Читать книгу E-Pack Escándalos - abril 2020 - Varias Autoras - Страница 11

Seis

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Brent iba y venía de un lado al otro de la biblioteca. Tenía la impresión de estar siempre esperando a la señorita Hill. ¿No tendría que ser al revés, que sus empleados estuvieran siempre prestos a acudir a su llamada?

Se frotó las sienes. No le sentaba bien ser grosero, sobre todo porque su preocupación principal debían ser siempre los niños.

Además, después de lo de la noche anterior, seguro que no tenía ninguna prisa por verle.

Estuvo mirando el reloj otros cuarenta y cinco minutos antes de que llamaran a la puerta.

Entró.

—Lamento haberle hecho esperar, milord —su voz sonaba tranquila—, pero los niños debían empezar con sus lecciones.

Se acercó en dos zancadas hasta ella y le plantó el cinturón de la bata en la mano.

—Necesito saber qué ocurrió anoche.

Ella alzó la mirada y respondió con calma:

—No ocurrió nada, milord.

Su irritación creció. Así no iban a ninguna parte.

—No me diga que no —respondió señalando el cinturón—. Algo tuvo que ocurrir.

—No ocurrió nada —repitió, pero él no dejó de mirarla a los ojos hasta que ella bajó la mirada.

—Hable claro, Anna. Necesito saber si anoche la seduje. Si la he comprometido, quiero saber lo que espera de mí.

—¿Lo que espero de usted?

Parecía sorprendida.

—No se ande con jueguecitos conmigo —espetó, pero de inmediato alzó una mano a modo de disculpa—. Debe saber que no puedo casarme con usted…

Su expresión se volvió herida un instante, pero de inmediato la vio erguirse orgullosa.

—Por supuesto que no puede casarse conmigo. Soy institutriz de sus hijos, y de cuna humilde.

Brent se quedó parado. No era eso lo que quería decir, sino que estaba comprometido con la señorita Rolfe, aunque de algún modo sin haber puesto fecha ni haber leído las amonestaciones, el compromiso parecía bastante irreal. Hasta no estar seguro de que ella quería que se supiera, no debía hablar de ello con nadie. Para él romper su compromiso sería un comportamiento poco caballeresco. Una mujer sí que podía hacerlo.

—Debo casarme sin escándalos.

—Por supuesto, pero ¿por qué me lo dice a mí? ¿Qué importa si ha comprometido o no a una institutriz?

No deseaba explicarle que su comportamiento con ella le importaba y mucho, y si de verdad se había aprovechado de ella, no podría evitar ser injusto con alguien: con ella o con la señorita Rolfe.

—Dígame qué ocurrió anoche —exigió.

—Que me abrazó y me besó, pero eso fue todo —contestó, quitándole importancia con un gesto de la mano—. Había bebido mucho y…

—Eso no explica por qué su cinturón estaba en mi cama.

Ella suspiró hondo.

—Es que le ayude a… acostarse.

—¿Y compartió usted mi cama?

—Por supuesto que no.

Volvió a cercarla.

—No me lo está contando todo.

—¡Está bien! Me pidió que me acostara con usted pero yo pretexté que tenía que apagar la vela. Al alejarme de la cama, tiró de mi cinturón. Sabía que había bebido mucho y que se quedaría dormido en un instante, pero creí que lo más prudente sería no intentar recuperar el cinturón. Esperé a estar segura de que estaba usted dormido y me marché.

Cerró los ojos y se maldijo. Menos mal que ella había tenido coraje por los dos.

—Como ve, no pasó nada —concluyó.

—Pasó demasiado —unas copas de coñac habían avivado la atracción que había despertado en él desde el primer instante—. No sé cómo disculparme.

Anna se sonrojó.

—Lo único que yo deseo saber es si sigo teniendo trabajo.

—Por supuesto que sí.

¿Acaso creía que iba a volver a desbaratar la vida de sus hijos? ¿O pensaba quizá que iba a castigarla a ella por su mal comportamiento?

Su postura se relajó, lo mismo que su expresión.

—En ese caso, no tenemos nada más que hablar. Me vuelvo con los niños.

—Espere —la detuvo, sujetándole un brazo—. No podemos fingir que no ha ocurrido nada.

—No podemos cambiarlo.

La soltó y dio un paso.

—Quizá lo mejor sea que me vuelva a Londres.

—¿Marcharse? —alzó la voz y su mirada fue una saeta—. ¿Y dejar a sus hijos? A mí no me utilice como excusa para desatenderlos. Si no desea ayudarlos, vuelva a los placeres de Londres. Olvídese de ellos como ya ha hecho antes…

—¡Basta! —volvió a plantarse delante de ella—. ¡Olvida usted con demasiada frecuencia cuál es su sitio!

Pero ella no se arredró.

—Anoche se lamentaba usted por el daño que su ausencia les ha hecho a sus hijos, y ahora está dispuesto a utilizar la más mínima excusa para volver a abandonarlos.

Se sentía atrapado por sus ojos azules, tan claros, tan valientes y sinceros, y antes de que se diera cuenta de lo que hacía, la tomó por los hombros y la acercó a él. Un recuerdo vago se despertó. Recordó haberla besado…

La soltó de inmediato como si quemara, aturdido por la facilidad con que su comportamiento adquiría tintes escandalosos.

—¿Ve, Anna… señorita Hill, lo fácilmente que puedo volver a comprometerla?

Los labios le temblaban. Desde que había entrado en la biblioteca había sido un manojo de nervios por dentro, y ahora su falsa valentía la estaba abandonando.

En su opinión, uno de sus mayores talentos era fingir calma y entereza cuando por dentro temblaba de miedo. Había trabajado esa habilidad por el bien de Charlotte, pero con el marqués necesitaba ponerla en práctica por su propio bien. Y había logrado hacerlo bastante bien hasta que él la tocó, acercándose tanto que podía sentir su respiración en las mejillas.

Lo había hecho tan bien que hasta se había atrevido a reprender al hombre que le daba trabajo. ¿Qué clase de locura era esa? Necesitaba aquel empleo. No tenía nada más.

Pero tenía que quedarse allí. Sus hijos lo necesitaban. Necesitaban saber que había alguien que los quería, alguien para quien su bienestar era importante. Alguien que, a diferencia de ella, no recibía dinero por quererlos.

Y no sentirse querido por nadie era la peor de las soledades.

Quizá por eso precisamente sus sentidos ansiaban sentir el contacto con el marqués, la razón por la que su cuerpo deseaba con tanta intensidad que la abrazara, el motivo por el que había estado tan cerca de compartir lecho con él. Anhelaba poder vivir la ilusión de que alguien la amaba. Para su madre había tenido muy poca importancia, ninguna para su padre y Charlotte parecía haberla olvidado.

El corazón se le desbocaba al mirarlo a los ojos. Hubiera podido querer decirle que lo que ella más deseaba era precisamente que la comprometiera, cualquier cosa con tal de no sentirse tan sola.

—Por eso necesito volver a Londres —murmuró él.

Anna se obligó a respirar hondo y a volver a mirarle a los ojos.

—No, milord. Debemos anteponer las necesidades de sus hijos frente a todo lo demás y comportarnos como es debido.

Su expresión reflejó dolor.

—Quiero quedarme. Quiero enmendar el daño del pasado y darles a mis hijos la vida que se merecen, pero…

—Entonces debe quedarse con ellos. Usted es perfectamente capaz de ejercer el control necesario sobre… sobre lo otro.

Él y ella, pensó.

—Tiene usted razón, señorita Hill. Me temo que suele tenerla —apretó los dientes—. Le prometo que un comportamiento tan impropio no volverá a repetirse. No haré nada que pueda suponer un escándalo para usted o para esta casa.

—Entonces, ¿se queda?

—Me quedo.

Dos semanas habían pasado ya desde su última conversación privada y lord Brentmore pasaba parte del día en compañía de sus hijos. Empezaba desayunando con ellos. Los montaba en su caballo. Incluso los ayudaba a cuidar de los guisantes y los rabanitos. Nunca les pedía nada. Nunca les alzaba la voz.

La estima en que lo tenía Anna creció, lo cual contribuía a que estar en su presencia le resultara cada vez más difícil. Afortunadamente no habían vuelto a estar solos más que unos segundos. Los niños, el servicio u otros trabajadores de la casa estaban siempre presentes o cerca. Pero lo que pasó entre ellos aquella noche no había desaparecido. Sus sentidos se ponían en alerta cada vez que él estaba cerca, y en más de una ocasión se descubría mirándolo. Y él a ella. Si sus miradas se cruzaban, enrojecía. Sabía que estaba respondiendo ante ella como un hombre responde ante una mujer. Todo en él la cautivaba. Su modo de montar, su voz profunda, su risa escasa.

Las noches eran lo peor. El marqués se había trasladado a una habitación cercana a la de los niños para poder estar más a mano si Cal volvía a tener alguna pesadilla, pero ese traslado significaba que también quedaba más cerca de la alcoba donde dormía Anna, o donde pretendía dormir. Todas las noches daba vueltas y más vueltas en la cama recordando cómo se había sentido entre sus brazos, o cómo era el contacto de sus labios.

La consideración en que lo tenía creció todavía más cuando el marqués dio otro paso aún más atrevido: se deshizo de todos los recordatorios visibles de su esposa.

El retrato de la marquesa fue embalado y subido al ático. Su increíble caballo blanco fue vendido. Sus pertenencias se retiraron del dormitorio y fueron guardadas, y la mayoría de su ropa se regaló.

Y lo más sorprendente de todo fue que se deshiciera del señor y la señora Tippen. Los indemnizó y los envió lejos, seguramente a la casa de la marquesa de donde provenían. La hermana del jardinero, la señora Willis, que ya había sido doncella en Brentmore, ocupó el puesto de ama de llaves y Wyatt, el lacayo, fue ascendido al puesto de mayordomo.

Un número sorprendente de cambios en tan poco tiempo.

Pero había algo que seguía inamovible: lord Cal continuaba sin hablar. A veces sonreía, eso sí, y abundaban más sus asentimientos de cabeza o sus gestos con las manos. Anna estaba muy animada.

Lord Brentmore ya no cenaba con los niños, sino que insistía en que fuese Anna quien cenara con él para que tuvieran tiempo de hablar y de organizar sus planes del día siguiente. Cenando juntos, con el servicio entrando y saliendo del comedor, disponían de un lugar seguro en el que hablar sin tentaciones. La mayor parte del tiempo hablaban de los niños, pero a veces y de un modo natural la conversación se desviaba hacia otros asuntos, sucesos de carácter social o político. Sus vidas personales.

Anna le contó un poco sobre su infancia en Lawton House. Lord Brentmore le habló de sus actividades durante la guerra. Había trabajado como espía, introduciéndose de incógnito en Francia para recibir mensajes de los informantes y pasarlos a quienes trabajaban contra Napoleón.

La cena se convirtió en el momento favorito del día para Anna, un tiempo en el que disfrutar de la camaradería que tanto había estado echando de menos desde que perdiera la compañía de Charlotte, aún más especial por contar con la presencia del marqués. Cuanto más compartía con ella, más llegaba a conocerlo y más difícil se le hacía resistirse a él.

Cuando ella abandonaba la mesa, lord Brentmore se quedaba siempre en el comedor. Si alguna vez decidiera presentarse en la puerta de su alcoba, sucumbiría sin dudarlo.

Aquella mañana no lo encontró en el desayuno cuando los niños y ella entraron. En la silla de Anna había un papel doblado.

—¿Qué dice? —preguntó Dory antes de que hubiera podido leerlo.

—Una dama no debe ser tan maleducada como para preguntar qué dice una carta que no le está dirigida a ella —la reprendió de buen humor. El espíritu de aquella criatura resultaba encantador en una niña de cinco años, pero pronto pasaría a ser considerado maleducado si no conseguía domesticarlo un poco—. Está dirigida a los tres, así que la leeré. Es de vuestro padre —leyó rápidamente—. No va a desayunar con nosotros, pero nos verá a mediodía y con una sorpresa.

—¡Una sorpresa! —los ojitos de la niña se encendieron.

Y los de su hermano, también.

—¿Y qué es? —inquirió Dory.

Anna se rio.

—Si nos lo dijera, ya no sería una sorpresa.

A mediodía un criado les dijo que lord Brentmore los aguardaba en los establos y que debían vestirse para montar.

—Papá nos va a llevar a caballo esta tarde —anticipó lady Dory en el camino a los establos—. Por eso ha querido que nos vistiéramos así. ¿Es esa la sorpresa, señorita Hill?

—No lo sé —Anna se volvió a su hermano—. ¿Tú crees que esa es la sorpresa?

Lord Brentmore y ella habían acordado aprovechar todas las oportunidades que se presentaran para invitarle a comunicarse.

El chiquillo se encogió de hombros, pero estaba claramente excitado por la espera. Anna sintió que el corazón se le llenaba. Cal anticipaba que algo bueno le iba a suceder.

En cuanto vieron los establos, los chiquillos echaron a correr.

—¡Despacio! —les pidió, pero no la escucharon.

Cuando llegó a las puertas del establo el señor Upsom estaba allí, intentando contener a los niños. Pero con una sonrisa en la cara.

—Milord ha dicho que se reúnan con él en el paddock.

Tomó las manos de los niños para contenerlos y echaron a andar hacia allí.

Lord Brentmore estaba de pie dentro, y en las manos tenías las riendas de un poni negro y otro marrón.

—¡Ponis! —gritó Dory, soltándose de su mano.

Cal salió corriendo tras ella y Anna creyó haberle oído gritar.

Los dos se encaramaron a la valla.

—Milord, ¿qué es lo que ha hecho?

Él le sonrió.

—He tenido una idea.

Entregó las riendas a un mozo del establo y se adelantó para detener la loca carrera de los niños.

—No tan deprisa. Antes una explicación.

—¿Podemos acariciarlos?

Dory no le estaba prestando atención sino que intentaba acercarse a los ponis.

—¡Lady Dory! —exclamó Anna en tono autoritario—. ¡Haz caso a tu padre de inmediato!

Su hermano la agarró por un brazo y le dijo algo al oído que la hizo quedarse quieta.

Lord Brentmore se agachó para ponerse a su altura.

—Estos ponis pueden llegar a ser vuestros, y podéis aprender a montarlos…

—¿Son nuestros? —exclamó Dory.

—Podrían llegar a serlo —corrigió su padre—, pero con una condición.

—¿Qué condición?

—Puedes acariciar al marrón mientras hablo antes con tu hermano, pero Samuel lo sujetará por las riendas.

La niña pareció dudar. No debía convencerle la idea de dejar solo a su hermano, pero acariciar a un poni era una tentación demasiado difícil de vencer. Se acercó al animal con cautela y al final le acarició el cuello.

Lord Brentmore tomó las riendas del poni negro y se lo acercó a Cal. Luego se agachó delante del niño.

—¿Te gusta este poni, Cal? ¿Te gustaría que fuese tuyo y poder montarlo?

Cal asintió con entusiasmo.

—Cuando yo era niño, me enseñaron que debía ganarme las cosas que quería trabajando, así que tengo una tarea que quiero que hagas.

Cal lo miró con cierta desconfianza.

Su padre continuó.

—Ya es hora de que te acostumbres a hablar…

—Pero si Cal habla —intervino Dory.

—¡Dory! —la regañó Anna.

Su padre se volvió hacia ella.

—La tarea que tú debes cumplir, Dory, es la de dejar de hablar por tu hermano. Ahora te lo explico —y volvió a mirar a su hijo—. No te preocupes. Puedes acostumbrarte a volver a hablar poco a poco, pero debo ver que lo intentas. ¿Me comprendes, hijo?

El niño volvió a asentir, muy serio.

—Si me das tu palabra de que practicarás para volver a hablar, este poni será tuyo. Podrás ponerle nombre y yo te enseñaré a montarlo —lord Brentmore miraba a su hijo a los ojos—. Pero debes darme tu palabra. Un caballero siempre es fiel a la palabra dada. ¿Podrás hacerlo? ¿Quieres hacerlo?

Cal asintió.

—¿Me das tu palabra?

Volvió a asentir.

—No —bajó la voz—. Para dar su palabra, un caballero debe decirlo de viva voz. Es la regla. ¿Me das tu palabra?

Anna contuvo el aliento.

Con un hilillo de voz oyó susurrar a lord Cal:

—Sí.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Lord Brentmore intercambió una mirada con ella y sintió que compartía su misma emoción. Su plan podía funcionar. Lord Cal volvería a hablar.

Más tarde, cuando todos volvían de los establos hacia la casa, los chiquillos echaron a correr y se adelantaron.

—¿Ha visto lo que ha hecho Cal? —le dijo a lord Brentmore—. ¡Ha hablado con el poni! Es una maravilla, milord. ¿De dónde sacó la idea?

Él parecía complacido por el cumplido.

—Pensé en lo que más me gustaba a mí a su edad.

—¿Y tuvo su poni?

—No. Mi abuelo irlandés apenas podía poner comida en la mesa todos los días. Pero habría hecho cualquier cosa por tenerlo.

El día del poni fue solo el primero de otros muchos días espléndidos. El verano estaba resultando mucho más fresco que cualquier otro, pero los niños pasaban mucho tiempo al aire libre aprendiendo a montar, dando paseos, trabajando en la huerta donde recogieron su primera cosecha de rabanitos y colocaron soportes para las matas de guisantes.

Montar se convirtió en su actividad favorita y aprendieron pronto, gracias también a que su padre había elegido dos animales tranquilos y muy tolerantes. Lord Brentmore buscó en sus establos un animal adecuado para Anna, y de vez en cuando salían a montar los tres y exploraban los vastos dominios del marqués. A veces lord Brentmore se llevaba a Cal a dar largos paseos a caballo mientras que Anna y Dory jugaban a servir el té o a coser vestidos para las muñecas.

Lord Cal empezó a hablar de nuevo, poco a poco, aunque siempre si le preguntaban algo y con las menos palabras posibles. Pero el chiquillo se esforzaba y Anna estaba convencida de que era porque su padre había hecho de su casa un lugar donde el niño se sentía cómodo.

Era como si todo Brentmore Hall hubiera cambiado: los paneles de las paredes no parecían tan oscuros y las doncellas podían canturrear mientras trabajaban. Incluso los lacayos y los demás trabajadores de la casa parecían ir contentos al trabajo.

Era como si alguien hubiera preparado un cubo y con un buen fregado hubiera desaparecido la tristeza que antes lo empañaba todo.

El mérito era de lord Brentmore, que había logrado que aquel verano fuese tan idílico como ningún otro que Anna hubiera vivido. La pena de verse fuera de la casa que siempre había sido la suya y lejos de las personas que le importaban se fue desvaneciendo con la felicidad de aquel verano sin presiones, con la compañía de un hombre al que valoraba enormemente y con unos niños que había llegado a querer como si fueran propios.

Aún tenía que luchar por contener la excitación que se despertaba en su interior cada vez que Brentmore estaba ceca, y seguramente él también habría conseguido dominar la atracción que en algún momento pudo sentir por ella. Se comportaba siempre como un perfecto caballero, cordial incluso, como si fuese más un amigo que su jefe.

Y al caer la noche se dirigía siempre directo a su dormitorio.

Aquella mañana prometía ser igualmente hermosa y soleada. Lord Brentmore, los niños y ella estaban sentados a la mesa desayunando, animando a Cal a que hablase para participar en la organización de los planes del día.

—¿Qué te gustaría hacer hoy? —preguntó lord Brentmore.

Cal dudó, como siempre, antes de hablar.

—Montar.

—¿Podemos ir al pueblo? —intervino Dory—. Nos gustaría ir —dijo, e inmediatamente se llevó la mano a la boca—. A mí me gustaría ir.

Anna alzó un dedo.

—Lady Dory, tu padre estaba hablando con tu hermano. Espera a que se dirijan a ti.

—Sí, señorita Hill —respondió la niña, bajando la cabeza.

Lord Brentmore volvió a mirar a su hijo.

—¿Adónde te gustaría ir,Cal?

Cal miró primero a su hermana y luego a su padre.

—Al pueblo —respondió con cara de picardía.

Sin duda los hermanos habían hablado entre ellos antes.

—Tu hermana aún no está lista para ir montando al pueblo. Hay demasiada conmoción, demasiada gente y carros. Tenemos que elegir otro sitio a donde ir, u otro modo de ir al pueblo. ¿Qué me dices?

Cal lo pensó un instante.

—¿Los dos? —preguntó, esperanzado.

Su padre se rio.

—Podría ser —y se volvió a Anna—. ¿Qué le parece, señorita Hill?

—Si se me permite, yo perdonaría la excursión a caballo —respondió. Con tanta actividad no le quedaba tiempo para ocuparse de organizar las habitaciones de los niños, remendar su ropa y planear las lecciones—. Pero una salida al pueblo…

El mayordomo entró en la habitación.

—El periódico y el correo, milord.

Lord Brentmore lo recogió todo de la bandeja.

—Gracias, Wyatt.

Dejó el periódico a un lado y revisó el correo. Abrió un sobre.

Una carta cayó de él y la recogió.

—Es para usted, señorita Hill. Ha debido ser remitida a Londres por error.

—¿Para mí?

¿Quién podía escribirle aparte de Charlotte? Y ella no podía ser porque sabía de sobra que no estaba en Londres.

—Viene de Lawton House.

—¿De Lawton? —preguntó al tomarla en la mano. Su ansiedad creció.

Rompió el lacre, y sintió cómo la sangre le abandonaba las mejillas al leerla.

—¿Qué ocurre? —preguntó lord Brentmore, preocupado.

Los niños estaba inmóviles.

—Es… es del ama de llaves de Lawton. Mi… mi madre está muy enferma. Muy grave —fiebre y enfermedad pulmonar, le decían—. Hace días que enviaron la carta —añadió, y se la ofreció para que la leyera.

—Tiene que acudir a su lado.

Ella negó con la cabeza.

—¿Cómo voy a marcharme? Los niños, mis obligaciones en la casa…

El levantó la mirada.

—Debe irse —y mirando a los niños, añadió—: Nos las arreglaremos sin la señorita Hill, ¿verdad?

Cal los miraba a los dos con los ojos muy abiertos.

—¡No! —exclamó Dory, asustada—. ¡No quiero que la señorita Hill nos deje!

—Vamos, vamos, hija. No debemos ser egoístas. La madre de la señorita Hill está enferma y debe atenderla —su tono era tranquilizador—. Además, la señorita Hill estará fuera solo unos días, hasta que su madre se recupere.

Dory pestañeó.

—Entonces, ¿volverá?

Anna dejó su silla para tomar en brazos a la niña.

—Por supuesto que volveré, mi niña. No temas.

—¿Quiere salir hoy mismo?

—No creo que pueda —besó a Dory en la mejilla y volvió a sentarla—. Tengo que hacer preparativos. Desconozco el horario de los coches y…

—Tonterías. No tiene por qué viajar en un coche público, teniendo yo un montón de coches que ofrecerle. Déjeme a mí esos preparativos. Si desea estar en Lawton antes de que anochezca, puede hacerse.

La garganta se le cerró.

—¿Cómo voy a poder agradecérselo?

Él la miró a los ojos.

—Es lo menos que puedo hacer, cuando soy yo el que está en deuda con usted.

E-Pack Escándalos - abril 2020

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