Читать книгу E-Pack Escándalos - abril 2020 - Varias Autoras - Страница 12
Siete
ОглавлениеAnna se disculpó y abandonó la mesa del desayuno para ir en busca de la señora Willis e informarla de su inmediata partida.
El ama de llaves le dio un cálido abrazo y le advirtió que no se preocupara demasiado.
—No serviría de nada, querida. Debe ahorrar fuerzas para cuidar de su madre.
Hablaron de las comidas de los niños y de otras cuestiones de su cuidado.
—No se preocupe por los pequeños, señorita Hill. Están maravillosamente bien bajo sus cuidados y los de su padre. Todos estamos sorprendidos de lo mucho que han cambiado, y le prometo que seguiremos con la labor.
—Gracias —contestó, conteniendo las lágrimas—. Creo que Eppy puede ocuparse bien de ellos, y lord Brentmore, por supuesto. Es muy bueno con ellos.
—Cierto, querida. Él también está muy cambiado gracias a usted. Parece un hombre nuevo.
¿Gracias a ella? Cualquier institutriz con buen juicio habría hecho lo mismo que ella. Incluso algo mejor.
Rápidamente se fue al ala que ocupaban los niños en busca de Eppy, quien también la abrazó al enterarse de la enfermedad de su madre.
—Siento tener que marcharme y dejarte más trabajo.
—Vamos, qué tontería. Tienes que acudir al lado de tu madre. Además, los niños son un encanto ahora que ya no están tan inseguros y desconfiados como antes. Es fácil cuidar de ellos.
Anna no estaba tan segura, porque al fin y al cabo iba a ser una persona más que los abandonara.
Eppy la ayudó a hacer el equipaje y las dos hablaron de los niños mientras recogían las cosas que iba a necesitar.
Ella misma lo bajó todo al vestíbulo.
El señor Wyatt la esperaba allí.
—La cocinera le ha preparado una cesta y el marqués ha dado instrucciones al señor Upsom para que la lleve en la silla de tiro.
—¿Dónde están los niños? ¿Y lord Brentmore?
El señor Wyatt evitó mirarla. ¿Quería eso decir que no iba a poder despedirse de ellos.
Sintió una punzada de dolor y una gran desilusión por primera vez desde que lord Brentmore había accedido a quedarse con los niños. ¿No le parecía importante que se despidiera de ellos?
Salió fuera y vio el coche de caballos acercarse a la entrada principal. Wyatt colocó su maleta en el compartimento trasero y la ayudó a subir al pequeño carruaje.
—Espero que su madre se recupere pronto —dijo el señor Wyatt al entregarle la cesta—. Vuelva pronto.
A modo de respuesta, le apretó la mano.
—Gracias, señor Wyatt.
Pero no eran sus buenos deseos los que más anhelaba oír.
Se estaba sintiendo tan abandonada como cuando salió de la casa de Lord Lawton. Al menos Charlotte sí había acudido a despedirla. Parpadeó rápidamente para cortarle el paso a las lágrimas mientras avanzaban hacia el arco de la entrada. Nada más pasar, el conductor paró los caballos y se bajó de un salto.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó.
Él señaló con el pulgar.
—Tiene usted un nuevo conductor.
Un hombre salió de las sombras seguido de dos niños.
Anna bajó del coche y los chiquillos corrieron a sus brazos.
—¡Creía que iba a tener que irme sin deciros adiós! —dijo después de besarlos.
Dory sonrió.
—¡Ha sido idea de papá!
Entonces miró a lord Brentmore. No iba vestido como un caballero. De hecho, su cochero llevaba mejor atuendo.
—¿Lord Brentmore?
—Voy a ser yo quien la lleve hasta Lawton House.
El mozo de la cuadra sonreía.
—No se apure, señorita. Yo llevaré a los niños de vuelta a la casa sanos y salvos.
—¡Papá te ha dado una sorpresa! —jaleó Dory.
Desde luego que sí. No sabía qué decir.
—¡Despídase de estos niños! —dijo el marqués, empuñando las riendas—. Nos vamos.
Anna volvió a besarlos y a apretarlos contra su pecho.
—Volveré en cuanto pueda. Ahora haced caso de todo lo que os diga Eppy, que ella va a ser quien os cuide.
—¡Seremos buenos! —la tranquilizó Dory.
Cal volvió a abrazarla.
—Que… que tu madre se ponga buena.
Era la frase más larga que había dicho hasta el momento.
Volvió a abrazarlo.
—Gracias, lord Cal. Os echaré muchísimo de menos.
Y dejándolos en manos del mozo, subió al coche.
Lord Brentmore movió las riendas y los animales se pusieron en marcha mientras Anna se despedía con la mano de los niños, que a su vez se despedían con entusiasmo de ella.
—¡Volveré pronto!
Cuando llegaron al camino principal, Anna dejó de mirar hacia atrás.
—Lord Brentmore…
—Los niños estarán bien cuidados. Y yo estaré de vuelta mañana.
—¡Pero mírese!
Llevaba una camisa de lino basto, chaqueta y pantalones marrones.
—Un disfraz que me resultó bastante útil durante la guerra —respondió, encogiéndose de hombros—. Si el marqués de Brentmore llevase a la institutriz de sus hijos a la casa de un conde las habladurías se dispararían, pero si Egan Byrne la lleva, a nadie le importará.
—¿Egan Byrne?
—Es mi nombre. Y el apellido de mi abuelo irlandés.
—Pero alguien podría reconocerle.
¿Y si le veía lord Lawton? ¿Qué pensaría?
—No se preocupe ahora por eso, señorita —dijo, con un acento totalmente desconocido—. Nadie se fijará en un mozo de cuadra irlandés. Estaré más callado que un ratón y solo usted sabrá la verdad.
Dudaba seriamente que un hombre como él, aun vestido como los trabajadores, pudiera pasar desapercibido.
—Pero debe acordarse de llamarme Egan y no milord —añadió con su acostumbrado acento inglés.
Tragó saliva.
—Pero… ¿por qué hace esto?
Su expresión se volvió solemne.
—He pensado que podría necesitar la compañía de un amigo.
Las lágrimas le escocieron en los ojos.
Aquello era una locura de marca mayor.
Brentmore mantenía la mirada en el camino pero no podía dejar de ser tremendamente consciente de la mujer que llevaba sentada a su lado. Notaba su tensión, su preocupación. Y también el roce de su brazo cuando el camino se tornaba duro.
Debía haber perdido el juicio para someterse de ese modo a su compañía. La intensa atracción que sentía por ella no había disminuido ni un ápice. Era una fascinación constante, causa de una batalla diaria contra su deseo de perderse en toda aquella belleza. Conocerla, ver cómo era con sus hijos y sentir como propia su tristeza lo hacía todo aún más difícil.
Nunca la había oído quejarse pero se había dado cuenta de lo solitaria que era la vida para ella al oírle hablar de su niñez, o en el hecho de que nunca recibía cartas a pesar de que ella sí las escribía. La carta en que se la informaba de la enfermedad de su madre había sido la primera desde su llegada a Brentmore Hall, una misiva que le había provocado un mal presentimiento, y por eso no había sido capaz de dejarla ir sola.
La silla tropezó en una raíz e instintivamente puso un brazo por delante de ella para evitar que se cayera.
—Perdón —dijo, y rápidamente apartó el brazo. Tocarla era un infierno
Ella lo miró.
—No creo que vaya a quejarme de nada de lo que haga, milord.
Dios todopoderoso… si supiera cuántas noches sin dormir había tenido que aguantar, imaginando cómo sería ir a su alcoba y saciar la necesidad que sentía de ella, todavía peor sabiendo que no le rechazaría. Pensar que podía ser él quien despertara su sensualidad era una tortura.
—Egan.
—¿Qué?
—Que ha vuelto a llamarme milord. Tiene que practicar llamándome Egan.
Ojalá fuera de verdad Egan Byrne y no el marqués de Brentmore. Entonces no estaría prometido a la hija de un barón y nadie calificaría de escándalo nada de lo que hiciera. A nadie le importaría.
—Egan —repitió ella. En sus labios su nombre parecía ser pronunciado entre las sábanas de un lecho.
Aquella manera de pensar no podía ser.
—Este camino no es precisamente de los mejores.
A lo mejor charlar de cualquier cosa sin importancia ayudaba.
—Y yo le digo que no pienso quejarme. De no ser por su amabilidad, estaría apretujada en un coche de postas entre viajeros que abusan del ajo y el queso.
—Y que solo se bañan una vez al año.
Anne esbozó una sonrisa y su corazón se alegró.
—Me ha ahorrado semejante destino —contestó, aunque sus ojos se llenaron enseguida de preocupación.
—Su madre podría haberse recuperado para cuando lleguemos. ¿Suele tener problemas respiratorios?
Se temía lo peor. La vida era tan frágil…
—Nunca ha estado enferma. Por eso me preocupo. Nuestra ama de llaves no se habría puesto en contacto conmigo si le pareciera algo sin importancia.
Brent recordó de pronto a su propia madre, postrada en la cama, con el sonido de su respiración como el de un fuelle de chimenea, y apretó las riendas entre las manos.
—No pierda la esperanza, señorita Hill.
Rara vez pensaba en su madre, pero cuando lo hacía la echaba enormemente de menos aun después de veintiún años. Nunca hablaba de ella. Siempre que el marqués quería referirse a su madre, la llamaba esa zorra irlandesa.
La voz de Anna lo sacó de su ensimismamiento.
—Nunca he estado muy unida a mi madre, porque me pasaba la vida con Charlotte. A veces no nos veíamos durante semanas —la voz se le rompió—. Espero poder volver a verla.
Brent puso su mano sobre la de ella.
Mientras avanzaban hacia Lawton fue hablándole de su vida allí, de que habría crecido sin ser servicio ni tampoco familia. Había estado muy unida a la hija de los Lawton, pero al mismo tiempo separada porque no se la aceptaba en sus círculos sociales.
Brent sabía bien lo que era sentirse rechazado. Ni su abuelo, ni sus compañeros de colegio, ni sus conocidos lo aceptaban.
Ni su mujer siquiera. Que píldora más amarga. Y él que creía que le amaba.
Por lo menos, cuando se casara por segunda ocasión, sabría sin lugar a dudas que su esposa no le querría.
Sacudió las riendas y condujo tan rápido como se atrevía a hacerlo.
Fueron cambiando con frecuencia de caballos, pero solo se detuvieron a pagar los peajes. Comieron de la cesta que la cocinera les había preparado.
Cuando el día estaba ya entre dos luces a Brent le dolían los brazos de llevar las riendas y de los baches del camino. Anna parecía agotada también, pero el paso rápido empezaba a tener sus frutos, ya que cuando por fin pasaron ante una señal que indicaba la proximidad de Lawton aún quedaba luz de día. La torre de la iglesia no tardó en asomar recortada contra el cielo.
—¡El pueblo! —exclamó Anna.
Aquel núcleo no tenía nada que lo distinguiera del resto de pueblos ingleses: casas de piedra con tejados muy inclinados, una posada, un herrero, tiendas…
—Lawton House no está lejos —dijo cuando abandonaron la carretera y el camino principal.
Brent sintió que la tensión de Anna crecía.
De pronto apareció ante ellos una magnífica casa de campo emplazada entre céspedes perfectos y lechos de flores. Construida con la misma piedra gris que las casas del pueblo, era una mezcolanza de añadidos y alas, como si los sucesivos condes de Lawton se hubieran sentido presas de una especie de compulsión constructiva cada medio siglo.
Aquel era el lugar en el que Anna se había pasado prácticamente toda la vida, la casa que perdió cuando lord Lawton decidió, de la noche a la mañana, prescindir de sus servicios. La vio inclinarse hacia delante sentada como estaba en la silla, como si anhelara estar en un entorno familiar y entre gente conocida.
Su madre.
A él la visión de Brentmore Hall siempre lo lanzaba en un pozo de depresión.
Tomó el camino de grava que conducía a la entrada principal.
—¿La dejo en la casa principal?
—Sí. El ama de llaves me dijo que la tenían allí —arrugó en entrecejo—. A menos que quiera que vaya con usted a los establos.
Él hizo un gesto con la mano y recurrió a su acento irlandés.
—No se preocupe por mí. Ahora no soy un marqués, sino un mozo de cuadra que sabe adónde debe ir.
La llevó a la entrada de servicio y la vio entrar apresurada. No le hacía ninguna gracia dejarla sola.
Qué absurdo. No iba a estar sola, sino entre personas que conocía de toda la vida.
Llevó la silla a los establos.
Cuando se acercaba un hombre le salió al paso.
—¿Y se puede saber quién eres tú?
Brent se rozó el ala del sombrero.
—De Brentmore Hall. He traído a la señorita Hill a ver a su madre.
La expresión del hombre se volvió oscura.
—¿Ha venido?
—¿La señorita Hill? —preguntó, fingiendo estar confuso—. Pues, sí, claro, a ver a su madre.
El hombre bajó la mirada un instante, pero luego se recompuso.
—Vamos, baja. ¿Os quedáis?
—Por lo menos esta noche. Me han dicho que haga lo que ella me diga.
El hombre que debía ser el responsable de los establos llamó a otros mozos y les encargó que desengancharan los caballos y se ocuparan de ellos. Brent sacó la maleta de Anna y la cesta de la cocina. Le indicaron dónde podía sentarse un rato y le ofrecieron una pinta de cerveza.
Tras un momento, el hombre que le había recibido volvió a su encuentro.
—¿Tienes hambre? Puedes pedir que te den algo de comer en la cocina.
Lo que él quería era ver qué le estaba pasando a Anna.
—No estaría mal —respondió, echándose mano al estómago.
—Sígueme.
Y echaron a andar hacia la cocina.
—Debería haber venido antes —dijo el hombre, más para sí mismo que para Brent.
—¿Antes?
El hombre se detuvo y dejó vagar la mirada por el horizonte.
—Su madre… —hizo una pausa y bajó la cabeza—. Su madre ha muerto. La enterramos ayer.
Habían llegado demasiado tarde.
—La señorita Hill lo va a pasar mal —dijo en voz baja.
—Era… mi esposa.
—¿Es usted el padre de la señorita Hill?
—En cierto modo.
Brent lo miró sorprendido. ¿Qué significaba eso? Pero obviamente no podía hacer preguntas.
Siguió al señor Hill a la entrada de servicio, que se abría a un largo corredor con puertas a los lados. El sonido de voces y cacharreo le indicó que la cocina quedaba al fondo.
El señor Hill lo acompañó al comedor del servicio.
Anna estaba allí, sentada a una larga mesa, rodeada por el ama de llaves y varias doncellas que intentaban consolarla. Parecía devastada por la pena y tenía los ojos rojos de llorar.
—Has venido —dijo su padre.
—Padre…
Las doncellas le hicieron sitio, pero él no se acercó.
—Te habrán dicho lo de tu madre.
Eso era obvio.
—¿Cómo está, padre?
Él no contestó.
—Tienes la habitación preparada en la casa de la entrada. La señora Jordan te esperaba hace días.
Y miró a una mujer que debía ser la aludida.
—La carta se perdió —explicó.
El señor Hill se encogió de hombros e inclinó la cabeza hacia Brent.
—El cochero de Anna tiene hambre.
Bret supuso que eso debía ser una especie de presentación, o quizás un intento de cambiar de tema.
La señora Jordan lo miró.
—Entonces le apetecerá comer algo. Su… se llama Egan —se corrigió Anna.
—Egan —la señora Jordan le indicó un puesto en la mesa—. Siéntate y te traeremos un plato de comida. Mary —añadió dirigiéndose a una de las doncellas—, mira a ver qué le das de comer.
Brent se sentó en la silla más próxima intentando no mirar demasiado a Anna. Le dolía verla tan desconsolada.
Su padre dio dos pasos hacia la puerta.
—Dejarán tus cosas en la casa.
Ella asintió.
—Gracias, padre.
Brent frunció el ceño. Qué frialdad la de aquel hombre. Le recordaba a su abuelo, el viejo marqués.
La doncella le llevó un plato de comida a él y un té a Anna.
Los sirvientes iban entrando y saliendo de la cocina al concluir sus tareas o para darle el pésame a Anna, pero en un momento dado llegaron a quedarse solos.
—¿Anna? —murmuró, olvidándose de la formalidad de llamarla de otro modo.
Estaba pálida.
—Tengo la sensación de que no puedo respirar.
Hubiera querido abrazarla y consolarla como lo había hecho con Cal tras las pesadillas, pero se limitó a cambiarse de silla para ponerse frente a ella y apretar su mano.
—Llore, no se contenga. Le ayudará.
Aunque él desde muchacho había aprendido a no llorar nunca.
Ella parpadeó rápidamente y le apretó a su vez la mano, pero alguien se acercaba y le soltó.
—¿Ha terminado de comer?
—Sí.
Su plato estaba casi vacío, pero no había saboreado nada de lo que había comido.
—Entonces, mejor nos vamos. Aquí solo servimos para estorbar —se levantó—. Espere un momento que lo diga en la cocina.
Cuando volvió y salieron, le dijo:
—La acompaño a casa de su padre.
Anna no se negó.
—No… no me puedo creer que se haya ido —musitó, y él le ofreció apoyo en su brazo.
Cuando llegaron a la casa, llamó a la puerta antes de abrir.
—Estoy aquí, padre.
La habitación estaba a oscuras, iluminada solo por el resplandor de un fuego.
Brent percibió un intenso olor a ginebra.
Su padre se levantó de una silla junto a la chimenea.
—Pues pasa.
Su tono era áspero y su dicción un poco turbia.
Brent esperó en la puerta. No sabía si dejarla sola.
—Tú… pasa a tomar una copa —le llamó el señor Hill.
—No me vendría mal —contesto con su voz de cochero. Se quedaría mientras ella lo necesitara.
Anna renunció a la posibilidad de compartir su dolor con su padre. Nunca le había visto beber así. Le asustaba.
—Siéntate un poco, hija —le dijo haciendo un gesto con el brazo, pero la palabra hija la pronunció con un tono amargo.
Anna se sentó.
El señor Hill llenó un vaso para lord Brentmore y parte del licor se derramó por los lados. Sus manos temblaban.
—Deberías haber venido antes —le recriminó.
—He esperado a que terminara Egan de cenar, padre.
—No me refiero a eso. Hablo de tu madre.
—No he podido, padre.
Y eso era lo peor de todo: no haber podido llegar a tiempo.
Su padre clavó la mirada en el fuego de la chimenea.
—No hubo nadie en su funeral. Nadie que la acompañara —la miró—. ¿Por qué no has venido, eh? ¿Estabas demasiado ocupada atendiendo a los mocosos del señorito?
Anna miró sin poder evitarlo a lord Brentmore, y él contestó por ella.
—Ha venido en cuanto recibió la carta, esta misma mañana —su acento irlandés se desdibujó un tanto.
El padre hizo un gesto con la mano que equivalía a decir que todo daba igual y tomó un trago directamente de la botella.
Anna apartó la mirada y ahora que sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad de la casa, vio platos sucios en las mesas, ropa tirada por el suelo, botellas por todas partes.
—Voy a recoger un poco —dijo, levantándose.
Encendió una de las lámparas y empezó por recoger las botellas vacías.
Su padre no se dio ni cuenta.
—Me asquea… después de todo lo que tu madre hizo todos estos años.
Anna le escuchaba solo a medias; seguía llevando botellas al cubo que había junto al fregadero, lleno de platos sucios.
Su padre seguía hablando.
—Ella solo me aguantaba, nada más. ¿Qué podía hacer yo? ¿Qué posibilidades tenía un hombre que se pasa el día sacando mierda de las cuadras y que vuelve a casa apestando a caballo? —se volvió a Anna y la señaló con un dedo—. Y la hija… igual.
Anna se había pasando la vida esperando que su padre la quisiera, pero no lo había conseguido.
Lord Brentmore se levantó y se acercó a ella.
—¿En qué puedo ayudar?
Su cercanía era un consuelo. Le agradecía mucho que se hubiera quedado.
—¿Cómo voy a pedirle que me ayude?
—No es usted quien me lo pide, sino yo quien se lo ofrezco.
Había un cubo al otro lado del fregadero y se lo entregó.
—¿Podría llenarlo de agua? El pozo está fuera.
Él asintió.
Recogió más platos, cuencos y cucharas por toda la habitación y los dejó en el fregadero. No podía fregar en condiciones sin calentar agua en el fuego, pero eso significaría cruzar por delante de su padre, y no quería correr el riesgo de molestarle. Los cacharros tendrían que esperar hasta el día siguiente.
Lord Brentmore volvió con el cubo lleno y Anna lo echó en el fregadero para dejar todo aquello a remojo.
—¿Y ahora?
—Ya ha hecho más que suficiente, mi… Egan —respondió con una sonrisa agradecida.
No volvió a la silla que ocupaba antes, sino que se quedó a un lado con los brazos cruzados sobre el pecho.
Ella siguió yendo y viniendo por la habitación recogiendo ropa sucia y trastos y fue a pararse junto a la silla que había ocupado antes lord Brentmore. Su ginebra estaba sin tocar.
Su padre, que seguía murmurando entre dientes, tomó el vaso y se lo bebió de un trago como si fuera agua.
—Maldito seas —rabió—. Después de tantos años no se ha dignado siquiera a asomar la jeta por el funeral.
Anna arrugó el entrecejo.
—Se lo debía… debería haberla acompañado.
¿De quién estaría hablando?
—Padre…
—No te hagas la tonta, que sabes de sobra de quién hablo —la cortó.
—No lo sé, padre. ¿Habla de madre?
—¡Pues claro que estoy hablando de tu puñetera madre! —se rió—. ¡De mi mujer!
Brentmore se acercó a ella en silencio.
—No hable así de ella —le reprendió.
El hombre medio se levantó de su silla.
—¡Hablaré de ella como me venga en gana! Era mi mujer, no la suya.
—Señor Hill —lord Brentmore habló sin acento y con firmeza—. Mida sus palabras, que demasiado está sufriendo ya su hija.
Su padre se levantó de golpe.
—¿Que mida, yo? ¡Ja!
Lord Brentmore se interpuso entre su padre y ella, dejando a Anna a su espalda.
—¡Basta! —ordenó.
Una mirada de sorpresa cruzó el rostro de su padre, pero ese fue el único síntoma de que se había dado cuenta de que el cochero hablaba como un marqués.
Volvió a dejarse caer en la silla y se tapó la cara con las manos.
—Debería haber venido. El muy cerdo debería haber presentado sus respetos.
—¿Quién, padre?
Sus ojos turbios se clavaron en los de ella.
—El amo.
—¿Lord Lawton? Padre, no tiene sentido lo que dice. ¿Por qué esperaba usted que lord Lawton se presentara en el funeral? Madre solo era una lavandera.
—Sí, hija, tú sigue fingiendo que no sabes nada —ironizó.
—¿Qué he de saber? —preguntó, angustiada.
Lord Brentmore puso la mano en su brazo mientras su padre se llevaba a los labios el vaso y miraba luego su fondo vacío como si esperase que se ocultara más ginebra en él.
—¿Por qué piensas que te eligieron para hacer compañía a la niña?
Estaba cambiando de tema.
—Pero él no podía consentir que fueras una mera criada, claro —continuó.
Lord Brentmore apretó con más fuerza su brazo.
—Padre, hable claro, se lo ruego.
—Padre —se burló—. Yo no soy tu padre, niña, y no podrán obligarme a que te llame hija.
Sintió que la sangre le abandonaba la cara.
—¿Está usted diciendo que…. Que lord Lawton...?
Su padre dio una palmada en la mesa.
—¿Lo ves? ¡Lo sabías! Lo has sabido siempre. El amo es tu padre, no yo. No yo.
La cabeza empezó a darle vueltas y su padre, el hombre que ella creía que le había dado la vida, siguió hablando.
—Antes trabajaba en la casa. Era doncella de la primera planta y la mujer más bonita que yo había visto nunca. Él se dio cuenta enseguida y a cada oportunidad que se le presentaba se revolcaba con ella en la cama —clavó de nuevo la mirada en el fuego—. Se quedó preñada y el ama se volvió loca cuando se enteró. La echó de la casa pero él la retuvo en la lavandería. Tenía un plan, ¿sabes? —suspiró—. Acudió a mí. Me preguntó si me gustaría tener una casita en la propiedad, y si quería cobrar más. Y lo único que tenía que hacer era casarme con ella —se rio, pero su carcajada sonó vacía—. Yo era tan joven como ella y pensé que pasado un tiempo llegaría a quererme, pero nunca me quiso. Solo a él.
Miró a Anna.
—Le hizo prometerle que te criaría como una señorita, y no como una criada, y no consintió en volver a acostarse con él hasta que se lo prometió —se levantó y dando traspiés fue hasta un rincón de la habitación donde tenía más botellas—. Entonces resultó que su hija legítima era tímida como un ratón, y te envió a ti a que le enseñaras un poco de soltura, aunque al ama nunca le gustó —volvió a reír—. El resto ya lo sabes. Todo el mundo lo sabe.
Todos, menos ella. Ahora entendía que aquel hombre nunca la hubiera querido, y por qué la madre de Charlotte siempre había sido tan fría con ella.
Pero lord Lawton nunca la había tratado de un modo especial o distinto.
—¿Charlotte también lo sabe?
¿Era ella la única que no tenía ni idea?
—¿La señorita? No —volvió a levantarse de la silla y dio un traspiés—. Tendría que haber venido. Tendría que haberse presentado antes de que se muriera. ¡Tendría que haber venido a enterrarla!
Dio otro paso y fue a sujetarse en el respaldo de la silla, pero la mano le falló y cayó al suelo.
—¡Padre! —gritó Anna.
Lord Brentmore se acercó a examinarlo.
—Se ha desmayado de tanta ginebra.
Ella retrocedió.
—No… no me puedo creer…
Lord Brentmore lo recogió del suelo y se lo cargó al hombro.
—¿Dónde está la cama.
Anna lo condujo al dormitorio que había compartido con su madre, a la cama que su madre seguramente había compartido también con lord Lawton.
Lord Brentmore lo dejó caer en ella como un saco de patatas. Inmediatamente le oyeron roncar.
¿Quién iba a ser aquel hombre para ella a partir de aquel momento?
Brentmore la tomó por un brazo.
—Venga.
En cuanto cerraron la puerta del dormitorio, la enormidad de la muerte de su madre y del secreto que acababa de revelarle su padre se le vino encima. Cerró los ojos y se agarró el estómago con los brazos.
Lord Brentmore la abrazó y la apretó contra sí. La fuerza de sus brazos, el calor de su cuerpo y el latido rítmico de su corazón la ayudaron a sostenerse.
Pero el dolor no cejó.
—No tengo nada —lloró sobre su pecho—. Nada.
—Anna, está agotada. Váyase a la cama. Mañana se encontrará mejor.
—Nada puede ser peor que el día de hoy.
—Eso es cierto —contestó él, y la soltó—. Nada puede ser peor que el día de hoy —repitió, apartándole un mechón de pelo de la cara.
Sin mediar palabra la tomó en brazos, y la sorpresa para ella fue tal que la dejó sin palabras.
—¿Dónde está su cama?
Le contestó con un gesto.
El marqués la llevó a la alcoba en la que rara vez había dormido de niña y la dejó en la cama.
—Buenas noches, Anna.
Pero ella saltó como un gamo del lecho y le agarró por un brazo.
—No me deje sola, por favor… no creo que pueda soportarlo.
—Estaré justo al otro lado de la puerta.
—No. Seguiría estando sola. Quédese conmigo, milord —¿pero qué estaba diciendo?—. Aquí. Abráceme, por favor.
Él la miró y sus ojos se oscurecieron.
—Está bien —murmuró—. Me quedaré.
Brent no dejó de abrazarla en toda la noche. Ambos durmieron completamente vestidos, pero compartió con ella aquella pequeña cama.
No podría decir que la idea de hacerle el amor no se le pasara por la cabeza, pero ella estaba sufriendo demasiado como para que él se aprovechara de las circunstancias, de modo que tuvo que contentarse con verla dormir, con poder contemplar a su gusto sus hermosas facciones, aun deformadas por el dolor. Le había costado mucho quedarse dormida.
Tampoco él se había dormido fácilmente. De hecho, pasó la noche en un duermevela que lo llevó hasta el amanecer.
Anna murmuró algo dormida y se volvió de lado, acurrucándose contra Brent, que intentó no moverse.
La puerta se abrió de par en par y fue a golpear contra la pared.
Anna abrió los ojos y se incorporó, y Brent saltó de la cama.
El señor Hill estaba en la puerta.
—¡Eres una puta! —le gritó—. ¡Igual que tu madre! —avanzó hacia ella con el odio brillándole en los ojos—. ¡Te metes en la cama con el primero que llega! —continuó señalando a Brent—. Al menos tu madre tuvo la categoría suficiente para acostarse con un conde. Al menos sacó algo de todo ello.
Brent se colocó delante de él y le agarró por un brazo.
—Usted se marcha de aquí ahora mismo —le dijo entre dientes, mientras lo sacaba a empujones de la habitación.
—¿Cómo te atreves a ponerme la mano encima! —aullaba—. ¡No me toques!
—Ahora me va a escuchar con atención —dijo Brent, empujándolo y bloqueándolo contra una pared—. Ella no ha hecho nada para merecerse esas palabras. Anoche estaba borracho como una cuba y no podía dejarla sola con alguien como usted. ¡Su madre había muerto, y lo único que usted quería era hacerle daño!
Hill lo miró boquiabierto.
—Creía que eras irlandés.
Brent se le acercó todavía más a la cara.
—Soy más irlandés de lo que le conviene. Y ahora dígame por qué se ha atrevido a entrar en su alcoba.
Hill se acobardó.
—Yo… quería ver si estaba.
Brent lo apretó más contra la pared.
—Créame si le digo que puedo hacer que le echen de este trabajo.
El hombre abrió los ojos de par en par.
—Si sabe lo que le conviene, no dirá una sola palabra de todo esto. Esta situación la creó usted, y no intente hacérselo pagar a ella ensuciando su buen nombre —de un empujón lo lanzó hacia la puerta—. Ahora váyase y busque algo que hacer en los establos.
Hill salió a todo correr y al volverse vio a Anna en la puerta de la alcoba.
—Se lo va a decir —musitó con voz temblorosa—. Seré la comidilla de la casa.
—¿Hago que le despidan, entonces?
Ella negó con la cabeza.
—No importa. No voy a volver aquí jamás —y añadió—: ¿Le importaría llevarme a casa, milord? A Brentmore, quiero decir. No quiero estar aquí ni un minuto más.
Cruzó la habitación en dos pasos. Se sentía tan atraído por ella como la primera vez que la vio. Pero ahora la conocía. Y le importaba.
Alzó el brazo para tocarla, pero no lo hizo.
—Podemos irnos ahora mismo.