Читать книгу E-Pack Escándalos - abril 2020 - Varias Autoras - Страница 14
Nueve
ОглавлениеAnna pasó la noche al abrigo del calor de lord Brentmore. Cuando amaneció y el sol inundó el aire de luz, la taberna comenzó a vaciarse de viajeros, pero ellos continuaron donde estaban de mutuo y silencioso acuerdo, como si ninguno quisiera volver a la vieja rutina, a su identidad de siempre.
Mientras desayunaban sin prisas, Anna buscó en el rostro del marqués algún indicio de que tuviera presente las palabras que le había dicho la noche anterior. Solo de recordarlas le ardían las mejillas.
El dolor y la desesperación habían hablado por sus labios, aunque por otro lado era una realidad que debía aceptar en su fuero interno: era hija de su madre, una mujer deseosa de disfrutar del placer carnal.
Si al menos hubiera podido hablar con ella de esas ansias, descubrir por qué había decidido seguir tanto tiempo con su relación con lord Lawton y por qué le había ocultado la verdad a su hija…
El dolor acechaba e intentó con todas sus fuerzas rechazarlo. Era más afortunada que muchas otras mujeres. Tenía trabajo, una hermosa casa en la que vivir, educación, libros… la biblioteca de Brentmore estaba llena de libros.
Miró al hombre que tenía sentado frente a ella. Y tenía un amigo en lord Brentmore, aunque cuando llegaran de vuelta a casa y a su vieja rutina esa amistad quedaría enterrada como el deseo que sentía por él.
Fingió comer con apetito y se obligó a hablar del viaje que los esperaba.
Las lágrimas se habían acabado. Nada de sentir lástima de sí misma. Su madre había fallecido, y su vida era lo que era.
Su consuelo debían ser los niños mientras la necesitaran.
—¿Está preparada para salir? —le preguntó lord Brentmore cuando se acabaron el desayuno.
Ella asintió.
Tardaron unos minutos en volver a subir a la silla y ponerse en camino.
Anna mantuvo la conversación en asuntos relacionados con los niños, con sus necesidades y actividades, con el modo en que podían hacer que su vida fuese segura y feliz.
A primera hora de la tarde llegaron a la posada donde el tiro de caballos de lord Brentmore aguardaba. Una vez enganchados, acometieron la última etapa del viaje. No tardaron mucho en llegar a los límites de las tierras del marqués. Cuando la casa apareció ante ellos, Anna suspiró aliviada.
—Dios, cómo detesto este lugar —dijo él al mismo tiempo.
—¿Por qué? Es donde viven sus hijos.
Él asintió.
—También es donde viven mis recuerdos más amargos.
Ella respiró hondo.
—No piense en el pasado. Solo en el futuro. Solo en lo que nos espera por delante.
Él le puso una mano sobre la suya y su expresión se entristeció.
Cuando llegaron al arco de la entrada, lord Brentmore detuvo los caballos.
—¿Por qué nos detenemos?
Él se volvió a mirarla.
—Para despedirnos.
—¿Se baja aquí?
Una media sonrisa iluminó su cara.
—No, pero Egan Byrne se despide aquí.
E inclinándose la besó en la mejilla.
Anna se volvió a él y le ofreció los labios, temblando de ganas de volver a sentir su sabor.
Brent la besó en la boca, pero sus cuerpos no se rozaron por temor a que la pasión se desbordara.
Cuando se separó, Anna respiró hondo.
—Vuelta a ser el marqués y la institutriz —dijo, entrelazando las manos.
Él la besó una vez más en la mejilla pero no dijo nada, movió las riendas y los animales se pusieron en marcha.
A medida que se acercaban a la casa, el dolor de Anna iba creciendo. Acababa de sufrir otra pérdida: la de un amigo llamado Egan Byrne.
Cuando se pararon ante la puerta, dos lacayos abrieron y salieron a recibirlos. Cal y Dory no tardaron en aparecer a todo correr.
Dory saltó a los brazos de su padre.
—¡Papá, estás en casa!
Él dudó un instante antes de devolverle el abrazo a su hija. Cal se había detenido a poca distancia, como si la timidez le hubiera clavado allí.
—¡Señorita Hill! —exclamó entonces Dory, inclinándose hacia ella.
Lord Brentmore le entregó a la niña y Anna la abrazó haciéndole mil carantoñas mientras el marqués se acercaba a su hijo y lo abrazaba con fuerza.
—Mi niño… te he echado de menos.
Cal se colgó de su cuello.
—Yo también —musitó.
Su padre lo apretó contra el pecho.
—Cal ha hablado con Eppy y con Wyatt mientras no estabais —informó Dory.
—¡Estupendo! —exclamó Anna. Los había echado mucho de menos—. ¿Y qué trastadas habéis hecho mientras hemos estado fuera?
Dory se rio.
—Ninguna.
Su hermano sonrió.
—¡Cal le puso un sapo a Eppy en el bolsillo! —le dijo al oído la niña.
—¡Será malvado!
Qué maravilloso cambio…
—¡Pero no se lo digas a papá!
Anna dejó a Dory en el suelo y abrazó a Cal.
—Así que te gusta gastar bromas, ¿eh?
Uno de los lacayos sacó del coche su maleta y la cesta y el otro se ocupó de llevar la silla a los establos.
—Entremos —dijo lord Brentmore.
Dory alzó los brazos para que la subiera y Anna tomó la mano de Cal.
Al entrar, el chiquillo le hizo un gesto para que se agachara. Le costó un par de intentos, pero consiguió decir:
—¿Está mejor tu madre?
El dolor le cerró la garganta.
—No, lord Cal. Estaba demasiado enferma. Ha muerto.
La expresión del niño se volvió solemne.
—Mi madre también.
Anna se agachó y le abrazó con lágrimas en los ojos.
—Lo sé.
Fueron pasando los días y volvieron a las antiguas rutinas. Los niños mejoraban cada día. Cal hablaba cada vez más y Dory se mostraba más tranquila y menos vigilante y protectora de su hermano. Su anterior confinamiento les hacía desear constantemente nuevas experiencias. No había nada que no se atrevieran a probar y absorbían información como esponjas.
Pero para Anna la vuelta a su antigua vida le estaba resultando difícil. Durante el día se sentía muchas veces como fuera de sí misma, viéndose actuar, oyéndose hablar. Renunciaba con más asiduidad a salir a montar con los niños y lord Brentmore, y a su vez él pasaba más tiempo ocupándose de la correspondencia y el estado de sus asuntos.
Por las tardes seguían cenando juntos y hablaban de los niños, pero siempre había tensión entre ellos fruto de lo que no se decían.
Anna intentaba convencerse de que todo iba como debía, que pronto volvería a ser feliz como antes, pero cuando la inquietud se adueñaba de ella le era tan insoportable como el dolor. Dormir era casi imposible, y cuando por fin caía presa del agotamiento soñaba con que corría y corría hasta llegar al mar.
Tal y como él le había contado que hacía de niño en Irlanda.
Los recuerdos felices que él le había anticipado que llegarían no aparecían, y el deseo que le inspiraba no cedía. Había veces en que temía volverse loca si no la tocaba. Si en alguna ocasión lo hacía, sentía su contacto en todo el cuerpo. Con eso bastaba para perder la cabeza.
Quizá fuese a ella a quien debieran encerrar en el centro de salud mental del que hablaba el doctor Store.
Pasaba por sana, y nadie se daba cuenta de su lucha. Podía dar lecciones a los niños mientras su mente viajaba hasta Lawton o la biblioteca de la planta baja donde lord Brenton escribía sus cartas. Podía conversar durante la cena sobre los niños, compartir anécdotas suyas, hacer planes para ellos mientras pensaba en las comidas que el marqués y ella habían compartido en la posada. Podía desearle buenas noches y aducir que tenía sueño para retirarse a su habitación cuando sabía que iba a pasarse horas mirando el techo.
Aquella noche todos sus pensamientos se centraban en el futuro y no podía contemplar más que soledad y pérdida. Él no se quedaría en Brentmore Hall para siempre, sino que acabaría volviendo a Londres a ocupar el lugar que le correspondía en la sociedad. Sus visitas se volverían más breves, menos frecuentes. Se quedaría sola.
Se levantó de la cama y comenzó a pasearse de un lado al otro con la esperanza de cansarse.
No lo consiguió.
Tenía que acostumbrarse a pensar en él como la persona que le daba trabajo, nada más. Tenía que distraerse, llenar su cabeza de cosas que no fueran su sonrisa, su forma de moverse, el contacto de sus labios.
¡Qué ridículo! De mal humor se llevó una vela y salió de la habitación, sin molestarse en calzarse las zapatillas o en ponerse la bata, y descalza bajó las escaleras y fue a la biblioteca. Los libros habían llenado su imaginación de niña; quizá volvieran a hacerlo ahora.
Quería uno que tratase sobre algún lugar lejano donde la gente como ella llevaba una vida completamente distinta a la suya. Quizá estuviera Los viajes del capitán Cook, que le haría pasar un buen rato.
Pero no. Tenía una idea mejor. Lo que quería era dormir, ¿no? Una copa del coñac de lord Brentmore la ayudaría. Seguro que no le importara que le faltase una copa. Puede que ni siquiera se diera cuenta.
En algún lugar de la casa un reloj dio las dos y el sonido le hizo dar un respingo. La puerta de la biblioteca estaba entreabierta y las ascuas de la chimenea aún ardían.
Atravesó la habitación rápidamente y dejó la palmatoria sobre el armario en el que sabía que se guardaba el coñac, abrió la puerta y sacó una botella y un vaso, que llenó hasta arriba y vació de un trago. Tanto quemaba el licor que casi se atragantó.
—¿Anna?
La voz provenía del sofá que había frente al fuego. Era la voz de lord Brentmore.
El vaso a punto estuvo de caérsele de la mano.
Se incorporó. Estaba en mangas de camisa. La corbata, el chaleco y la chaqueta abandonados en una silla.
—¿Qué hace aquí?
No tenía sentido mentir. La había pillado con las manos en la masa.
—Beber coñac. No podía dormir y se me ocurrió que el coñac podría ayudarme.
Y que el amo la pillara robando licor podía ser motivo de despido fulminante.
Él se frotó la cara.
—El alcohol nunca ayuda —respondió, mirándola—. Creía que estaba cansada hoy.
Cansada no, agotada.
—Y lo estaba. Lo sigo estando. Pero no puedo dormir.
—Y yo me he quedado dormido en el sofá —se quejó—. Somos como la portada y la contraportada de un mismo libro.
Una buena comparación. Juntos mantenían cada cosa en su sitio, pero nunca iban a encontrarse. Ni a tocarse.
—Sé… sé que parece que estoy robando, pero es que… estaba desesperada.
Él hizo un gesto de la mano como quitándole importancia al hecho y se levantó.
—Lo que yo tengo está a su disposición —se acercó a ella—, pero ¿qué es lo que le pasa?
—Nada. Que no puedo dormir.
—No es propio de usted —le puso la mano en la frente—. No tiene fiebre.
Ahora sí que la tenía. Su contacto la inflamaba.
La miró de arriba abajo y bajó la mano hasta su hombro.
—¿Qué es lo que no la deja dormir?
Sentir el calor de su mano y de su mirada la estaba derritiendo como cera caliente.
—Yo… no lo sé.
—¿No lo sabe, o no quiere decírmelo? —le pasó un brazo por los hombros—. Venga, siéntese conmigo y cuéntemelo. Piense que soy Egan Byrne. Dígame qué es lo que le impide dormir.
La hizo sentarse en el sofá y la recostó contra él. El calor de su cuerpo traspasaba sin dificultad el fino tejido de su camisa y el de su camisón. ¿Cómo sería su piel bajo aquella tela?
—Hábleme, Anna —la animó.
¿Qué podía decirle que resultase creíble? No podía decirle la verdad.
—Es que… por la noche los pensamientos me asaltan y me consumen… sobre mi madre, sobre Lawton. Sobre el hecho de que estoy sola ahora.
Pensaba en esas cosas y en muchas más.
Él la apretó contra sí.
—No está sola, Anna.
Sus palabras y sus brazos pretendían consolarla, pero eran una auténtica tortura. Deseaba más.
—Podría despedirme por haberme tomado un poco de su coñac —le dijo, separándose de él—. Así de precaria es mi existencia. ¿Qué sería de mí entonces? No tengo dónde ir, ni nadie que me ayude.
—No pienso despedirla ni negarle mi coñac —su expresión era sincera—. Aquí está segura, Anna. Todos la queremos.
Se apartó un mechón de pelo de la cara.
—No pretendo quejarme, ni compadecerme de mí misma. No me haga caso, se lo ruego.
Intentó levantarse, pero él la sujetó por una mano.
—Anna —le dijo, acariciándole el brazo—. ¿Qué puedo hacer para que deje de preocuparse?
—Nada, milord —contestó, intentando no perder la compostura—. Entra dentro de las obligaciones de una institutriz preocuparse.
—Sabe usted bien que en esta casa es mucho más que una institutriz—, le respondió, mirándola a los ojos.
Su boca estaba peligrosamente cerca. Su cuerpo desprendía calor y fuerza, y su olor le llegaba sin adulterar, tan masculino, tan agradable, tan único.
—Yo… tengo que irme —le dijo, y soltándose de su mano salió corriendo de la biblioteca.