Читать книгу E-Pack Escándalos - abril 2020 - Varias Autoras - Страница 8
Tres
ОглавлениеBrent iba caminando junto a su primo por Bond Street en dirección a Somerset Street, donde había fijado su residencia el barón Rolfe para la temporada de bailes y actos sociales.
—No sé cómo he dejado que me convenzas, Peter.
El abuelo de Peter había sido el hermano menor del viejo marqués, lo cual hacía de ellos primos segundos. Los dos eran cuanto quedaba de la familia Caine. Excepto los hijos de Brent, claro está.
—Lo único que te pido es que la conozcas.
Iban a cenar con lord y lady Rolfe, y lo más importante, con la señorita Susan Rolfe, su hija.
Casi un mes había pasado ya desde que Peter volviera a abordar el tema de su matrimonio. Según él, debía volver a casarse y la señorita Rolfe era la candidata perfecta.
Las propiedades de los Rolfe eran vecinas de la de Peter, de modo que las familias se conocían de toda la vida, y desde la muerte de sus padres Peter prácticamente había vivido con ellos.
Brent había sido presentado en una ocasión al barón Rolfe, pero no podía recordar si conocía a su esposa o a su hija.
—No podrías encontrar mujer más exquisita —insistió Peter.
Sí. Eso era lo que le había dicho en otras ocasiones. En tantas ya…
—Tienes que casarte con una mujer respetable —continuó—. Así conseguirás acallar las voces del desafortunado escándalo que te rodea.
Brent miró para otro lado. Eso era exactamente lo que él se había dicho a sí mismo antes de su primer matrimonio. Había pensado que Eunice era la pareja perfecta.
Pero al final había terminado por echar más leña al fuego del escándalo.
Peter miró a su alrededor como si temiera que cualquier transeúnte fuese a oírles hablar.
—Sigue habiendo personas que piensan que tu sangre está contaminada por tu pobre madre irlandesa, y que incluso esa fue la razón de que Eunice te fuera infiel.
Brent clavó sus ojos en los de su primo. Su abuelo le había metido aquella idea en la cabeza a fuerza de repetirla: su sangre estaba sucia por la incorporación de su madre, la hija de unos pobres aparceros irlandeses. Brent aún podía escuchar la diatriba de Eunice sobre el asunto que le había servido de justificación para su descarada infidelidad.
De su madre recordaba solo un rostro sonriente, unos brazos que lo rodeaban y una dulce voz cantándole una nana. Sentía el dolor de una pérdida que tenía ya más de un cuarto de siglo de antigüedad.
—Cuidado, Peter—le advirtió.
Su primo se limitó a devolverle una mirada de compasión.
—Sabes perfectamente que yo no doy crédito a esas cosas, pero tus hijos van a escuchar esas mismas murmuraciones algún día, además de las historias que se cuenten de su madre, y te garantizo que para ellos serán cargas duras de llevar. Tienes que hacer algo para contrarrestarlas o crecerán sufriendo las mismas pullas y cuchicheos que has soportado tú.
Peter rara vez hablaba con tanta franqueza y Brent miró a su primo a los ojos.
—Mi matrimonio no sirvió precisamente para acrecentar mi respetabilidad.
Se había mantenido lo más lejos posible de Eunice por el bien de los niños. No había razón por la que los pequeños tuvieran que estar oyéndoles gritarse constantemente.
Se había prendado de Eunice desde la primera vez que la vio, cuando ella era la estrella que más brillaba en los bailes y demás eventos sociales de aquel año. Era hija de un par de Inglaterra, la pareja perfecta para un marqués joven, una proposición que ella no había dudado en aceptar.
Pero después del casamiento, Brent no tardó en descubrir que era su título y su riqueza lo único que le interesaba de él. El mismo día en que nació su hijo y cuando él lo tenía en brazos, sintiéndose el hombre más afortunado del mundo, Eunice le dijo lo feliz que se sentía de haber cumplido con su deber, lo cual la dejaba libre para poder dedicarse a otros intereses. Poco tiempo después, esos intereses, es decir, sus infidelidades, habían corrido en boca de todos.
Al menos la guerra le había ofrecido la oportunidad de mantenerse alejado de ella, pero por desgracia, también de su hijo.
Lo único que le consolaba del alejamiento de su hijo era la certeza de que muchos aristócratas tenían poco o ningún contacto con sus vástagos, dejando su cuidado en manos de niñeras, institutrices y tutores, o enviándolos lejos a internados, en cuyo caso solo los veían de tarde en tarde y en breves intervalos, hasta que los niños eran lo bastante mayores como para estar ya civilizados. Así había sido educado el anterior marqués, mientras que su crianza había sido una rareza entre los de su clase: al cuidado de su propia madre y su abuelo irlandés en una cabaña de adobe de una sola habitación sin ventanas.
Llegaron a Oxford Street, un lugar a años luz de distancia de la tierra que vio nacer a Brent.
—Peter, ¿quieres decirme qué te hace pensar que otro matrimonio no empeoraría todavía más las cosas?
No estaba dispuesto a jugarse el corazón del mismo modo que le había ocurrido con Eunice. La herida que le había dejado descubrir que se había casado con él por su título para burlarle después no se cerraría jamás.
Peter respondió una vez hubieron cruzado a la otra acera.
—Casándote esta vez con una mujer de moralidad intachable. Una mujer cuya reputación sea inmejorable y que vaya a ser sin ninguna sombra de duda una esposa leal y una madre atenta —volvió a mirar hacia delante y luego a él—. La señorita Rolfe es todo eso.
Brent mantenía la mirada clavada en el pavimento.
—¿Y qué te hace pensar que vaya a aceptarme?
—El hecho de que eres un buen hombre.
Brent suspiró.
—¿Sabes que es posible que seas la única persona en el mundo que lo piense?
—Y porque podrías ser de gran ayuda para su familia —añadió.
Por lo menos aquella vez no se andarían por las ramas. La señorita Rolfe necesitaba casarse con un hombre de fortuna. Su padre andaba haciendo equilibrios en la cuerda floja y tenía una familia numerosa a la que proveer: dos hijos y dos hijas más, todos menores que la señorita Rolfe. El dinero de Brent salvaría a la familia de la ruina más completa.
—Ah, sí. Mi dinero es un gran aliciente.
—Sí, pero para un hombre digno de él. Lo más importante es que la señorita Rolfe será una magnífica madre para tus hijos.
Sus hijos. La única razón por la que consideraba aquella idea del matrimonio. No veía a sus hijos con frecuencia, ni los tenía a su lado como había hecho su abuelo irlandés con él, pero quería lo mejor para ellos.
—Y hablando de tus hijos, ¿qué tal están yendo las cosas con la nueva institutriz?
Brent agradeció el cambio de tema, aunque el nuevo hirió su orgullo todavía más. La señorita Hill le había enviado una carta poco después de llegar a Brentmore, a la que él no había contestado aún.
—Bastante bien, según tengo entendido.
¿Estaría consiguiendo la apasionada señorita Hill que sus hijos fueran felices? Eso esperaba de todo corazón.
Debería escribirle de una vez por todas y preguntarle si sus hijos necesitaban algo, ya que no tenía ni idea de lo que los niños podían necesitar o desear. Había intentado que sus vidas fuesen tranquilas, cómodas y sin sobresaltos, sabiendo como sabía de primera mano lo duros de asimilar que podían ser demasiados cambios. Por eso los había dejado en Brentmore Hall: para que su presencia los alterase lo menos posible.
¿Quién iba a imaginarse que su institutriz iba a fallecer? De eso no había podido protegerlos. Había sido una desgracia que su fallecimiento hubiera acaecido tan poco tiempo después del accidente de su madre.
Si un segundo matrimonio podía conseguirles todo lo que Peter había dicho, ¿cómo negarse? Si la señorita Rolfe era el parangón de virtudes del que su primo hablaba, podría ofrecerles a sus hijos una vida mejor.
Llegaron a Somerset Street y llamaron a la puerta de lord Rolfe. Un criado les abrió y minutos después los invitaba a pasar a un salón donde estaba la familia.
El barón Rolfe se levantó de inmediato para recibirlos.
—Lord Brentmore, es un verdadero placer su visita —le dijo al estrecharle la mano—. Y tú siempre eres bienvenido en esta casa, Peter —se volvió a las dos damas que tenía tras de sí—. Permítame que le presente a mi esposa y a mi hija.
Su esposa era una mujer de facciones agradables, con esa clase de rostro en el que es natural la sonrisa.
La hija tenía una clase de belleza más serena. Tenía el cabello de un castaño corriente, los ojos de un azul pálido y las facciones correctas. No había nada que objetar en ella, y tuvo que reconocerle el mérito que tenía soportar bien el escrutinio de un marqués como quien contempla un objeto en una tienda.
—Encantada de conocerle, milord —lo saludó. Tenía una voz agradable, no musical, pero tampoco chillona—. Peter nos ha hablado mucho de usted.
Esperaba que se lo hubiera contado todo. Había pagado bien caro el precio de dar por sentado que el resto del mundo sabía cuanto había que saber. Había dado por hecho que Eunice conocía los detalles de su infancia pero se enteró después de casarse, y fue entonces cuando llegó el desengaño y las lamentaciones.
—Yo también estoy encantado de conocerla, señorita Rolfe —contestó, inclinándose ante ella.
Debería haber dicho algo ingenioso o encantador, pero no pretendía impresionar. Si aquella idea funcionaba, la señorita Rolfe debía conocerlo tal y como era. No debía hacerse falsas ilusiones.
Tomaron una copa de vino dulce mientras esperaban a que se sirviera la cena, entretenidos en una agradable conversación. A Brent le gustaba comprobar el cariño que aquellas personas sentían por su primo y verlos cómodos en su presencia. Se suponía que él era la salvación de aquella familia, pero se abstuvieron de adularle o de agobiarle con excesivas atenciones.
La cena transcurrió de un modo similar. La acomodaron al lado de la señorita Rolfe, lo cual le dio la oportunidad de entablar conversación con ella a solas. Ella también mantuvo la compostura, aunque de vez en cuando miraba a Peter, seguramente en busca de su aprobación.
Cuando terminó la cena, Brent no quiso quedarse con los caballeros en la mesa para tomar una copa mientras las damas se retiraban al salón.
—¿Puedo hablar con la señorita Rolfe a solas? —preguntó.
—Desde luego —respondió el señor Rolfe.
Ella miró a Peter antes de contestar.
—Encantada.
Ambos salieron al salón. La señorita Rolfe se acerco a un armario y sacó una botella de cristal tallado.
—¿Le apetece tomar un coñac mientras hablamos?
—Sí, muchas gracias.
Lo agradecía de verdad.
Le sirvió la copa y se sentó en el sofá, y él escogió una silla frente a ella.
—Es obvio que Peter ha hablado con usted y sus padres del asunto que quiero tratar con usted, como también ha hecho conmigo.
—Así es —contestó ella, bajando la mirada.
—Necesito conocer su opinión al respecto.
Tenía que estar totalmente comprometida con el plan, o no se llevaría a cabo.
La joven lo miró directamente a los ojos.
—Es un hecho que he de casarme bien… —hizo una pausa—. También es un hecho que mis posibilidades de conseguirlo son más bien escasas, ya que mi dote es muy modesta y…
Él levantó una mano.
—El dinero no significa nada para mí.
—Para mí tampoco significa nada —contestó ella con una sonrisa—. Me importa mucho más que mi posible marido sea un buen hombre —su mirada se debilitó un tanto—. Peter… Peter me ha asegurado que usted lo es.
Entonces fue él quien apartó la mirada.
—Es importante para mí saber que es usted consciente de lo que supone este matrimonio.
—Su primo ha sido muy claro al respecto. Sé que tiene usted sangre irlandesa y conozco también las infidelidades de su esposa. También sé que es usted leal a su palabra, que paga siempre sus deudas y que actúa con responsabilidad en el trato con sus aparceros, el servicio de su casa y con su país.
Sintió que las mejillas se le coloreaban.
—Eso es exagerar un poco.
—Es lo que Peter me ha dicho.
Lo que él hacía es lo que haría cualquier hombre decente, nada más.
—¿Y los niños? —preguntó para cambiar de tema.
—¿Se refiere a los nuestros? —preguntó con candor.
Demonios… él no había ido tan lejos.
—Podrá tener hijos si es su deseo —respondió, a pesar de que no se planteaba ni de lejos yacer con ella por el momento. No es que hubiese algo repulsivo en su persona ni mucho menos. De hecho se imaginaba que con el tiempo terminaría encariñándose con ella—. Yo por ahora me refería a sus sentimientos hacia mis hijos. ¿Estaría usted dispuesta a hacerse cargo de ellos y a criarlos como si fuesen suyos?
Sus manos juguetearon nerviosamente con la tela del vestido.
—Si cree usted que ellos estarían dispuestos a dejarme actuar así…
No podía darle una respuesta. Sus hijos eran, en realidad, unos desconocidos para él.
—Soy la mayor de cinco hermanos —continuó ella con más seguridad—, con lo cual estoy acostumbrada a la compañía de los niños, y haría todo cuanto estuviera en mi mano por los suyos.
Las palabras de su nueva institutriz le volvieron a la memoria: «Os complacería mi trabajo, milord. Lo sé». Aquellas palabras contenían una pasión de la que la señorita Rolfe carecía.
Quizás eso fuera, precisamente, una suerte. La pasión no debía tomar parte en aquella decisión.
—¿Tiene usted alguna pregunta que hacerme?
Ella ladeó la cabeza mientras lo consideraba.
—Necesito que me asegure usted que ayudará a mi familia, y que contribuirá a que mis hermanos puedan ser presentados en sociedad si mi padre es incapaz de hacerlo. Él os reembolsará después todos los desembolsos en que incurra…
Él hizo un gesto con la mano.
—No necesito tal cosa.
—Pero lo hará.
Brent había pedido informes sobre lord Rolfe. Al parecer su deudas eran honradas, es decir, resultado de malas cosechas y cosas por el estilo, lo cual no tenía nada que ver con las demandas constantes del padre de Eunice para satisfacer sus deudas de juego.
—Tengo capacidad para asistir a su familia siempre que sea necesario.
—Eso es cuanto me hacía falta saber —respondió en voz baja.
Brent se levantó.
—En ese caso, solo me queda por sugerir que empecemos a vernos con más asiduidad, para que podamos estar seguros de lo que vamos a hacer. Si mañana está usted libre, podría llevarla a dar un paseo por Hyde Park.
Ella se levantó también.
—Será un placer.
Brent ignoró la extraña sensación que le alteró un poco el estómago e intentó infundir alegría a su voz.
—¿Hablamos con sus padres y con Peter, para que sepa que es muy posible que su plan dé el fruto deseado?
La joven parpadeó muy rápidamente y él se preguntó si estaría tan satisfecha con aquel acuerdo como parecía.
—Sí —respondió en un susurro—. Hablemos con mis padres… y con Peter.
—¡No necesitamos ningún médico!
Anna estaba más que furiosa.
Las tres semanas que llevaba en su nuevo puesto habían sido tres semanas de batalla constante contra la señora Tippen, que parecía decidida a mantener las cosas tal y como la difunta marquesa las quería, costara lo que costase.
—Ya he pedido que vayan a buscarlo —replicó con aire triunfal—. No podemos permitir que ponga a los niños en semejante peligro.
—¿Peligro? El niño estaba corriendo, se ha caído, y se ha hecho una heridita en la barbilla al golpearse con una piedra. ¡Es un pequeño corte, nada más!
—Esa es su opinión, y usted no es médico.
—¡Y usted no está a cargo de los niños! —espetó.
Jamás se había preocupado por ellos cuando se los retenía casi como prisioneros en el ala que les había sido destinada, sin salir prácticamente al aire libre.
—A partir de ahora, si tiene usted algo que decir sobre los niños, me lo dirá a mí. ¿Queda claro?
La señora Tippen no cedía.
—Lord Brentmore será informado puntualmente de todo esto.
Anna dio un paso hacia ella hasta quedar frente a frente.
—¡No le quepa duda de que lo sabrá! Fue él quien puso a sus hijos a mi cargo y no usted.
La señora Tippen hizo una mueca desabrida y remedando una reverencia se alejó.
Anna la vio alejarse mordiéndose un labio. ¿Daría crédito lord Brentmore a las palabras de su ama de llaves, o a las suyas? ¿Qué pensaría si le decía que su nueva institutriz se comportaba de un modo descuidado y permitía que su hijo se cayera y se hiciera daño?
Estaban jugando al pilla pilla en el césped cuando lord Cal se tropezó y cayó, con lo que se llevó un buen susto más que otra cosa.
Un pequeño corte en la barbilla produjo una pequeña cantidad de sangre, que bastó para que su hermana llorara con tanta fuerza que seguro habrían podido oírla en el condado vecino.
La verdad es que ella también se había asustado. Tomó al niño en brazos y lo metió en la casa, pero después de examinar la herida con cuidado llegó a la conclusión de que se trataba de un pequeño corte, nada más, y mientras le vendaba sujetándole las gasas en lo alto de la cabeza les contó que los niños de la India llevaban turbante en vez de sombreros. Y lo que se tarda en abrir un libro en el que poder ver grabados de sus indumentarias fue lo que duró la algazara.
Hasta que, dos horas después, la señora Tippen la informó de que el médico había llegado.
Intentado controlar su irritación, Anna entró en el salón donde esperaba el galeno.
—Doctor Store, soy la señorita Hill, la nueva institutriz de los niños.
El hombre se levantó e inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Señorita Hill.
Era de menor estatura que ella, enjuto, con facciones afiladas y aire altivo.
—¿Cómo ha sido el accidente?
—Me temo que ha hecho usted un viaje en balde —sonrió—. Lord Calmount estaba jugando fuera y se ha hecho un pequeño corte en la barbilla.
—¿Una herida en la cabeza? —preguntó, arqueando las cejas—. ¿Ha perdido el conocimiento en algún momento?
—No, no. Ni mucho menos. No es más que una heridita, que no necesita más que un pequeño vendaje…
—¿Está segura de que no ha perdido en ningún momento el conocimiento? Un golpe en la cabeza puede tener consecuencias graves.
¿Qué le habría contado Tippen?
—Ni se ha desmayado, ni se ha llevado golpe alguno en la cabeza. Yo estaba a su lado, y lo único que ha pasado es que tropezó y se hizo un pequeño corte en la barbilla.
Él respondió con una expresión de escepticismo.
—Tengo que examinarlo de inmediato.
—Por supuesto.
Condujo al doctor Store escaleras arriba hasta las habitaciones de los niños.
—¿Qué edad tiene el muchacho? —le preguntó mientras andaban.
No le había preguntado su nombre…
—Lord Calmount tiene siete años.
Entraron en la sala donde los niños recibían sus clases.
Allí los había dejado al cuidado de Eppy, mientras dibujaban en sus cuadernos a hombres de la India con sus turbantes.
Anna se aseguró de ser la primera en entrar y, acercándose al niño, le habló con tranquilidad:
—Lord Cal, ha venido el doctor Store. La señora Tippen le ha pedido que viniera para que pueda verte la cabeza y asegurarse de que solo es un cortecito lo que tienes en la barbilla.
Cal apretó con fuerza su lápiz y miró con desconfianza al médico.
—¡Hola, jovencito! —lo saludó con falsa alegría—. Déjame verte la cabecita —le pidió, pero al acercarse a él, el chiquillo retrocedió amedrentado.
—Vamos, vamos… no te muevas —le dijo con aspereza, al tiempo que tiraba del vendaje.
Aquello acabó de asustarle y empujó al médico para apartarle y liarse a puñetazos y patadas con él.
—¡No! —gritó Dory, que se había contagiado del miedo de su hermano y tiraba del gabán del doctor—. ¡No le quites el turbante! ¡Es suyo!
—¡Lord Cal! ¡Dory! ¡Basta ya! —nunca los había visto así—. ¡Llévate a Dory de aquí! —le pidió a Eppy.
La joven consiguió sacar a la niña de la habitación, que no había dejado de gritar ni un momento.
Anna apartó al médico y se interpuso entre el niño y él.
—Cal, no pasa nada. El doctor no va a hacerte daño, y en cuanto te haya visto la herida yo te haré un turbante nuevo.
Cal negó con la cabeza.
—¿Te duele? —le preguntó el doctor.
Cal, por supuesto no contestó, y se tapó la barbilla con las dos manos.
Le costó a Anna un verdadero triunfo que el chiquillo quitase las manos y permitiera al médico examinarle la herida. Había dejado de sangrar y tenía buen aspecto. Seguro que no le quedaba ni siquiera señal.
El médico intentó entonces hacerle otra clase de reconocimiento, como por ejemplo hacer que el niño siguiera con los ojos un dedo que él movía de lado a lado y verticalmente. Lord Cal se negó a hacerlo. También se negó a contestar a sus preguntas, incluso a aquellas que podía responder inclinando simplemente la cabeza.
El médico no se guardó para sí la impaciencia que la actitud del niño le estaba provocando y al final le pidió a Anna que saliera de la habitación con él.
—Acompáñeme al salón —le dijo ella—. Hablaremos más cómodamente allí.
El doctor entró con el semblante muy serio en el salón, una estancia casi tan lóbrega como el propio galeno.
—¿Cuánto tiempo lleva así el niño? —le preguntó sin preámbulos.
—Yo creo que simplemente está asustado. Se ha llevado una sorpresa con su presencia y no está acostumbrado a encontrarse con desconocidos.
El físico hizo una mueca.
—Es un trastorno maniático.
—¿Un trastorno maniático? —repitió. Qué ridiculez—. Ha sido solo una rabieta.
Él levantó un solo dedo en alto.
—No. De ningún modo. Se trata de un desorden psiquiátrico.
—¡Tonterías!
—Me hallo en la obligación de informar a lord Brentmore de que su hijo presenta episodios de demencia. He visto otros casos como este y…
—¡Lord Cal no es un lunático!
El médico la miró con condescendencia.
—No irá usted a negar que el muchacho es propenso a las rabietas y que es autista…
—¡No lo es! Simplemente no siente deseos de hablar.
El doctor volvió a mirarla como se mira a una criaturita ignorante.
—La definición misma del autismo. Escribiré hoy mismo al marqués para informarle de esta desgraciada circunstancia, y le recomendaré los mejores centros de internamiento. Conozco el lugar más adecuado donde podrán proporcionarle los cuidados que necesitan.
La ansiedad de Anna se disparó.
—¡No hará usted tal cosa!
El físico se irguió, pero ella estaba convencida de que tenía que detener semejante locura. ¿Quién podía decir lo que pensaría lord Brentmore si semejante misiva llegaba a sus manos? Decidió cambiar de táctica.
—Lo que quiero decir es que se trata de algo que un padre no puede conocer por carta. Lord Brentmore… lord Brentmore ha de llegar aquí dentro de muy poco, y debería usted hablar con él en persona. No pasa nada porque el niño esté unos días más en casa. No lo dejaremos solo ni un instante.
El médico miró hacia otro lado como si reflexionara.
—Yo… creo que sería bueno que pudiera hablar con el señor marqués en persona. Seguro que tendrá preguntas que solo usted podrá contestar.
—Está bien. Esperaré. Dos semanas, nada más. Si no ha venido en ese plazo, yo mismo lo convocaré.
Apenas había salido el médico de la casa Anna estaba ya escribiendo a lord Brentmore para convencerlo de que era necesario que acudiera a Brentmore Hall.
Lord Cal no era un lunático, sino simplemente un niño asustado y tímido que necesitaba salir de su concha. Era como había sido Charlotte, pero el pobre carecía del apoyo de sus padres.
Pero en aquella ocasión, lord Brentmore no iba a poder darle la espalda a sus obligaciones. ¡Tenía que ir hasta allí! Anna le demostraría que su hijo era un niño normal, aunque un poco infeliz. Vería con sus propios ojos que no era un demente.
Fue escribiendo la carta eligiendo con sumo cuidado las palabras, y tras tres intentos, concluyó diciendo: debe usted venir, lord Brentmore. Es imperativo. Su hijo le necesita.
Pasaron cuatro días, demasiado poco tiempo para recibir noticias suyas. Si le contestaba a vuelta de correo, debía recibir su carta en breve, pero mientras ella seguiría haciendo lo que había estado haciendo desde la ridícula visita del médico: mantener ocupados a los niños.
Aquella mañana habían vuelto a salir a los jardines para disfrutar del maravilloso cielo azul y de la luz del sol. Había estado haciendo bastante fresco para estar a principios de junio, pero aquel día la temperatura era magnífica.
Vistió a los niños con sus prendas más gastadas, les colocó unos viejos guantes y unos sombreros de paja de ala ancha, y los dirigió a un pequeño recuadro de tierra cerca del huerto que le había pedido al jardinero que tuviera preparado.
A Charlotte y a ella les encantaba sembrar y ver nacer y crecer las plantas hasta convertirse en hermosas flores, así que pensó que a los niños también les gustaría esa actividad. Además, llevaban tanto tiempo confinados en el interior de la casa que les encantaría salir y mancharse un poco.
Previamente habían leído sobre cómo las plantas crecían a partir de semillas, y había acordado con el jardinero qué sembrar. El hombre le había sugerido que sembraran hortalizas en lugar de flores porque los chicos, según él, valoraban más los alimentos que las flores.
¡Una idea excelente! Seguro que el siempre práctico lord Cal la encontraría muy de su gusto. Y además podrían comerse lo que sembraran.
—Vamos a sembrar guisantes y rábanos, y cuidaremos las plantas hasta que estén listas para comerse —les fue diciendo mientras caminaban hacia el recuadro destinado para ellos.
Cuando llegaban un hombre se acercó.
—Buenos días, señorita.
Anna le sonrió.
—Os presento al señor Willis, vuestro jardinero —el señor Willis era un hombre encantador que tenía sus propios hijos, y que se había mostrado encantado con la idea—. Señor Willis, le presento a lord Calmount y a lady Dory.
El jardinero le había dicho que apenas había visto a los niños hasta aquel momento aunque llevaba toda la vida trabajando allí.
Anna se enfadaba muchísimo al pensar en la vida de reclusión de aquellos pobres niños. Se les daba cama, ropa y comida, pero no mucho más.
Tenía su propia teoría sobre por qué lord Cal había dejado de hablar: no era por demencia ni mucho menos, sino porque no tenía con quién hablar que no fuera su hermana.
—¿Están preparados para sembrar? —les preguntó el señor Willis.
—Lo estamos, señor —respondió Dory.
El jardinero les entregó a cada uno una pequeña pala y dos cubos de madera.
—Esas son las semillas de los rábanos —les dijo, señalando uno de los cubos—. ¿Lo ven? —puso una semilla en la mano de cada uno—. Son marrones y parecen piedrecitas, ¿verdad?
—¡Es verdad! ¡Parecen piedrecitas! —exclamó Dory.
Cal se la acercó a los ojos para examinarla de cerca.
El señor Willis se las pidió para darles otras.
—Ahora estas otras son distintas. ¿Saben qué son?
Cal miró la suya y adoptó una expresión ufana.
—Parecen guisantes viejos —dijo su hermana.
El jardinero se agachó para estar a su nivel.
—Eso es lo que son. Los guisantes que se comen son en realidad las semillas de la planta.
En un instante el señor Willis tenía a los niños haciendo agujeros en la tierra con sus palitas. Luego les enseñó a sembrar una línea de guisantes alternándola con otra de rabanitos.
Los chiquillos se entusiasmaron con la tarea y Anna se alegró enormemente de ver que Cal participaba en la actividad con entusiasmo, como lo haría cualquier niño normal.
Necesitaba tiempo, estaba convencida. ¿Le daría su padre ese tiempo o se limitaría a encerrarlo en un sanatorio? ¿Quién era ella para saber lo que necesitaba un niño, despreciando la opinión de un médico?
Fuera como fuese, lo sabía.
¿Vería lord Brentmore a su hijo como lo veía ella? ¿Confiaría lo suficiente en su capacidad para sacar al chiquillo de su encierro? Sabía que podía hacerlo. Ya lo había hecho con Charlotte.
Charlotte… a veces la echaba tanto de menos. Añoraba hablar con ella, sus confidencias, sus risas. No había nadie en Brentmore con quien hablar y, a veces, por las noches, se echaba a llorar de pura soledad.
Pero peor aún que la soledad era la preocupación porque lord Brentmore pudiera llegar a despedirla por haberse atrevido a decirle a un médico lo que debía hacer. ¿Qué sería de ella si perdía aquel trabajo?
De pronto, una sombra cayó sobre ella y la voz de un hombre interrumpió sus pensamientos.
—¿Por qué están mis hijos cavando la tierra?
El señor Willis se quedó helado y los niños también.
Anna se volvió y se encontró con lord Brentmore. Parecía muy enfadado.
—Milord —lo saludó con voz firme, aunque le temblasen las piernas—, estamos tomando una lección de botánica. Hemos sembrado guisantes y rabanitos.
Los niños soltaron las semillas y se escondieron detrás de sus faldas.
—Mis hijos no van a trabajar la tierra.
La ira se palpaba en su voz. ¿Qué tenía de malo sembrar un huerto?
—Permítame explicárselo, porque no queremos asustar los niños.
Sus ojos soltaron un fogonazo. Debía andarse con cuidado.
—Esto es una lección de botánica. Sus hijos están aprendiendo cómo crecen las plantas. Lo hemos leído en los libros y ahora vamos a ver cómo crecen las semillas hasta convertirse en alimentos.
No expresión no cambió.
—Sus hijos están ocupados en una actividad útil al aire libre, y llevan ropas viejas que después pueden lavarse. ¿Qué tiene que objetar a esto, milord?
Oyó a Dory contener el aliento y sintió que Cal le agarraba con más fuerza las faldas.
Lord Brentmore siguió mirándola a los ojos un momento y Anna llegó a temer que la golpease pero aun así no apartó la mirada. Era imperativo que los niños comprendieran que no tenía nada de malo realizar actividades útiles.
Seguía echando fuego por los ojos pero dio un paso atrás.
—Sigan con su lección. Venga a verme cuando hayan terminado, señorita Hill.
Antes de que pudiera decir nada, dio media vuelta y entró en la casa.
Ninguno de los cuatro se movió hasta que se perdió de vista.
—¿Por qué está enfadado papá? —preguntó Dory sollozando.
Anna se agachó y la abrazó.
—Es porque se ha llevado una buena sorpresa, creo yo. Seguramente ha pensado que el señor Willis y yo os habíamos contratado de labradores —lo dijo como si fuera el chiste más gracioso del mundo—. Venga, vamos a terminar, que el señor Willis tiene que ocuparse del resto del huerto.
Afortunadamente les quedaba poco por hacer. Solo dos líneas más. Pero la alegría que se palpaba en el ambiente un instante antes se había desvanecido. Su padre la había hecho desaparecer.
Anna se llevó una mano al estómago intentando calmarse. Quería que lord Brentmore fuese su aliado para ayudar a Cal y resulta que le había ofendido sembrando un huerto.
¿Perdería su trabajo por una lección de botánica, por haber encontrado una excusa para sacar a aquellas pobres criaturas siempre recluidas al sol cálido de junio?