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Once

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A la mañana siguiente, después de desayunar, Brent se llevó a Anna y a los niños al Arca de Noé, la tienda de juguetes del señor Hamley en High Holborne Street.

Cuando entraron, Dory exclamó:

—¡No había visto nada así en mi vida!

¿Quién podría culparla? Aquella tienda era el paraíso de los niños. Del techo al suelo, las paredes estaban llenas de juguetees. Toda una pared honraba el nombre de la tienda con infinitas variedades del Arca de Noé. Otra estaba llena de muñecas. Otra, de peonzas y balones, y la última con juguetes de exterior.

Cal no decía nada pero miraba con los ojos tan abiertos como su hermana. Ni siquiera Brent había podido permanecer inmune. Recordaba lo bien que se lo había pasado jugando con las canicas de arcilla que le hacía su daideó.

¿Dónde andarían? Las había escondido para que el marqués no se las encontrara y había conseguido traérselas a Inglaterra con él, pero a lo largo del tiempo les había perdido la pista.

Miró entonces a Anna, pero su expresión era indescifrable. ¿Estaría pensando en los juguetes de su infancia también? Sin duda lord y lady Lawton habrían obsequiado a su hija con muñecas, juegos de té y toda clase de juguetes que las niñas desearan, pero también era posible que hubiera jugado siempre con juguetes que nunca eran suyos.

Anna acompañaba a Dory mientras recorrían las estanterías de las muñecas, más de las que la niña podía contar.

Algunas eran de madera pintada, otras de cera, tan reales que parecían capaces de pedir comida de un momento a otro. En el suelo había una enorme casa de muñecas, con su mobiliario en miniatura tan detallado que podías imaginarte viviendo allí a todo confort, siempre que pudieras encoger, claro. Anna se agachó con la niña y hablaron de la familia: padre y madre en el salón y los niños en sus habitaciones con la institutriz.

Brent se acercó a ellas.

—¿Te gustaría tener una casa de muñecas, Dory?

La niña suspiró.

—¡Ya lo creo!

—¿Se la compro? —le preguntó a Anna—. ¿Le parece adecuada?

—Se ha enamorado de ella.

Se la compraría aunque solo fuera porque ella lo aprobaba.

—¡Por favor! —alzó la voz para que el comerciante los atendiera.

Un caballero que estaba atendiendo a una señora hizo un gesto a un ayudante para que ocupase su lugar.

—¿En qué puedo ayudarle, milord?

Siempre le había sorprendido a Brent cómo los comerciantes eran capaces de saber quién tenía título y quién no.

—Quiero la casa de muñecas y todo lo que hay en ella, embalado y entregado en mi casa esta tarde, si es posible.

La cara del comerciante se iluminó.

—¡Será un placer! —su expresión se volvió codiciosa—. Hay más colecciones que pueden acompañar a la casa. ¿Les gustaría verlas?

—¿Qué son? —preguntó Dory.

—Sirvientes, un perro y un gato…

La niña miró a su padre y le pareció ver en ella la viva imagen de su madre.

Su alegría se resintió.

—Inclúyalo todo —dijo, volviéndose para que Dory y Anna no pudieran ver su cambio de humor.

Se volvió hacia Cal, que parecía estaqueado en el sitio, contemplándolo todo. El chiquillo no había visto nunca algo así, lo mismo que él.

—¿Y tú, Cal? —le preguntó, poniéndole una mano en el hombro—. ¿Qué tiene para mi hijo?

—Bueno… —el hombre se frotaba las manos entusiasmado—. Acabamos de recibir unos soldados de plomo hechos en Francia por Mignot. Los mejores que he visto nunca. Llevan los uniformes de Waterloo, milord.

Brent y Cal temblaban de entusiasmo.

—Veámoslo.

—Están aún por desembalar, milord. Aguarden un momento.

Brentmore miró a su hijo.

—¿Quieres ver los soldados de Waterloo, Cal?

El chiquillo asintió, y el padre se agachó delante de él.

—¿Quieres decírmelo a mí al oído? —le pidió.

—S… sí.

Brent le apretó el hombro y miró a Anna, que los estaba observando.

En otro tiempo le habría dedicado una sonrisa.

—¿Qué más compramos? —le preguntó a ella.

Anna miró a su alrededor.

—Rompecabezas, peonzas…

—Elija lo que le parezca mejor.

Brent estaba dispuesto a comprar lo que le gustara costase lo que costase.

La señora a la que estaba atendiendo el otro dependiente acabó sus compras y se marchó. Ellos eran los únicos clientes que quedaban.

El dependiente se acercó también.

—¿Puedo ayudarle, señor?

—¿Podemos ver aquel arca de Noé, por favor? —preguntó Anna, señalando el arca más grande que había en una de las estanterías.

—Es de excelente calidad. La pintura y la madera son magníficas.

El arca había sido diseñada para que pudiera contener en su interior las parejas de animales del juego, unos cincuenta. También estaban Noé y su esposa.

Dory se acercó.

—¡Fíjate! ¡Es increíble!

El dueño del establecimiento salió de la trastienda.

—Aquí está parte del conjunto, milord.

Dejó una caja sobre el mostrador y sacó de ella una réplica de un soldado francés y de un dragón británico. Cal lo tocó con un solo dedo.

—Están muy bien hechos. Parecen reales —comentó su padre.

—¿Estuvo usted en la batalla, milord? —preguntó el tendero.

Brent le devolvió el soldadito.

—No como soldado.

Entonces trabajaba clandestinamente recopilando información para enviársela a Wellington.

—¿Quieres que lo compremos, hijo?

—Sí —el chiquillo respondió sin dudar—. Gra… gracias.

—Envíenmelo junto con la casa de muñecas —le dijo al tendero.

Luego añadieron un juego de mikado, dominó, bádminton, rompecabezas, peonzas, bolos y canicas, pequeñas piedras preciosas comparadas con las que Brent tanto había jugado.

El dueño de la tienda parecía estar en éxtasis cuando hizo el total de lo adquirido.

Dory le tiró de la chaqueta.

—Papá, ¿podrías comprarme una muñeca?

La forma en que se lo había pedido le hizo parecer, aunque aquella sola vez, distinta a su madre.

—Pues claro que sí.

Anna se acercó a la estantería con la niña para que eligiera, y sorprendentemente no escogió una de aquellas preciosidades de porcelana o de cera, sino una sencilla muñeca de madera, con el pelo pintado de amarillo, los ojos azules y un vestido muy simple con un delantal.

—¿No te gustaría más una de las otras? —le preguntó su padre.

Dory negó con la cabeza.

—Esta muñeca me necesita —contestó, mirándolo—. Por favor, papá, quiero esta.

Él asintió sin saber qué decir. A lo mejor no se parecía tanto a Eunice como él creía.

Cal se acercó a su padre con una espada de juguete y le preguntó como su hermana:

—Papá, ¿puedo…?

La voz de Brent se cargó de emoción.

—Sí, Cal. Claro que puedes. ¿Qué más necesitamos?

—¿Bloques? —preguntó su hijo, mirándolo.

El ayudante añadió una caja de bloques a la pila de compras y Brent les pidió que lo llevaran todo a Cavendish Sqaure aquella misma tarde. Dejó que Cal se llevara su espada de juguete y que Dory no se separara de su muñeca.

Anna lo miró y Brent se preguntó si pensaría lo mismo que él: que sus hijos se merecían aquella indulgencia. Habían estado casi tan privados de todo como él hasta que ella llegó a sus vidas.

—¿Le parece bien? —le preguntó.

Su mirada era cálida.

—Muy bien.

Brent volvió a sentir esa atracción erótica que siempre estaba presente entre ellos, aun hallándose en una juguetería. Dios todopoderoso, necesitaba más distracciones.

Cuando salieron de la tienda y montaron en el coche, le pidió al cochero que los llevara a Berkeley Square.

—¿Os apetece tomar un helado? Yo siento una repentina necesidad de tomar algo dulce.

Cal lo miró sorprendido y Dory preguntó:

—¿Qué son helados?

¿Aquellos niños nunca habían probado los helados? El peso de la culpa volvió a agobiarle.

—Son unos dulces fríos que están deliciosos —explicó Anna.

Gunter’s Confectionery, en Berkeley Square, era uno de los pocos lugares a los que un caballero podía acompañar sin faltar al decoro a una mujer soltera, de modo que un marqués, sus hijos y su institutriz no llamarían la atención de nadie.

Brent le pidió al cochero que los recogiera en media hora. Dory se llevó a su muñeca y Cal su espada, tras prometer ambos que no molestarían a nadie.

En cuanto abrieron la puerta del establecimiento, un olor a azúcar, especias y fruta los envolvió. En los mostradores de la tienda había toda clase de mazapanes en forma de fruta.

—¡Mirad! —exclamó Dory, viendo aquellas cajas—. ¿qué son?

—Dulces —exlicó Anna.

Dory miró a su padre.

—¿Podemos comprar una? ¡Son tan bonitos!

—Sí que podemos, pero son golosinas especiales que no se pueden comer a todas horas.

La niña asintió.

Brent miró a Anna y se preguntó si ella también habría tomado golosinas como aquellas. ¿La habrían favorecido los Lawton como a su hija, o se habría visto obligada a ver cómo su hermanastra se los comía sola?

Pidió helado de pistacho para todos y una caja de mazapán.

Mientras los niños examinaban todas las cajas que había expuestas, Brent se inclinó hacia ella para decirle:

—Me duele ver cuántas cosas se han perdido, y me gustaría compensarles por todo ello de inmediato.

Ella lo miró y en sus hermosos ojos azules había comprensión.

—Lo está usted haciendo muy bien, milord.

Y le tocó el brazo. No fue más que un breve contacto, pero le llegó muy adentro.

Cuánto desearía poder borrar también todo su sufrimiento, pero él mismo era causa de parte de la tristeza que le envolvía como un manto.

El camarero de Gunter’s se inclinó y le ofreció la caja de dulces.

—Si milord lo desea, pueden esperar en la plaza y yo les serviré los helados en cuanto estén listos.

Anna tomó la caja.

—Yo la llevaré, milord.

Brent llamó a los niños.

—Venid. Esperaremos fuera.

Iban a salir cuando la puerta se abrió y entraron dos personas con las que Brent no habría deseado encontrarse aún: su primo y la señorita Rolfe.

—¡Brent! —su primo le sonrió sorprendido—. ¡Estás aquí!

—Llegamos anoche.

Tenía intención de enviar un billete a Meter y a lord Rolfe aquella misma tarde—. Buenos días, señorita Rolfe.

—Buenos días, lord Brentmore.

Parecía reticente, lo cual no era de extrañar. Se había marchado de buenas a primeras y le había cargado a su primo la tarea de disculparse por él.

Meter se agachó.

—¡No irás a decirme que estos niños son Calmount y Dorotea! ¡Pero si están muy mayores!

Dory parecía dispuesta a aceptar la atención de aquella persona desconocida, pero Cal dio un paso atrás.

—Sí —contestó Brent, aliviado de poder desviar la atención de la señorita Rolfe—. Niños, este señor es mi primo, que os vio por última vez cuando erais bebés.

—¡En su bautizo! Añadió Meter, sonriendo.

¿Por qué no le habría hablado a Anna de la señorita Rolfe?

Sabía por qué: porque cuando estaba con Anna, le gustaba imaginarse que la señorita Rolfe no existía, que no tenía ningún compromiso.

—Niños, decid «¿cómo está usted?» —les dijo Anna.

A Brent se le estaba revolviendo el estómago.

Dory hizo una pequeña reverencia y repitió como un lorito:

—¿Cómo está usted?

Cal inclinó la cabeza pero no dijo una palabra. Parecía haber percibido la incomodidad de su padre, al que no le quedó más remedio que seguir con las presentaciones:

—Peter, señorita Rolfe, les presento a la señorita Hill, la institutriz de los niños —y, volviéndose hacia Anna, añadió—: él es mi primo, el señor Caine, y la señorita Rolfe… —hizo una pausa—, es mi prometida.

Anna sintió que le faltaba el aire para respirar y que sus músculos actuaban por cuenta propia. Aun así se obligó a saludar.

—Encantada, señor Cain. Señorita Rolfe —y volviéndose a los niños, añadió—: Venid, vamos a la plaza. Dejemos charlar a vuestro padre.

Los niños no dudaron en acompañarla, y confió en que aquellas personas no se hubieran dado cuenta de su necesidad de escapar.

Se sentaron en un banco frente a la tienda.

—¿Qué es una prometida? —preguntó Dory, apretando su muñeca contra el pecho.

Anna no quiso explicarles que su padre pretendía volver a casarse.

—Ah, una amiga especial. Seguro que vuestro padre os lo explica mejor.

Cal la miró sin pestañear, casi como si comprendiera su sufrimiento.

—¿Qué os parece si echamos un vistazo a la caja por ver qué dulces nos ha empaquetado el dependiente? —les preguntó, tirando de una de las cintas que la cerraban.

Por supuesto que el marqués debía volver a casarse. Los viudos solían hacerlo, sobre todo si tenían título y tenían solo un hijo al que legárselo. Además, no tenía por qué darle explicaciones a ella sobre su vida privada. Al fin y al cabo no era más que la institutriz.

Pero ¿no podía haberle hablado de su prometida antes de que ella le revelase lo que ocultaba su corazón y su deseo?

Levantó la mirada y le vio cruzar la calle. El dependiente con los helados, su primo y su prometida lo seguían. Brent la miró directamente a ella.

Anna cerró la caja y volvió a hacer la lazada.

—Vuestro padre viene con los helados.

—Ahora ya no me apetece —dijo Dory.

—Lady Dory, tu padre ha sido muy generoso hoy y nosotros vamos a ser muy educados y a comernos todo lo que nos ofrezca. ¿Estamos de acuerdo?

Los dos asintieron.

La mirada de lord Brentmore siguió clavada en ella hasta que estuvo a un par de metros de ellos y se obligó a sonreír en beneficio de los niños.

—Aquí están vuestros helados.

Los niños dejaron los juguetes en el banco y aceptaron los helados.

—¡Está delicioso! —exclamó Dory tras probar el primer bocado, pero aquella exclamación tenía algo de exagerada.

Cal asintió.

La señorita Rolfe y el señor Caine se unieron a ellos, tomando cada uno un helado de los que el camarero llevaba en la bandeja.

Anna se levantó.

—La señorita Rolfe puede sentarse aquí —le dijo en voz baja a lord Brentmore.

—Anna…

Pero no le dio oportunidad de decir nada más porque se colocó detrás del banco, junto a un árbol, y la señorita Rolfe ocupó su lugar.

Un lugar que verdaderamente nunca había sido suyo.

Le pareció toda una eternidad el tiempo que el coche tardaba en volver. Dejó que el marqués animara a los niños a subir tras despedirse y se unió a ellos cuando los chiquillos ya estaban en el coche.

El marqués le ofreció su mano para ayudarla y ella no lo miró.

E-Pack Escándalos - abril 2020

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