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Ocho

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Mientras lord Brentmore iba a los establos a enganchar los caballos, Anna entró en la casa principal a despedirse.

—¡Pero no puedes irte ya! —protestó la señora Jordan—. Además, creo que va a llover.

—Quédate un poco más, Anna —intervinieron las criadas—. Acabas de llegar.

—Tengo… tengo que volver por los niños. Es un puesto muy bueno y no quiero perderlo.

Eso lo entendían bien, y la señora Jordan suspiró.

—Bueno, si es así… —se volvió y llamó a una de las chicas—. ¡Mary! Prepara algo de comida para que se lleve Anna y ese cochero tan majo que la ha traído!

¿Cuchichearían sobre ella cuando se hubiera marchado? Su padre, o el hombre que ella conocía hasta entonces como padre, no tardaría un abrir y cerrar de ojos en decir que la había encontrado en la cama con el cochero. La cabra siempre tira al monte, diría. Al menos su madre se acostó con un conde.

Mary le colocó la cesta llena en las manos y la señora Jordan y las demás la abrazaron y se despidieron. Ella sabía que nunca volvería a verlas, y una vez se cansaran de hablar de ella, ¿volverían a recordarla? Seguramente no.

Y cuando salía de nuevo por la puerta de servicio sintió el impulso de entrar en la habitación de Charlotte solo para verla una vez más. Para ver la habitación donde estudiaban, la biblioteca, la sala de música. Todos aquellas encantadoras estancias en las que las dos pasaban los días. Hubiera querido volver a entrar en los jardines donde recogían flores o jugaban al escondite.

Pero respiró hondo, cuadró los hombros y salió.

Había tenido el privilegio de criarse allí porque su madre se había acostado con el conde. Lo que hasta aquel momento había sido para ella una hermosa oportunidad había quedado manchado y contaminado para siempre.

Lord Brentmore estaba allí, esperando en la silla de tiro. Había colocado su maleta bajo el asiento y la ayudó a subir.

—¿Cómo está?

Sabía que el dolor de todo lo perdido la acompañaría durante mucho tiempo: su madre, su hogar, su identidad incluso.

—Me irá bien.

Él no contestó. Se limitó a poner los caballos en movimiento.

Anna se obligó a no mirar atrás. La vida que tanto había echado de menos nunca había existido de verdad. Cuando atravesaron de nuevo el pueblo se obligó a mantener la vista al frente y una vez traspasaron sus límites todo lo que una vez le había sido conocido y familiar quedó atrás. Quedó perdido para siempre.

Una hoja quedó suspendida en un torbellino de viento delante de ellos. Subía y bajaba según el capricho del viento. Se sentía como ella.

Un nuevo peaje y el camino quedó prácticamente vacío. Los caballos siguieron a buen paso.

—¿Alguna vez le he hablado de Irlanda? —dijo él de pronto sin mirarla.

Estaba intentando hacerle olvidar su dolor, y tanta consideración le puso lágrimas en los ojos.

—Sé que vivió allí hace tiempo.

—Nací allí. El regimiento de mi padre estaba destinado en Irlanda y no sé bien cómo conoció a mi madre y se casó con ella. Mi madre era hija de un humilde granjero de la tierra, más pobre que las ratas y el viejo marqués, el padre de mi padre, desheredó a mi padre por haberse casado con ella. Lo dejó sin un céntimo y jamás volvió a dirigirle la palabra.

—Porque se casó con una plebeya.

Ella era una plebeya con sangre aristocrática en las venas. Qué irónico.

—Sí. Mi padre murió poco después y mi madre y yo nos fuimos a vivir con mi abuelo irlandés. Yo apenas era un crío cuando ella también murió.

Aquel intento por distraerla solo estaba sirviendo para que su dolor aumentara. El corazón se le encogía con su sufrimiento.

—Aunque era un niño, trabajé en la granja con mi abuelo —entonces la miró—. Verla con mis hijos en el huerto despertó en mí aquellos recuerdos.

Anna no pudo mirarle a los ojos y él se quedó callado.

«¡Siga hablando, por favor!», hubiera querido rogarle. Su voz la mantenía a flote.

—¿Cómo acabó viniendo a Inglaterra?

—Un tío del que yo no sabía nada, hermano mayor de mi padre, murió. El viejo marqués necesitaba un heredero y fue a buscarme. Hasta entonces yo creía que era Egan Byrne. Desconocía mi verdadero apellido, Caine, y no sabía que mi padre era inglés. De pronto supe que era heredero y el viejo marqués me sacó de Irlanda y me llevó a Brentmore Hall. Tenía diez años.

—¿Y le pareció que el cambio era bueno?

Brent se encogió de hombros.

—En un principio no, pero me gustaba tener comida a diario, ropa que ponerme y un fuego que me diera calor —la miró—. Lo que quiero que sepa es que recuerdo mi etapa en Irlanda con una claridad superior a veces al recuerdo de lo ocurrido el día anterior —su acento irlandés apareció de nuevo—. Y mis recuerdos son mayoritariamente de los días felices.

Entendía lo que quería decir.

—Quiere decir que yo recordaré los buenos momentos pasados en Lawton, ¿no?

Él asintió.

—Los recuerdos siempre la acompañarán.

Ojalá pudiera creer que algún día recordaría Lawton sin pensar en cómo había sido concebida o por qué había recibido la educación que había recibido. En aquel momento le parecía imposible.

—Pero no me ha hablado de sus días felices en Irlanda, sino de sufrimiento y dolor.

—Solo para mostrarle el contraste. Esas ocasiones son como sombras, porque lo que más recuerdo son las tardes que pasaba sentado delante del fuego con mi abuelo mientras le oía contarme montones de historias sobre hadas, elfos y demás seres fantásticos. O cuando iba caminando a su lado por los campos de patatas —movió la cabeza—. Sé que llovió mucho, pero solo recuerdo los días soleados. Como un día que le di un susto de muerte a mi daideó porque me escapé para ir a ver el mar. Debí caminar unos seis kilómetros.

—¿Su daideó?

—Mi abuelo.

—¿Qué le pasó tras su marcha?

—Luchó junto a Billy Byrne en la rebelión de 1789 y murió en la batalla de Arklow —su voz se volvió áspera—. Lo leí en un periódico en el colegio.

Anna sintió el dolor de su recuerdo como si fuera propio y sintió la necesidad de distraerle como él la había sentido de distraerla a ella.

—Debería contarle a los niños todas esas historias.

—¡No! —parecía espantado—. Cuanto menos sepan de su sangre irlandesa, mejor.

—¡No puede hablar en serio!

—Por supuesto que sí. No quiero que tengan que padecer los mismos desplantes y bromas que tuve que soportar yo. Cuanto menos sepan, mejor. Son unos niños privilegiados, hijos de un marqués, y nada más.

Se había imaginado a los niños sentados en sus rodillas escuchándole contar historias, tal y como se lo había imaginado a él en las rodillas de su abuelo. Era algo que ella no tendría nunca.

—Cuéntemelas a mí —le dijo—. Me gustaría mucho saber cosas de Irlanda.

Y fue llenando los kilómetros hablándole de seres encantados, caballos salvajes de ojos amarillos y criaturas fantásticas que se desprendían de su naturaleza para volverse humanos.

A medida que el día iba avanzando, el cielo encapotado se volvió gris y pronto la lluvia comenzó a repiquetear sobre el techo de la silla, cada vez con más fuerza a medida que avanzaban los kilómetros. Cuando alcanzaba ya la misma fuerza que el día en que conoció al marqués, este se detuvo en una posada.

—Debemos esperar a que escampe un poco —le dijo.

Dejaron silla y caballos al cuidado de los mozos y corrieron bajo el aguacero al interior de la posada.

Estaba muy lleno, tanto de ruido como de viajeros, todos guareciéndose de la lluvia.

Encontraron sitio en un rincón.

—Espere aquí. Hablaré con el posadero a ver qué tienen disponible.

Le vio desaparecer entre la gente y su ansiedad creció, como si sin él pudiese desaparecer como la hoja que había visto zarandeada por el viento. El zumbido de las voces se mezcló con el ruido de más coches que llegaban: caballeros, comerciantes, trabajadores de todo tipo… vio a una mujer que llevaba de la mano a una niñita y recordó la sensación del contacto de su madre. Las lágrimas amenazaron con escapársele de nuevo y buscó con la mirada a lord Brentmore.

Le pareció toda una eternidad lo que tardaba en volver.

—No hay ni salones privados ni habitaciones —le dijo por encima de la barahúnda—. Podemos esperar aquí, eso sí. He conseguido un banco cerca del fuego. Por lo menos tendremos un poco de intimidad.

Ella asintió y se colgó de su brazo y pasaron a otra sala más abarrotada aún que la anterior. El olor a cerveza, carne y gente sin lavar la asaltó, y el ruido de sus voces era como el retumbar de los tambores. No quedaba un solo centímetro de espacio libre, aparte de un pequeño banco que habían colocado junto al fuego.

—¿Cómo se las ha arreglado para conseguirlo? —le preguntó.

—Les he dicho que es mi esposa —respondió mirándola brevemente—, y que no se encuentra bien —la acomodó en el banco—. Y por supuesto, he pagado bien a los hombres que estaban aquí sentados.

No pudo por menos de sonreír.

Brent se sentó a su lado.

—Se han ido tan contentos con su dinero y nosotros tenemos un sitio en el que sentarnos y quitarnos la humedad de la ropa.

Un momento después una apresurada moza de la taberna les llevó sidra caliente y dos cuencos con estofado de cordero.

Lord Brentmore le puso una moneda en la mano y el rostro de la joven se alegró notablemente. Anna comió y bebió sin pensar en nada, pero pronto el calor de la comida y del fuego le produjeron una sensación de lasitud.

—Hace mucho tiempo que no pasaba más que unos minutos en una taberna tan abarrotada como esta —comentó lord Brentmore—. Me temo que tenemos para rato.

—Lo siento mucho, milord —le contestó. De no ser por ella no tendría que soportar todas aquellas incomodidades.

—Aquí soy Egan Byrne —le dijo al oído—. Mejor no llamar la atención.

Ella asintió.

—Y no me importa. No estamos mal aquí.

Ella estaba bastante bien, de hecho. No pertenecía a lugar alguno ni a nadie, de modo que encontró soncuelo en el anonimato, y en ser momentáneamente la señora Byrne.

Miró un instante a su acompañante y se preguntó por qué lo habría encontrado intimidante. De ser solo la persona que la contrataba había pasado a ser casi un amigo.

Pero no podía pensar en él solo como amigo. Su padre, o el hombre que ella creía que lo era, no se equivocaba del todo.

En el fondo era casi una ramera, tanto como podía haberlo sido su madre. De no estar prácticamente muerta por dentro en aquel momento, desearía entregarse a lord Brentmore sin dudar.

Pero en aquel momento, quizá más aún que en otros, era fundamental no perder el control. ¿Cuánto le duraría el trabajo si se metía en su cama? No podía pasar a depender de su voluntad como su madre había dependido de la de lord Lawton.

Brentmore le pasó un brazo por los hombros y la hizo apoyarse contra él.

—Descanse, Anna —le susurró.

Su abrazo le prestaba más refugio que lo habría hecho un techo sobre la cabeza, pero tan ficticio como el resto de su existencia lo había sido. Se estremeció y él la apretó más contra su cuerpo.

Ojalá fuese de verdad Egan Byrne y ella su esposa.

Se sentía maravillosamente bien teniéndola en sus brazos. Una paz se adueñó de Brent que carecía por completo de sentido estando como estaban en una taberna abarrotada por toda clase de seres humanos. A nadie le importaba lo que fueran. Podía abrazarla sin preocuparse de las murmuraciones.

Pero lo mejor de todo era que con tantos ojos a su alrededor podía controlar las más peligrosas tentaciones que cobraban vida en su interior.

Aun así habría renunciado sin dudar al placer de abrazarla si hubiera podido conseguirle una cómoda habitación.

El último viajero que entró en la taberna dijo que fuera caían chuzos de punta.

Entre la gente divisó a dos hombres que conocía. Daba igual. Se mezclaba tan bien con el resto de gente ordinaria que era muy difícil que lo reconocieran. Les llamaría más la atención Anna, cuya belleza se había vuelto melancólica por el estupor y el dolor.

Tiró de la gorra para ocultarse un poco más la cara.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, incorporándose.

—Un par de hombres que conozco, pero no tema. Han entrado a un salón privado.

—No querrá que lo vean conmigo.

Él volvió a abrazarla.

—Solo pretendo evitar darles explicaciones sobre por qué estoy vestido de cochero.

—Ojalá lo fuera de verdad —musitó en voz tan baja que él lo oyó de casualidad.

Ojalá. Qué libre se sentiría. Libre para mirarla no como el marqués que la había contratado sino como un hombre cualquiera.

—Si lo fuera, le haría el amor —añadió Anna.

¿Podría leerle el pensamiento?

—Anna…

—Es lo que deseo —le interrumpió—. Ha sido difícil no hacerlo.

Había perdido los estribos, pero ¿cómo mantenerse cuerda después del día que había pasado?

—No debería hablar así.

Ella lo miró irguiéndose, y la recordó el primer día.

—Usted también me desea, milord, y sé que yaceríamos juntos si yo se lo permitiera. Es lo que hacen los hombres, ¿no? Es la razón por la que las hijas como Charlotte llevan siempre una carabina. Si estuvieran solas, permitirían que los hombres compartieran su lecho.

En eso tenía razón. Las hijas de los condes estaban protegidas, pero no de sus propios instintos sino de aquellos de los hombres que pensaban solo en su propia satisfacción.

Lawton debería haber protegido a Anna. Era su hija también. ¡Maldito fuera! Debería haberla cuidado y no echarla de su casa. Sabía bien lo que podía ocurrirles a las institutrices en la casa de sus amos.

Respiró hondo.

—Creía que algo no iba bien en mí, pero ahora me doy cuenta de que es que soy como mi madre.

Brent se volvió para poder mirarla a la cara.

—Lawton sedujo a su madre, Anna.

—¿O fue ella quien lo sedujo a él? Consiguió a cambio una casa y educación para su hija. Es mucho más de lo que reciben otros sirvientes.

—Lo que Lawton debería haber hecho es darle a su madre una vida independiente en una casa independiente.

Ella le puso una mano en el brazo.

—Quizás no habría sabido llevar una casa propia.

—Pues al menos debería haber reconocido a su hija.

—Supongo que eso era lo que menos le importaba —respondió contemplando las llamas—. Ahora tiene sentido… ahora entiendo mi deseo por acostarme con usted. Es que soy como mi madre.

—Basta. No quiero que siga hablando así —dijo zanjando la cuestión y abrazándola de nuevo—. Ha sido un día muy duro. Intente descansar.

Si no fuera marqués… no tendría que preocuparse del daño que podían sufrir sus hijos por su comportamiento, ni estaría prometido a la hija de un barón. Daría lo mismo con quién se casara. Si fuera libre…

La miró. Tenía los ojos cerrados y su expresión parecía tranquila. Se había quedado dormida y podía contemplarla a sus anchas.

Si de verdad fuese Egan Byrne sería libre…

E-Pack Escándalos - abril 2020

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