

—Porque mamá dijo que papá nos mataría si rompíamos algo. Y sobre todo ese jarrón tan grande. Pero yo lo rompí. Entré corriendo y lo tiré, pero fue sin querer. Cal se echó la culpa y me dijo que me callara, así que mamá le dio una buena zurra.

—¿Mamá le pegó?

—Le pegó muy fuerte y le dijo que era un niño muy malo. Pero había sido yo —la voz de la niña subió de intensidad—. Y luego… luego le dio muchos abrazos y le dijo que lo sentía. Que estaba muy triste, y que… que solo quería protegerle. Que tú… que tú lo matarías si te llegabas a enterar de lo del jarrón.

Y rompió a llorar.

Brent no podía respirar. Nunca se había imaginado que la infelicidad de Eunice fuese tan grande. Siempre decía que los niños eran para ella el don más preciado y que no podría soportar separarse de ellos. Sin embargo, había pegado a su hijo. ¿Por su infelicidad?

¿Qué parte de responsabilidad recaía sobre sus hombros por aquello?

—Dory —le dijo a la niña cuando sus sollozos aflojaron—, ¿pasaba muy a menudo? ¿Pegaba mamá mucho a Cal?

—Sí. Y a mí también. Y luego nos abrazaba. La señora Sykes nos dijo que teníamos que ser muy buenos cuando estuviera ella, y no hacer ruido ni molestarla. Que debíamos quedarnos en nuestras habitaciones.

Brent sintió que el estómago se le revolvía.

—Tienes que volver a la camita, Dory —le dijo la señorita Hill.

—No quiero irme —contestó la niña, aferrándose con fuerza a ella—. Quiero quedarme con Cal.

—Que se quede —respondió Brent—. No quiero que Cal esté solo.

La señorita Hill la llevó a la cama del niño y la acostó junto a su hermano.

—¿Me llamarás si tiene otro sueño feo?

—Ya no va a soñar —respondió la niña bostezando—. Si estoy yo con él no sueña.

Brent recogió la vela y salió del dormitorio detrás de la señorita Hill.

—¿Le importa acompañarme? —le preguntó él una vez cerró la puerta—. Necesito tomar una copa.

Ella dudó un instante, pero al final asintió.

Bajaron a la biblioteca, en cuyo hogar aún brillaban las ascuas del fuego. Dejó la vela en la mesa y añadió unos pedazos de carbón.

—Siéntese, señorita Hill, se lo ruego.

Señaló una de las grandes y cómodas sillas que miraban hacia la chimenea y sacó una botella del armario que había ordenado que estuviera siempre bien aprovisionado.

—Es coñac —indicó, mostrándole la botella—. ¿Le apetece una copa?

Ella asintió.

—Sí, creo que yo también la necesito.

Sirvió una copa y se la ofreció, y sus manos se rozaron. Luego se sirvió otra para él, la apuró de un trago y volvió a llenarla antes de acomodarse en la otra silla que había frente a la chimenea.

—Sé lo que debe estar usted pensando de mí —dijo sin atreverse a mirarla—, pero he de decir que no sabía nada del modo en que Eunice trataba a los niños.

Ella no pareció quedarse muy convencida.

—Creía que era una madre devota —continuó tras un buen trago.

Ella probó apenas su coñac.

—Me sorprende que no me eche un buen sermón y me castigue por no haber estado lo suficiente con mis hijos y no saber que estaban en manos de un monstruo.

—No me corresponde a mí…

—Pero lo ha pensado —le interrumpió él.

—No debería importarle la opinión de una institutriz —respondió, bajando la mirada.

—Me importa lo que piense usted —contestó él.

Anna parecía estar meditando lo que debía contestar y por fin lo miró a los ojos.

—Creo que le resultaba conveniente no estar aquí.

Brent bajó la cabeza. Tenía razón, por supuesto. No les prestaba demasiada atención a sus hijos porque quería estar lejos. Lejos de ellos. Lejos de Eunice. De aquella casa y sus recuerdos.

Tomó otro trago y se sirvió más.

—¿Qué sabe usted de mí, señorita Hill?

—¿Yo? Nada.

—Me sorprende que lord Lawton no la pusiera sobre aviso. Soy medio irlandés. ¿Lo sabía?

Ella negó con la cabeza.

—Mi esposa no lo sabía cuando nos casamos. Estaba convencida de que se estaba casando con un marqués de pura sangre inglés —se frotó la frente—. No se me ocurrió pensar que pudiera no saberlo. O quizá no quise considerar esa posibilidad. Estaba muy enamorado… —la miró—. No quería perderla, pero la perdí de todos modos —pasó la mirada a la copa—. Sabía que era infeliz, y sus esfuerzos por buscar consuelo en otra parte nos condujeron al escándalo —apuró de nuevo la copa—. Y al conflicto constante entre nosotros. Cada vez que estábamos juntos, discutíamos. Se me presentó la oportunidad de trabajar para lord Castlereagh en Europa y no la desaproveché. Era la solución perfecta, y pensé que con ello la haría feliz.

Ella siguió mirándolo sin expresión alguna en el rostro.

—Durante tres años apenas vine por Brentmore. Creía que la desdicha de mi esposa se limitaba al tiempo que duraba mi presencia y no… no tenía ni idea de que…

Anna tomó otro sorbo.

—Ahora es cuando se ha enterado del problema, milord, y es ahora cuando debe cambiar.

Se levantó de la silla y sacó otra botella.

—¿Y qué puedo hacer, aparte de sentirme responsable de la tristeza que han tenido que soportar mis hijos?

Sintió la mirada de Anna en su espalda.

—Si su negligencia le hace sentirse responsable como dice, entonces lo que debe hacer es empeñarse en asumirlo.

—¿Asumirlo? —la cabeza le daba vueltas y sentía que las piernas no le sujetaban bien, pero consiguió volver a la silla—. Ya sé que tengo que asumirlo.

—No me refiero al pasado —su tono era conciliador y dulce, igual que cuando había hablado al niño—. Eso ya no puede cambiarlo.

¿De verdad creía que podía perdonarse semejante abandono?

La miró fijamente. Vio su cabello suelto, las finas capas de tela con que cubría su cuerpo desnudo y deseó recibir el consuelo de sus brazos, igual que había hecho con su hija.

—¿Me ayudará, Anna Hill? —le rogó—. No sé por dónde empezar.

La intensidad de la mirada de lord Brentmore la intimidó. Le había visto beber copa tras copa de coñac y sabía que lo hacía para amortiguar el dolor. Pero cuando se levantó a por una segunda copa, vio que estaba bastante bebido.

—Anna —repitió—. Bonito nombre. Mucho más bonito que señorita Hill.

Se sonrojó. Nadie había pronunciado su nombre de ese modo nunca.

—Anna —repitió, y se dio la vuelta pasándose la mano por el pelo. A continuación volvió a su silla—. Perdóneme. Estábamos hablando de los niños. Usted iba a decirme qué puedo hacer.

Tomó otro sorbo de la copa y se sorprendió del calor que el licor le dejaba en el pecho. Era la primera vez que probaba el coñac.

Tenía que decir algo rápidamente o volvería a pronunciar ese nombre con su profunda voz de terciopelo.

—Creo que debería pasar tiempo con ellos, dejar que se acostumbren a usted y viceversa. Entonces podrá decidir mejor cómo actuar.

Sus palabras habían sonado más racionales de lo que ella se sentía.

Desde su llegada a Brentmore se había convencido de que la primera necesidad de los niños era verse libres de su enclaustramiento, libres para correr, gritar y jugar.

Sabía que la falta de comunicación de lord Cal podía mejorar, lo mismo que Charlotte había vencido su timidez. Pero lo que no sabía, y no podía permitir que lord Brentmore adivinara, era que no estaba convencida de ser ni siquiera una institutriz pasable. Quizá se había decidido a ayudar simplemente por la situación en que se encontraban los niños y lo necesitados que estaban de ayuda.

Pero ahora lord Brentmore confiaba en ella y en su ayuda, de modo que el destino de los niños recaía principalmente sobre sus hombros.

Ni siquiera por el bien de los niños debería estar sentada en una habitación a oscuras, a altas horas de la noche, en bata y tomando coñac con un hombre que pronunciaba su nombre de un modo tan turbador. Nunca había estado con un hombre como aquel, ni siquiera con su padre. Pero es que su padre apenas pasaba más que unos minutos en su compañía.

Algo aparte de los niños palpitaba entre aquel inquietante hombre y ella, algo que la empujaba a pensar en él como hombre y no solo como en la persona que le daba trabajo.

Lord Brentmore movía la mano arriba y abajo del brazo de su silla y sintió como si le estuviera acariciando la piel.

—He de quedarme en Brentmore, entonces —dijo, y las palabras no sonaron con claridad.

Se levantó tan de golpe que ella dio un respingo, y él se agachó delante de la chimenea para atizar el fuego. Unas chispas saltaron de los tizones e iluminaron brevemente la estancia.

—Odio esta casa y la he odiado desde que era un niño. Eunice quería estar aquí, pero ni siquiera vivir entre estas paredes pudo hacerla feliz. No hay más que infelicidad en estos muros—dejó caer el atizador en la piedra del hogar—. Desde mi abuelo hasta Eunice. Recuerdos tristes.

Se volvió hacia ella y su rostro parecía desfigurado por el dolor.

—No quiero quedarme aquí.

Se sentía pequeña a la sombra de aquel hombre cuya presencia le resultaba de pronto intimidante.

—Quizás… —tragó saliva—. Quizás este sea el momento de hacer no lo que usted quiera, sino lo que los niños necesiten.

Se dejó caer de nuevo en la silla y se sirvió otra copa.

—Los niños. Quiero que tengan una vida buena. Que disfruten de todas las ventajas, y no como…

No acabó la frase y se sirvió más coñac.

Anna tenía miedo de hablar.

Lord Brentmore ocultó la cara en las manos. Los hombros empezaron a temblarle y a pesar del miedo, Anna sintió lástima de él. Sin pararse a pensar, se levantó y acudió a su lado, le apartó las manos de la cara y le obligó a mirarla.

—No se desespere —le dijo—. Ya verá como todo se arregla, milord. Ya lo verá.

Él se levantó y la rodeó con los brazos para pegarla a su cuerpo y apoyar la cabeza en su hombro. Anna sintió el calor de su cuerpo a través del fino tejido de la camisa, el latido firme y acompasado de su corazón, la textura áspera de su barba.

Pero fue su dolor lo que la conmovió por encima de todo.

Lo abrazó suavemente murmurándole palabras de consuelo en un intento de calmarle, como había hecho con lord Cal. ¿Sería ella capaz de arreglarlo todo como le estaba prometiendo?

Al final acabó tranquilizándose, igual que su hijo.

—Creo que debería irse a la cama, milord.

Sus ojos se oscurecieron pero no contestó, y una sensación distinta la sacudió de arriba abajo, una sensación que no pudo identificar. No era miedo. Tampoco compasión. Era otra cosa, que la dejaba sin aliento como si hubiera corrido un kilómetro.

Tomó su mano y entrelazó sus dedos con los de ella, pero ella se soltó para sujetarlo por un brazo y con la palmatoria en una mano, lo animó a caminar hacia la escalera. Subieron juntos, lord Brentmore agarrado a la barandilla. Lo acompañó hasta su dormitorio, una habitación que apenas había visto el día en que le enseñaron la casa. Su intención era dejarlo en la puerta, pero tiró de ella y volvió a abrazarla.

—Quédate conmigo, Anna —le susurró al oído—. No me dejes. No quiero estar solo.

Deslizó una mano por su espalda hasta llegar a sus nalgas y apretarla contra él, y ella sintió el bulto de su erección por debajo de los pantalones.

La impresión estuvo a punto de hacerle tirar la vela.

Era la bebida lo que le hacía comportarse así. Y lo infeliz que se sentía. No controlaba ni sus pensamientos ni sus necesidades.

Pero ella mantenía clara la cabeza. Entonces, ¿por qué no le empujaba? ¿Por qué permitía que él moviera las manos por todo su cuerpo, despertando en ella sensaciones que no sabía que existían? ¿Por qué le estaba resultando su invitación tan difícil de resistir?

—Me quedaré —murmuró—. Pero primero le ayudaré a acostarse.

Dejó la vela en una mesilla y dejó que se apoyara en ella para llegar a la cama, deshecha y revuelta de su precipitada salida. Se sentó y la reclamó a su lado.

—Dentro de un momento, milord —consiguió decir.

Pero él había tomado varios mechones de su pelo y jugaba con ellos, lo que le provocó nuevas y más inquietantes sensaciones. Luego la rodeó por la cintura y la besó.

Su primer beso de un hombre.

Y menudo beso. Vertiginoso en su intensidad. Tenía unos labios calientes y firmes. Intensos. Capaces de convencerla de que entreabriese la boca. Su lengua la tocó, la saboreó como si fuera un manjar exótico. Sabía a coñac, a calor, y su cuerpo le planteó nuevas necesidades.

Con dificultad, se separó de él.

—Métase bajo la ropa, milord.

—Ven conmigo —le pidió.

—Ahora —le tapó con la ropa como había hecho con los niños—. Cierre los ojos. Solo será un momento. Tengo que apagar la vela.

—La vela —murmuró, tirando del cinturón de su bata.

Ella retrocedió y el lazo se desató, pero no se atrevió a quitárselo de la mano por temor a que se despertara. Aguardó allí, con la vela en la mano, observándolo. Estaba inmóvil, con el cinturón en la mano, y en cuestión de segundos, su respiración se volvió tranquila.

Con la vela en la mano salió despacio y sin hacer ruido, cerró la puerta y tan rápidamente como pudo subió al segundo piso. Antes de volver a su cama, echó un vistazo a los niños: dormían juntos plácidamente.

Podría haberse acostado con lord Brentmore y sentir sus fuertes brazos rodeándola, pero con él nada habría sido plácido. El corazón le latía desaforado cuando entró de nuevo en su dormitorio. Aún tenía los sentidos desbordados por lo que había experimentado con él.

Pero se metió en la cama sola.

Brent se despertó al oír la lluvia golpear el cristal de la ventana y los ruidos que hacía un criado al ocuparse de la chimenea. En la mano tenía algo. Un cinturón.

El cinturón de la señorita Hill.

Los acontecimientos de la noche anterior le volvieron al recuerdo envueltos en una niebla. Recordó que no era capaz de dormir. Recordó oír gritar a Cal en una pesadilla, y que su hija le contó cómo la infelicidad de Eunice la había empujado a maltratar a los niños.

El resto era todo confusión. Recordaba haber bebido coñac en la biblioteca y confesarle a la señorita Hill sus errores. Sus devastadoras equivocaciones.

¿Por qué tendría su cinturón en un puño?

Recordó vagamente la sensación de tener su cabello en la mano, de acariciar su piel, de saborear los confines de su boca.

Dios… ¿la habría seducido?

Escondió rápidamente el cinturón bajo la ropa para que el criado no pudiera verlo, aunque esa clase de suceso no era fácil de mantener en secreto en una casa como aquella. De muchacho siempre había sabido a qué doncellas se llevaba su abuelo al lecho. Pobres mujeres. En su situación pocas podían negarse.

¿Habría ocurrido lo mismo con la señorita Hill? ¿Pensaría que tenía que acceder a sus deseos si no quería verse arrojada a la calle?

Aun abotargado por el alcohol y cegado por la tristeza, se había dado cuenta de lo hermosa que estaba con el cabello suelto y la bata atada a la cintura. Eso no podía olvidarlo.

Apretó el cinturón en el puño. También recordaba haberla llamado Anna.

Anna. Ya no podría volver a ser la señorita Hill para él, pero ojalá no fuera porque le había impuesto una intimidad deshonrosa.

El criado salió del dormitorio y Brent se sacudió el recuerdo de Anna.

Era hora de levantarse.

Iba vestido con pantalones y camisa, pero eso no quería decir nada. Solo que quizá no se había tomado el tiempo de desnudarse antes de satisfacer su necesidad. ¿De verdad iba a tener que añadir la seducción de la institutriz de sus hijos a sus muchos pecados?

Sentía unos martillazos tremendos en la cabeza. En dos días había bebido hasta el punto de emborracharse. No era propio de él. Era el influjo de aquella maldita casa. Brentmore sacaba lo peor de él.

Se lavó, se afeitó y se vistió sin la ayuda del criado que hacía las veces de ayuda de cámara. Se guardó el cinturón en el bolsillo y bajó al salón de los desayunos, donde le esperaba una tetera caliente y comida dispuesta en una mesa de servicio.

El señor Tippen entró.

—¿Necesita algo, milord?

—No.

El estómago se le revolvió al oler los arenques.

El mayordomo iba ya a marcharse cuando lo llamó.

—Espere. ¿Sabe si mis hijos están despiertos? ¿Se les ha servido ya el desayuno?

No se atrevió a preguntar si su institutriz se había levantado de la cama.

—Lo desconozco, milord —respondió, como si la pregunta le degradara.

El muy cretino.

—Entérese. Si aún no han desayunado, quiero que bajen aquí y desayunen en esta habitación. Los niños y su institutriz.

Tenía que verlos, asegurarse de que la noche que tanto le había afectado a él no les había hecho aún más daño a ellos.

Y tenía que ver a Anna.

Tippen adoptó una expresión reprobadora pero se inclinó.

—Muy bien, milord.

Unos minutos después, un criado apareció con más servicios.

—El señor Tippen me ha dicho que milord desea que los niños desayunen aquí.

—Gracias, eh…

No sabía el nombre de aquel criado.

—Wyatt, milord.

—Wyatt.

Otra tarea que tenía pendiente: aprenderse el nombre del servicio.

Wyatt se retiró a un rincón de la sala mientras Brent se terminaba su segunda taza de té. La puerta se abrió y Anna… la señorita Hill entró, seguida por los niños.

Brent se levantó.

—Buenos días.

La miró a los ojos, pero su expresión no revelaba nada.

—¿Nos vas a castigar? —preguntó Dory, en su tono cierta nota desafiante.

—¿Castigaros? —¿habría hecho algo la noche anterior que pudiera haberles sugerido tal cosa?—. No. En absoluto. Quería vuestra compañía, eso es todo.

—Ah.

La niña se encaramó a una silla, y la mesa le quedó a la altura de la barbilla.

Anna se volvió al criado.

—Wyatt, creo que a lady Dory le vendría bien un grueso cojín.

—Enseguida, señorita.

Salió.

No miró a Brent, pero le dijo:

—Siéntese, por favor —y dirigiéndose a los niños, añadió—: Vamos a ver qué hay aquí para desayunar.

Dory se bajó de la silla y eligió con decisión, mientras que Cal señaló tímidamente lo que quería.

Cuando volvieron a la mesa, Dory tenía ya su cojín.

Anna volvió a dirigirse a Brent.

—¿Desea que le prepare un plato, milord?

¿Qué había en su tono? ¿Aspereza? ¿Ultraje?

—Un poco de pan y mantequilla quizá.

Desde luego nada de arenques.

Cuando le dejó el plato delante por fin consiguió captar su mirada.

—¿Os debo una disculpa, señorita Hill?

Ella se sonrojó.

—Conmigo no tiene esa clase de obligación, milord.

¿Qué significaban sus palabras? No podía estar seguro y tampoco podía pedirle que se lo aclarara delante de los niños. Tendría que haberle pedido que se vieran a solas un momento. Pero es que también quería ver a los niños.

La señorita Hill se preparó también su plato y cuando por fin se sentó a la mesa y todos comenzaron a comer, nadie habló. Brent recordó entonces las innumerables mañanas en que se había sentado con su abuelo en aquella misma estancia sin que hubiera entre ellos nada más que un silencio opresivo. Con Eunice, el silencio estaba siempre salpicado del inconfundible desdén que le inspiraba todo lo suyo.

No estaba dispuesto a que sus hijos se imaginaran por su cuenta lo que no se decía con palabras.

—¿Por qué has pensado que veníais aquí porque quería castigaros? —le preguntó a Dory.

Sus ojazos azules lo miraron por encima del jamón y del pan tostado.

—Porque anoche te despertamos. Molestamos mientras dormías.

Brent oyó las palabras de Eunice en los labios de su hija y miró a Cal, que los observaba con cautela.

Brent se inclinó hacia él.

—Anoche tuviste una pesadilla. ¿Recuerdas que te despertaste?

El chiquillo negó con la cabeza.

Brent se animó. Era la primera vez que se establecía comunicación entre ellos.

—Dory nos contó que sueñas con mamá. ¿Recuerdas si anoche soñabas también con ella?

Cal palideció y volvió a negar.

Brent puso deliberadamente su atención en untar de mantequilla su tostada.

—Tengo entendido que tu madre dijo que os mataría si rompíais algo. Un jarrón, por ejemplo —dijo, fingiendo concentración en la tarea de untar mantequilla—. Se equivocaba, ¿sabes? Yo no mato a los niños por romper cosas; ni tampoco pego. Yo también fui niño una vez, y sé que a veces se rompen cosas sin querer.

Miró a Anna y ella asintió levemente, lo cual le animó a seguir.

—Jamás se me ha ocurrido pensar en matar a un niño, en ninguna circunstancia, y tampoco pegarle. De no haber estado lejos de aquí y tan ocupado con las cosas de la guerra, se lo habría prohibido también a vuestra madre. Se equivocó haciéndolo, pero al parecer ella misma se dio cuenta de su error y lamentó su proceder.

Dory tenía los ojos abiertos como platos y el color volvió a las mejillas de Cal.

Menos mal que había sido capaz de hacer algo bien.

—¿Y vas a volver a la guerra? —preguntó Dory, ladeando la cabeza.

Cal elevó al techo la mirada al oír la pregunta de su hermana. Debía saber que la guerra había terminado.

Brent le guiñó un ojo a su hijo y tomó un bocado de pan antes de contestar.

—La guerra ya ha terminado, Dory.

Hubiera querido decirles que tenía pensado quedarse un tiempo en Brentmore, que le encantaría darles más paseos en su caballo y compartir con ellos más comidas, pero no sabía si lo que había hecho la noche anterior podía hacer imposible su presencia allí. Tenía que hablar con Anna.

Había un sinfín de razones por las que no quedarse. Económicas principalmente, aunque su administrador podía ocuparse de la mayoría de ellas. El parlamento seguía trabajando, pero podía trabajar tras las bambalinas si lo quería. La señorita Rolfe…

Dios bendito, ¿la habría traicionado también a ella seduciendo a la institutriz? Era un hombre prometido y no sería mejor que Eunice si se acostaba con una mujer estando comprometido con otra.

Pero quizá no fuera así. Tenía que averiguarlo. Pero aunque no hubiera hecho nada reprochable, su ausencia incomodaría a los Rolfe. Escribiría a su primo pidiéndole que explicara su repentina ausencia a la señorita Rolfe y a su padre.

Estaba dispuesto a traspasar los fondos que fueran necesarios si lord Rolfe lo necesitaba con urgencia, de modo que no había prisa para fijar una fecha de boda.

Quería quedarse y ayudar a los niños si podía. Todo dependía de Anna.

—Si no te tienes que volver a la guerra, ¿nos darás otro paseo en tu caballo? —le preguntó su hija, pestañeando rápidamente.

Volvió a recordarle a Eunice, pero intentó no fruncir el ceño.

—Hoy está lloviendo, Dory —contestó, señalando a la ventana.

—Y tenemos que estudiar —intervino Anna—. A menos que tenga otros planes para los niños, milord.

—En este momento, no. Antes me gustaría hablar con usted, señorita Hill.

Ella bajó la mirada.

—Como guste.

Brent tomó otro sorbo de té y se levantó.

—La esperaré en la biblioteca cuando haya terminado de desayunar.

Antes de salir del comedor miró a su hijo y lo encontró mirándole con una mezcla de incomodidad y confusión exactamente igual a la que él sentía por dentro.

E-Pack Escándalos - abril 2020

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