Читать книгу E-Pack Escándalos - abril 2020 - Varias Autoras - Страница 7

Dos

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Tres días después, Anna iba de nuevo en el carruaje de lord Brentmore, pero aquella vez de camino a Essex, a una jornada de viaje desde Londres.

El paisaje y las aldeas iban pasando ante sus ojos hasta llegar a ser indistinguibles los unos de los otros al final del día.

En un abrir y cerrar de ojos su vida había cambiado por completo y a cada kilómetro que avanzaba iba acercándose cada vez más a un destino nuevo y desconocido. A cada bache del camino sentía renovarse el aleteo de las mariposas en el estómago.

—Esto es una aventura —dijo en voz alta—. Una aventura.

Semejante empresa pondría a prueba su fortaleza. Muchas veces había actuado con más valor del que sentía porque era lo que se esperaba de ella como acompañante de Charlotte, y eso iba a tener que hacer de nuevo allí.

Junto a Charlotte había acometido cada nueva lección, había dominado cada nueva habilidad, y ahora iba a ser lo mismo. Pero aquella vez no iba a contar con un instructor que la guiase, ni con un hombro amigo en el que apoyarse. Aquella vez estaría sola.

El sol se hundía ya en el horizonte cuando el coche se acercó a una arcada de ladrillo rojo. En el frontal había una leyenda que decía Audaces Fortuna Juvat.

—La fortuna favorece a los audaces —musitó, y la traducción le hizo sonreír. Qué duda cabía que a ella la fortuna la había puesto en una posición en la que le era necesario ser audaz.

Mentalmente se encogió al enfrentarse a la fachada de una enorme mansión estilo tudor. Al igual que la entrada, había sido construida en ladrillo rojo en sus tres pisos, lo mismo que la multitud de chimeneas, y en los cristales de las ventanas se reflejaban los últimos rayos del sol. Dos amplios brazos flanqueaban el jardín central, a cuyo lado se circulaba hasta llegar a una entrada semicircular que conducía a una enorme puerta de madera ante la cual se detuvo el carruaje.

El cochero abrió la portezuela que tenía bajo su asiento.

—Brentmore Hall, señorita.

Los nervios volvieron a desatársele.

—Gracias, señor.

Recogió su limosnera y la cesta que había llevado consigo, y un lacayo apareció ante la puerta para ayudarla a descender. Apenas había puesto un pie en la gravilla cuando la puerta se abrió y salieron un hombre y una mujer. Él, vestido como un caballero principal y con una edad que debía rondar los cuarenta, se le acercó.

—¿Señorita Hill? —preguntó, ofreciéndole cortésmente la mano—. Bienvenida a Brentmore Hall. Soy el señor Parker, administrador de lord Brentmore.

Ella estrechó su mano e hizo gala de las normas de comportamiento que había aprendido junto a Charlotte:

—Es un placer conocerle, señor.

Un golpe de viento tiró de sus faldas y se echó mano al sombrero.

El señor Parker se volvió hacia la mujer de la puerta, que iba vestida de un modo más sencillo.

—Permítame presentarle a la señora Tippen, el ama de llaves.

La mujer era el estereotipo del ama de llaves de una casa como aquella: cabello gris que apenas asomaba bajo un casquete blanco inmaculado y unos ojos de mirada inteligente.

Anna le ofreció la mano.

—Es un placer, señora Tippen. Son ustedes muy amables por salir a recibirme.

El rostro de la mujer no mostraba emoción alguna, e incluso se tomó unos segundos antes de estrechar la mano de Anna.

—Es usted muy joven.

Era obvio que el ama de llaves no aprobaba la elección de su señor pero Anna consiguió sonreír.

—Le aseguro a usted, señora Tippen, que tengo la edad suficiente.

El ama de llaves frunció el ceño y el señor Parker debió ver la necesidad de intervenir porque dijo:

—La institutriz anterior era bastante mayor —y con un gesto señaló la puerta—. ¿Entramos? El personal de la casa se ocupará de sus baúles.

En los baúles y las cajas que habían sido enviados desde Lawton a Londres viajaban todas sus posesiones terrenales.

El vestíbulo de la mansión tenía el suelo de mármol y las paredes paneladas en madera. Una línea de banderas colgaba en lo más alto. En una de las paredes había un retrato enorme de un hombre con bucles largos y dorados vestido en brocado también dorado, y en la de enfrente colgaba el de una mujer con un voluminoso vestido de seda. La estancia olía a la cera de abejas de las velas que ardían para iluminarla y a la que se empleaba para pulir la madera.

La intención de quienes construyeron aquella casa debió ser que su vestíbulo resultase majestuoso, pero el resultado real era opresivo. Demasiado oscuro. Demasiado antiguo.

Qué distinto de Lawton House, toda llena de luz y color.

Otro hombre se acercó a ellos y el señor Parker se lo presentó.

—Ah, aquí llega el señor Tippen, el mayordomo de lord Brentmore.

Resultó ser un hombre de expresión tan severa como la del ama de llaves. ¿Sería su esposo?

—Señor Tippen, le presento a la señorita Hill, la nueva institutriz.

El mayordomo inclinó levemente la cabeza.

—La estábamos esperando.

—Estará usted cansada —intervino de nuevo la señora Tippen, con la misma expresión pétrea en la cara—. La acompañaré a su habitación y después cenará.

—¿Y los niños?

Ellos eran la razón de que estuviese allí.

—Dormidos. O a punto de dormirse.

—¿No han querido verme?

No querría desilusionarlos nada más llegar.

—No se lo hemos dicho —respondió el señor Parker.

—¿No les han dicho que iba a llegar hoy?

¿No deberían saber que iban a tener una nueva institutriz?

—Nos ha parecido más conveniente no decirles nada —aclaró el señor Parker en un tono de voz algo irritante—. Suba y refrésquese. La esperaré a cenar.

No tuvo más remedio que seguir a la señora Tippen por la hermosa escalera de caoba semicircular.

De modo que su llegada iba a ser otra sorpresa para los niños. ¿Es que no se habían llevado ya suficientes sorpresas, con la muerte de su madre un año antes y la de su institutriz hacía poco?

Subieron dos tramos de escaleras.

—Su habitación está por aquí —dijo tras haber recorrido un pasillo y detenerse ante una puerta.

La habitación estaba panelada en la misma madera oscura que el vestíbulo y la escalera. Estaba amueblada con una cama con cuatro columnas, una cómoda, sillas, una pequeña mesa junto la ventana y un tocador. Comparada con la alcoba de Charlotte era modesta, pero resultaría acogedora si no fuera tan oscura. Ni la lámpara de aceite que ardía sobre la chimenea era capaz de romper aquella oscuridad.

¿Habría sido aquella la habitación de la anterior institutriz? ¿Acaso habría muerto allí?

Mejor no saberlo.

—Es… agradable.

A la señora Tippen no le afectó el cumplido.

—Hay agua en la jarra y tollas limpias. Le subirán el baúl de inmediato.

—¿Dónde están las habitaciones de los niños?

—Al otro lado de la escalera —contestó una mujer joven al tiempo que entraba en la alcoba—. Toda el ala es para ellos.

El ama de llaves se marchó sin molestarse en presentarle a la recién llegada. Era evidente que se trataba de una criada por su delantal blanco y la cofia blanca que le cubría el cabello rojo. Parecía ser unos cuantos años más joven que ella, y tenía el físico fuerte y saludable que poseían muchas de las campesinas de Lawton.

Anna sintió una punzada tremenda de nostalgia.

La criada se acercó a ella con una sonrisa.

—Soy Eppy, la niñera. Bueno, en realidad soy una criada, pero puesto que me ocupo de los niños he decidido llamarme niñera.

—Encantada de conocerla —le dijo tendiéndole la mano—. Soy Anna Hill.

—Seguro que estoy yo más encantada que usted —contestó, riendo—. También he de ser su criada, de modo que ¿necesita algo? —se oyó un ruido fuerte en el pasillo—. Ah, ese debe ser su baúl. Estará deseando quitarse la ropa del viaje.

Dos lacayos entraron con su equipaje, lo dejaron junto a la pared y se marcharon.

Anna sacó la llave de su limosnera.

—He de cambiarme. Me esperan para cenar.

La doncella tomó la llave y abrió el baúl. Mientras ella se desvestía y se lavaba el polvo acumulado del camino, la doncella charlaba sobre los preciosos vestidos que estaba sacando, la mayoría heredados de Charlotte. Por fin encontró uno que no estaba demasiado arrugado para ponérselo para cenar.

Anna siempre había encontrado cierta ironía en disponer de una doncella para que la ayudase, ella, hija de sirvientes. Como acompañante de Charlotte había sido objeto casi de las mismas atenciones que ella con el fin de que la tímida niña se convenciera de que no tenía nada que temer. Esa había sido su principal encomienda: mostrarle a Charlotte que no tenía nada que temer.

Eppy la ayudó a vestirse.

—¿De verdad están dormidos los niños? —insistió, viendo que apenas eran las ocho en el reloj de la chimenea.

—Lo estaban la última vez que he pasado por su habitación —respondió con naturalidad. Menos mal. Alguien un poco más alegre que el señor y la señora Tippen.

—¿Es cierto que no se les ha hablado de mi llegada? —le preguntó mientras se estiraba la falda.

La doncella le estaba haciendo las lazadas cuando contestó:

—Fue idea del señor Parker. Dios sabe en qué estaría pensando.

Desde luego. Los niños deberían haber sido informados. Charlotte siempre se adaptaba mejor a las novedades si se la avisaba por adelantado.

Ella misma habría preferido que la avisaran sobre el futuro que la aguardaba lejos de su hogar. Se había imaginado que cuando Charlotte se casara ella también encontraría a alguien que la quisiera. Un maestro quizás, alguien que pudiera valorar tener una esposa con cierta educación, y tendrían hijos, alguien a quien pasar cuanto había aprendido.

Pero ahora no se atrevía a contemplar su futuro. No podía atreverse a soñar. Ahora sabía que no podía dar nada por sentado.

Se acomodó ante el tocador y se quitó las horquillas del pelo.

—¿Puede hablarme de los niños? —le pidió a la doncella—. No sé nada de ellos. Ni siquiera sus nombres.

Lord Brentmore ni siquiera le había dado ese detalle.

—Bueno… —respondió Eppy sin dejar de vaciar su baúl—, el niño se llama Cal… conde de Calmount, si se quiere decir en fino. Su nombre de pila es John, por si necesita saberlo. Tiene siete años y es el mayor. Es un niño muy tranquilo. Luego viene Dory… lady Dorothea. Y no es precisamente tranquila.

—¿Tiene cinco años?

—Exacto.

Eppy guardó algunas prendas dobladas en el cajón de la cómoda.

Anna volvió a recogerse el pelo.

—Ha debido ser duro para ellos perder a su institutriz.

Eppy se encogió de hombros.

—La señora Sykes llevaba enferma un tiempo. El cambio será agradable para ellos.

Eso esperaba.

Se levantó y volvió a pasarse las manos por la falda.

—Me han dicho que he de cenar con el señor Parker. ¿Habrá alguien abajo que pueda indicarme dónde he de dirigirme?

—Uno de los lacayos se ocupa siempre de la puerta. Imagino que cenarán en el comedor. Ahí es donde suele cenar el señor Parker.

La doncella la acompañó hasta el distribuidor.

—Yo duermo en la habitación que queda al final del pasillo —le dijo, señalando hacia el fondo—. Si necesita algo antes de retirarse, no dude en llamar a mi puerta.

Anna bajó las escaleras. Como había dicho Eppy había un lacayo esperando para acompañarla al comedor.

El señor Parker se levantó al verla entrar.

—Ah, ya está usted aquí. Espero que haya encontrado todo a su gusto.

Como si pudiera dar su verdadera opinión.

—Desde luego.

Se habían dispuesto dos servicios al final de una larga mesa, uno frente al otro, con lo que la cabecera de la mesa con su voluminosa silla quedaba libre. Debía ser el sitio de lord Brentmore.

El señor Parker la ayudó a sentarse e hizo un gesto al otro criado que esperaba.

—Nos servirán enseguida la cena. ¿Desea tomar una copa de vino?

—Será un placer.

Miró a su alrededor. ¿Es que en aquella casa no había una sola habitación con yeso en las paredes o con motivos alegres? La única concesión al color en aquella estancia era un enorme tapiz que cubría la pared de detrás de la cabecera de la mesa. Sus desvaídos colores hablaban de una cacería que debía haber tenido lugar al menos dos siglos antes. Sobre la alacena había una brillante colección de servicios de plata, que seguramente no se usarían para un administrador y una institutriz.

El señor Parker alzó su copa.

—Por Brentmore, su nuevo hogar.

Era difícil imaginar que un lugar como aquel, grandioso y al mismo tiempo gélido, pudiera transmitir alguna vez calor de hogar. Su casa era Lawton House, y la pequeña vivienda que compartía de vez en cuando con sus padres.

—Por Brentmore.

Un camarero llevó una sopera y les sirvió. El señor Parker fue el primero en probar la sopa y asintió dándole su aprobación. Anna debería estar muerta de hambre después de todo un día de viaje y tan solo un ligero almuerzo, pero las cucharadas de sopa que tomó fueron más pura formalidad que hambre.

—Mañana antes de irme, le diré a la señora Tippen que le enseñe toda la casa y las tierras —dijo, y tomó otra cucharada.

—¿Antes de irse? ¿Se marcha mañana?

Él asintió.

—Lord Brentmore desea que vuelva cuanto antes a la ciudad.

¿Acaso no se daba cuenta el padre de que los niños necesitaban disponer al menos de un breve periodo de transición? Aunque el señor Parker no estuviera involucrado directamente en su cuidado, debía ser una figura familiar para ellos.

—Supongo que las necesidades del marqués son más imperiosas que las de sus hijos.

El administrador se quedó con la cuchara suspendida en el aire.

—¿Los niños? Los niños no me necesitan aquí. No, no, no, de ningún modo. Solo he venido para ocuparme del entierro de su anterior institutriz. No tenía familia. La niñera es quien se ocupa —ladeó la cabeza—. Supongo que ya la habrá conocido. Dijo que se presentaría ella misma.

—Y así lo ha hecho —respondió frunciendo el ceño—. ¿No ha hablado usted con los niños? ¿No les ha dicho que se estaba ocupando del entierro?

Él la miró sorprendido.

—Su niñera ya se ha ocupado de ello. He creído que lo mejor era no interrumpir su rutina.

¿Interrumpir su rutina? ¡Pero si su institutriz acababa de morir! Eso sí que era una interrupción en toda regla. Mejor dejar a un lado el asunto, no fuese a perder los estribos.

El criado les sirvió pescado.

—¿Qué puede decirme de los niños? —continuó.

—Pues no mucho, la verdad. Tengo entendido que son bastante manejables.

—Su madre falleció, ¿no?

El administrador clavó la mirada en el plato.

—Así es, hace poco más de un año. Ocurrió aquí. Fue un accidente de equitación.

—¿Aquí? Entonces debió afectar enormemente a los niños.

—Sí, supongo que sí —respondió tras tomar un bocado.

Anna respiró hondo, exasperada. Aquel hombre no sabía nada de las criaturas.

—Hábleme de su madre. ¿La conocía usted?

El señor Parker pareció quedarse helado.

—No puedo decir que la conociera bien, la verdad. Era… muy hermosa.

Esa información no le servía de nada.

—Debería preguntarle a lord Brentmore sobre su esposa —continuó—. No me corresponde a mí hablar de tales asuntos.

Quería hablar de lady Brentmore y sus hijos, no de la esposa de lord Brentmore.

—¿Estaba lord Brentmore aquí cuando su esposa murió?

—Estaba de viaje —tomó otro bocado—. Concluyendo una misión diplomática —acompañó el bocado con un sorbo de vino—. Volvió en cuanto le fue posible.

Eso era algo, por fin.

—No sabía que ocupaba un puesto en el cuerpo diplomático.

—Durante la guerra y el primer exilio de Napoleón, pero no fue algo del dominio público, sino más bien de incógnito.

Aquel tema parecía haberle relajado considerablemente, y de pronto se imaginó al marqués moviéndose por callejones oscuros y citándose con hombres peligrosos.

—¿Pasaba fuera mucho tiempo?

—Periodos bastante largos. Yo me ocupaba de la dirección de sus asuntos en su ausencia —declaró con evidente orgullo.

Seguramente la ausencia del marqués y el extrañamiento de sus hijos quedaría perdonado por los servicios prestados a la corona. Quizás no podía esperarse que todos los padres mostraran la misma devoción que lord Lawton por su hija. Su propio padre nunca se había mostrado demasiado afectuoso con ella, seguramente porque nunca había terminado de gustarle que viviese con Charlotte en la casa principal.

Pero el marqués no podía dejar de darse cuenta de lo doloroso que debía haber sido para sus hijos perder a su madre y a su institutriz en tan poco tiempo. ¿Por qué no habría acudido a su lado a consolarlos? ¿Por qué habría enviado al administrador en su lugar? Lo único que le cabía esperar era que su falta de experiencia no terminase también por ser para ellos más fuente de tristeza.

Durante el resto de la velada dejó que la conversación banal ocupase el tiempo empleando las dotes que tanto había trabajado con Charlotte para prepararla para sus salidas en sociedad. Ser capaz de conversar fluidamente cuando se era un manojo de nervios era todo un logro, sin duda.

Pero para cuando sirvieron los postres lo único que deseaba era quedarse sola.

—Señor Parker, le ruego me disculpe. Me siento muy fatigada del viaje y me gustaría retirarme a descansar.

Su expresión se volvió solícita.

—Claro, claro. Un día de viaje en coche resulta agotador.

Se levantó y él hizo lo mismo.

—Aprovecho para despedirme de usted —continuó—. Mañana me marcho en cuanto amanezca.

Anna le tendió la mano.

—Le deseo un buen viaje.

Volvió a su habitación y se preparó para dormir sin llamar a Eppy: se lavó, se puso el camisón, apagó las velas y se sentó en una silla para contemplar por la ventana los inmensos jardines, conservados con tanta naturalidad que se preguntó si no serían obra de Iñigo Jones.

Tan hermoso pero tan impasible, tan ajeno.

Respiró hondo y se obligó a serenarse. Debía aceptar lo que no tenía la capacidad de cambiar.

A la mañana siguiente se despertó cuando el sol tocó los cristales de su ventana. Se levantó, se estiró y miró hacia fuera. El cielo estaba completamente azul y sin nubes y el aire olía tan maravillosamente bien como en su casa… en Lawton, quería decir. Su casa era ahora aquella.

Cuando entró una doncella para encender el fuego, Anna se presentó y le pidió a la muchacha que le dijera a Eppy que fuera a su habitación cuando pudiera.

Un cuarto de hora más tarde, Eppy llamaba a la puerta.

—Buenos días, señorita —la saludó alegremente—. ¿Ya está lista?

Anna se había lavado y vestido.

—Solo necesito que me ayudes con el corsé.

—Ahora mismo.

—¿Están ya los niños despiertos? —preguntó por encima del hombro, mientras la doncella le ajustaba las cintas.

—Sí que lo están, señorita. Ya están desayunando.

—Estoy deseando conocerlos.

Eppy frunció el ceño.

—Se suponía que iban a enseñarle la casa ahora. La señora Tippen ha dado instrucciones muy precisas.

—¿Saben los niños que estoy aquí?

La doncella bajó la cabeza.

—Yo se lo he dicho. No he podido guardar por más tiempo el secreto.

—Has hecho bien, Eppy. No quiero que sigan preguntándose cómo soy ni un momento más. La casa puede esperar.

Y la siguió hasta las habitaciones de los niños.

—Traigo a alguien que quiere conoceros —les dijo a los niños nada más entrar—. Vuestra nueva institutriz

Anna se obligó a sonreír con valentía.

—Buenos días. Soy la señorita Hill.

Lo único que vio en un primer momento fue dos caritas infantiles con los ojos de par en par, ambos sentados tiesos como estacas en sendas sillas. El niño tenía el cabello oscuro como su padre, y la niña era tan rubia que parecía un hada.

Anna se acercó despacio.

—Apuesto a que no os esperabais tener hoy una nueva institutriz.

La niña se relajó un poco e inició una sonrisa.

Anna se volvió a la niñera.

—¿Quieres hacer las presentaciones, Eppy? Me gustaría conocer a estos niños.

—Señorita Hill, le presento a lord Calmount —se apresuró la joven, poniendo una mano en el hombro del niño en un gesto de cariño—. Lo llamamos Cal.

—Lo llamas lord Cal —corrigió la niña.

Eppy sonrió.

—Claro, porque soy vuestra niñera.

—¿Y cómo quieres que te llame yo? —le preguntó Anna al niño.

El chiquillo la miró sin contestar. Su hermana lo hizo por él.

—Le gusta que le llamen Cal o lord Cal.

Anna sonrió a ambos.

—Muy bien.

Eppy puso ambas manos en los hombros de la niña y sonrió.

—Y esta picaruela es lady Dorothea.

—Dory —añadió la chiquilla, alegre como un cascabel.

—Dory —repitió Anna—, y lord Cal —continuó mirando también al niño—, estoy encantada de conoceros.

Lord Cal siguió tan inmóvil como hasta entonces, pero la chiquilla comenzó a removerse en su silla.

—¿Qué habríais hecho hoy si no hubiera llegado yo tan de improviso?

—Cal me dijo anoche que habías llegado —respondió Dory—. Se asomó por la puerta y me dijo que ibas a ser nuestra nueva institutriz, pero no sé cómo lo supo —su expresión se volvió seria y añadió—: es que la otra se murió.

Anna también se puso seria.

—Lo sé. Ha debido ser muy duro para vosotros.

La niña asintió y Anna se sentó frente a ellos.

—Lord Cal ha sido muy listo al enterarse de mi llegada e imaginar que era yo vuestra nueva institutriz.

La ansiedad brilló en la mirada del niño.

—Yo admiro mucho la inteligencia —continuó Anna, y creyó ver sorpresa reemplazando a la ansiedad. Eppy no había exagerado un ápice al decir que era un niño muy callado. Viéndole de cerca resultaba ser una versión en miniatura de su padre, con los mismos ojos que parecían clavársete cuando te miraba, la misma boca de labios generosos, el hoyuelo casi imperceptible en la barbilla.

La misma expresión austera.

—Lord Cal, te pareces mucho a tu padre —le dijo con una sonrisa.

El chiquillo bajó la mirada.

—¿Conoces a nuestro padre? —preguntó Dory, de nuevo con los ojos como platos. Parecía que para ella su padre era una leyenda misteriosa de la que solo había oído hablar.

—Fue vuestro padre quien decidió que yo fuera vuestra institutriz.

La chiquilla abrió aún más los ojos.

—¿De verdad?

—De verdad —respondió, y miró sus platos del desayuno con restos de tostadas y jamón—. Veo que estabais terminando de desayunar. Yo aún no lo he hecho. Quería venir a conoceros antes. Ahora me voy un momento, pero tengo algo que proponeros, si os parece bien.

Dory se inclinó hacia delante, toda curiosidad, y Cal por lo menos volvió a mirarla.

—Tengo que conocer la casa y los alrededores y me preguntaba si querríais acompañarme. Me gustaría mucho ver esta preciosa casa y sus jardines en vuestra compañía.

Dory saltó de alegría.

—¡Vale! —y miró a su hermano—. ¿Vamos, Cal?

El chiquillo debió de darle su aprobación al plan, pero la comunicación entre ellos fue imperceptible para Anna.

Anna salió orgullosa de haber pensado en los niños como compañeros de excursión y fue en busca de su desayuno y de la señora Tippen.

El lacayo que aguardaba en el vestíbulo la dirigió a un comedor en el que había una mesa lateral llena de comida. Aunque estaba panelado en madera oscura al igual que el resto de la casa, al menos tenía un hermoso ventanal que daba al este, y en aquel momento la estancia estaba inundada de sol. Se sirvió un huevo, pan y queso, y una taza de té.

Apenas había empezado a comer cuando la señora Tippen entró con el ceño fruncido.

—La esperaba antes.

Su desaprobación continuaba. ¿Por qué tanta antipatía, si ni siquiera la conocía?

Anna entendía bien la jerarquía que imperaba entre el servicio en las casas de campo, ya que había crecido en una. Sabía que un ama de llaves ocupaba el segundo puesto, solo detrás del mayordomo, de modo que nunca estaría bajo su control. ¿Entonces, qué mosca le habría picado?

Anna se irguió para contestar.

—Buenos días, señora Tippen —dijo con toda suavidad—. Si era urgente recorrer la casa, no me han informado de ello. En cualquier caso, mi deber son los niños y he ido a conocerlos en cuanto me he levantado.

—Tengo muchas responsabilidades en esta casa, y no voy a permitir que una institutriz me haga esperar —espetó.

Anna la miró directamente a los ojos.

—Crecí en una casa muy parecida a esta y sé bien cuáles son las responsabilidades de un ama de llaves. Aun así no pretendo ni mucho menos que espere por mí. Ver la casa y los alrededores no me preocupa en exceso, de modo que puede fijar la hora que más conveniente le sea para…

—Hace media hora era conveniente para mí —sentenció.

—Se dirigirá usted a mí con respeto, señora Tippen, tal y como yo haré con usted —le dijo alzando una mano. Dios, estaba hablando como lo haría lady Lawton—. Estaré lista dentro de una hora. Si ese momento no es adecuado para usted, fije una nueva hora y yo me adaptaré. Creo que ya hemos terminado.

La señora Tippen dio media vuelta y se alejó sin decir nada más.

Anna tomó un sorbo de té mientras intentaba calmarse. Lo último que deseaba era verse inmersa en una batalla campal. Ella no suponía amenaza alguna para el ama de llaves. Ni para ella, ni para nadie.

Una hora después, Anna y los niños esperaban en el vestíbulo. Casi deseaba que la señora Tippen no se presentara, y si ese era el caso ya había decidido pedirle a los niños que fueran ellos quienes le enseñaran la casa. Ojalá se le hubiera ocurrido antes. Habría disfrutado mucho más que con la compañía del ama de llaves.

Fue el señor Tippen, el mayordomo, quien se presentó ante ella, una solución mucho mejor que la otra. Le recordaba a un grabado que había visto en una ocasión de Matthew Hopkins, el cazador de brujas. El señor Tippen se le parecía, con su cara larga y delgada y su barbilla puntiaguda. Le faltaba un sombrero de lona engrasado, una barbita, y sería su vivo retrato.

El mayordomo miró a los niños frunciendo el ceño y Anna se apresuró a salir en su defensa.

—Los niños me van a acompañar a conocer la casa, señor Tippen.

—La marquesa prefería que los niños se limitaran a su ala de la casa —respondió, irguiéndose.

—¿La marquesa?

Estaba confusa.

—Lady Brentmore.

Pero lady Brentmore había muerto. Qué falta de sensibilidad mencionarla delante de los niños.

—Ahora soy yo quien está a cargo de los niños, ¿no es así?

—Es lo que nos ha dicho el señor Parker.

—Entonces, asunto arreglado —sonrió—. ¿Comenzamos?

Lord Cal tenía la mirada clavada en el suelo como si quisiera que se abriera y lo tragara.

Dory le agarró la mano y tiró hacia debajo de ella para susurrarle al oído:

—¡Has sido insolente con el señor Tippen!

—No lo he sido —le contestó igualmente en susurros. Qué palabra tan grande para una niña de cinco años—. Vosotros dos sois mi responsabilidad. Vuestro padre así lo ha querido.

Cal levantó la cabeza como accionada por un resorte, y la niña abrió los ojos como platos.

—¿Ah, sí?

—Sí.

El señor Tippen comenzó a enseñarle la casa por el salón formal, en una de cuyas paredes colgaba un retrato de la marquesa, rubia como su hija y tan hermosa como Paker le había dicho. Su aspecto era digno como el de una reina y distante, y su por su expresión se diría que en cualquier momento podía bajar del cuadro y echarles a todos una buena reprimenda.

Los chiquillos, pobrecitos, apenas miraron el cuadro.

Anna llamó su atención sobre un cuadro de su padre que había en la pared de enfrente.

—¡Cómo se parece ese señor a vuestro padre! —exclamó con intención de hacerlos reír, ya que la visión del retrato de su madre les había afectado mucho. El retrato lo presentaba más joven y más delgado, pero reflejaba perfectamente su severidad, aunque también había en su mirada un triste anhelo que le llegó al corazón. Los ojos de su hijo transmitían esa misma tristeza, pero el chiquillo parecía haber renunciado a desear nada. ¿Cómo podría ayudarle?

La voz de lord Brentmore sonó de nuevo en sus oídos. «Proporcióneles a mis hijos lo que necesiten para ser felices».

¿Cómo iba a conseguir hacerlos felices?

A medida que iban recorriendo la casa descubrió que el señor Tippen era un guía competente, capaz de explicar las relaciones de la familia en los miles de retratos y otras pinturas que narraban la historia familiar y de la construcción de la mansión.

Los niños se mantuvieron extraordinariamente silenciosos, mirándolo todo como si fuera la primera vez que lo veían. ¿Cuántas veces habrían estado en aquellas habitaciones? No habrían estado siempre confinados en su ala de la mansión, ¿no?

El señor Tippen, cuando abría la puerta que conducía a los jardines, pareció leerle el pensamiento.

—Como ha podido comprobar, estas habitaciones están llenas de tesoros de valor incalculable, señorita Hill. No son zona de juegos. A los niños no se les permite que…

Anna no se dejó amilanar.

—Si está usted pretendiendo decirme cómo debo tratar a los niños, señor Tippen, le recuerdo que están única y exclusivamente bajo mi responsabilidad.

Dory seguía de su mano y la chiquilla le dio un apretón y sonrió.

Anna le devolvió la sonrisa. Había vuelto a ser insolente.

Solo esperaba no haber empeorado las cosas para los tres.

E-Pack Escándalos - abril 2020

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