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Cuatro

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La señora Tippen le estaba esperando dentro. Ya le había soltado un buen sermón nada más llegar, un momento antes.

—¿Ve a lo que me refiero, señor? ¡Les da a los niños rienda suelta para hacer lo que quieran por toda la casa, por los jardines, por cualquier sitio que se les antoje! Deja que se ensucien…

Aquello sí que no tenía por qué aguantarlo. Tippen y su marido habían venido de la casa del padre de Eunice por deseo expreso de ella, pero a él nunca le habían gustado ninguno de los dos.

Dio un paso hacia ella para plantarse ante su cara.

—¡Ocúpese de la casa y no meta las narices en los asuntos que no le conciernen!

La mujer abrió la boca pero no emitió ningún sonido.

Brent la dejó atrás y entró directo al salón, donde aguardaba su marido.

—¡Sírveme una copa de coñac! —le ordenó—. En la biblioteca.

La biblioteca era el único lugar en aquella casa que podía soportar. Eunice nunca había mostrado interés alguno por él, así que el único fantasma que reposaba allí era el de su abuelo.

Un criado apareció enseguida con una botella de coñac y un vaso. Brent no lo reconoció, pero la verdad era que iba tan poco por allí que no conocía a la mitad del servicio. Además, Eunice había reemplazado a casi todos los criados de su abuelo.

Brent le quitó la botella y el vaso de la bandeja.

—Tráeme otra —le ordenó—. Que sean dos, mejor. Mientras esté aquí, quiero tener siempre una botella de coñac a mi disposición en este armario.

—Sí, milord.

Brent se sirvió una copa y se la bebió de un trago. Y volvió a llenar el vaso.

Una hora pasó y la señorita Hill aún no había aparecido. ¿Acaso le estaba desafiando? Si era así, lo lamentaría.

Iba de un lado al otro de la habitación intentando calmarse. Ver a su hijo arrodillado en la tierra cavando le había disparado.

Cerró los ojos ante el envite de los recuerdos: cavar hoyo tras hoyo, con el estómago rugiendo de hambre, los pies descalzos y fríos.

Aún podía oler la tierra, las patatas y el estiércol, y se frotó los brazos que volvían a dolerle por el esfuerzo.

Dios, había visto a su hijo y se había visto a sí mismo.

Se sirvió otra copa.

¿Dónde demonios se había metido la señorita Hill? Tenía que decirle unas palabras.

Una hora más tuvo que pasar y otras dos copas de brandy para que alguien llamase a la puerta.

—¿Milord?

Había conseguido aparentar calma, pero tenía todo el licor que había consumido en la cabeza.

La señorita Hill se había quitado el sencillo vestido de algodón que llevaba en el jardín y se había puesto algo rosa y de tejido vaporoso. Delgados mechones de cabello castaño se escapaban de la pequeña cofia de encaje que llevaba en la cabeza y le enmarcaban el rostro prestándole candor.

¡Demonio de mujer! ¡No quería excitarse al verla! Estaba enfadado con ella. ¿En qué diablos habría estado pensando para acudir al lugar que tanto detestaba?

Su hijo. Había venido por su hijo.

—Pase, señorita Hill.

Ella se acercó con desconfianza.

—Disculpe mi retraso, señor. Una vez terminada la siembra hemos necesitado lavarnos a conciencia.

—Porque usted ha permitido que mis hijos se revuelquen en el barro —espetó, entornando los ojos.

Ella se irguió.

—Ensuciarse es inevitable cuando se está sembrando, milord.

Se acercó tanto a ella que el perfume de su jabón le llegó a la nariz.

—Sé todo lo que hay que saber sobre siembras, señorita Hill.

Sus diez primeros años de vida se lo habían enseñado bien.

Ella dio un paso atrás.

—Sí, bueno… quizá pueda entonces explicarme por qué sembrar guisantes y rabanitos en el huerto le ha hecho enfadarse tanto.

¿Se atrevía a cuestionarle?

—Escúcheme bien, señorita Hill: mi hijo… mis hijos han de ser educados como un caballero y una dama, y no como vulgares labradores.

Ella no retrocedió.

—Era una lección de botánica.

Él no bajó la mirada.

—Era humillante.

Lo miró con incredulidad.

—No creo que sembrar un huerto y ver cómo crecen las plantas pueda ser humillante en ningún sentido.

—¡Mi hijo no necesita saber hacer agujeros en la tierra para llegar a ser un caballero!

—Pero como el marqués que llegará a ser algún día, ¿no cree que necesitará saber qué esfuerzo ha de emplearse para hacer crecer los cultivos que producen sus campos? ¿Qué clase de trabajo es necesario? ¿Qué conocimientos? Ese era el objetivo de la clase, milord.

Para eso no encontró respuesta. Solo podía pensar en el trabajo que él había tenido que realizar en su niñez.

—Puede leerlo en los libros.

Ella bajó la cabeza y guardó silencio como si estuviera pensando cómo debía actuar. Ojalá lo descubriera porque él estaba demasiado ofuscado para mantener conversaciones y sus emociones demasiado embarulladas para poder confiar en ellas.

La señorita Hill se acercó a la ventana para mirar. El sol estaba casi en su cenit e iluminaba el aire que había en torno a su persona.

Brent tragó saliva.

Se dio la vuelta con los brazos cruzados bajo sus pechos… sus senos redondeados y firmes.

—Perdemos el tiempo hablando de esto. Le agradezco mucho que haya venido tan deprisa. ¿Recibió mi carta?

—Sí.

Lo había dejado todo para acudir junto a su hijo.

—Créame, milord: lord Calmount no tiene demencia alguna. Es un niño normal, muy tímido eso sí, y que ha sido muy desdichado. No pueden enviarlo a un manicomio. ¡No puede consentirlo!

Nadie iba a enviar a su hijo a un manicomio, eso estaba claro.

—No habla.

¿Cómo era posible que él, el padre del chico, no supiera que el chiquillo no hablaba? Sabía cuál era la respuesta: que no había estado con él tiempo suficiente para darse cuenta. Sus breves visitas no incluían conversación.

—¡Pero esa no es razón para enviarlo a un manicomio! Él sabe hablar, pero solo habla con su hermana. El doctor Store piensa que es por alguna clase de locura, pero no lo es, milord, se lo aseguro.

Sería demasiado cruel para el niño tener que padecer alguna clase de demencia después de todo lo que había tenido que pasar. Por culpa de su made. Y de su padre.

—¿Se atreve usted a llevar la contraria al doctor, señorita Hill?

—Me atrevo porque sé que Calmount mejorará si le damos tiempo —se acercó—. Le dije que fui durante años la acompañante de lady Charlotte, quien cuando tenía la edad de Calmount era muy parecida al niño. Era terriblemente tímida, y de hecho yo llegué a ser su acompañante precisamente para que mi presencia lograse sacarla de su aislamiento. Estoy convencida de que su hijo es solo eso, tímido. Sé que se le puede ayudar —añadió con vehemencia—. ¡Pero no enviándole a una institución mental!

Él apartó la mirada.

—¿Y cómo voy a poder creer lo que usted me diga?

A pesar de que deseaba con todo su corazón poder hacerlo.

Ella levantó la cabeza y sus ojos azules brillaron con rabia.

—Quizá, si pasase más tiempo con su hijo, lo vería con sus propios ojos. No le ha sido precisamente de ayuda que ninguno de sus progenitores se haya preocupado en exceso por su bienestar.

—Yo me he visto obligado a permanecer lejos de casa.

—¿Por causa de la guerra? —adivinó—. La lucha cesó hace más de un año.

Sus palabras le escocían. Era cierto que en aquel último año había permanecido fuera de allí cuanto le había sido posible, pero se negaba a permitir que una institutriz le reprendiera.

—¿Se cree usted con derecho a juzgarme, señorita Hill?

La angustia desfiguró por completo su expresión y la vio llevarse una mano a la frente.

—Perdóneme, milord. Me he dejado llevar.

Brent se sentó. De pronto se sentía agotado.

—Siéntese, señorita Hill, y hábleme de mi hijo.

Se sentó frente a él.

—Le he oído hablar con su hermana, de modo que no hay desorden ninguno en el habla, pero se niega a hablar con nadie más. De hecho, Dory habla por él en cuanto tiene la oportunidad. Oye perfectamente y está alerta ante todo. Es un niño muy inteligente. Lee, escribe bien, pero nunca con el fin de comunicarse. Para eso se limita a asentir, a negar o emplea gestos.

Pobrecito…

—¿Por qué?

Lo que le había ocurrido ¿tendría que ver en su negativa a hablar?

Ella dudó.

—He de volver a hablar claro, milord.

Brent hizo un gesto vago con la mano.

—Adelante.

—El ruido y la conmoción que son naturales en los niños nunca han sido bien recibidos en esta casa. Me han dado a entender que su difunta esposa insistía en que los niños no salieran del ala del edificio que les ha sido reservada, y tras su muerte todo siguió igual dado que su institutriz estaba enferma —hizo una pausa y respiró hondo—. No puedo decir hasta qué punto eso es cierto, pero sí sé que… a algunos miembros del servicio… no les gusta que los niños anden por la casa o por los jardines.

La señora Tippen, sin duda.

—Mi opinión es que no es bueno para los niños estar permanentemente recluidos en casa —continuó en tono acusador—. Por eso organizo cuantas actividades están a mi alcance para que salgan, como por ejemplo sembrar algo en la huerta.

Sin duda le estaba culpando de no haber tomado cartas en el asunto de los excesos de su esposa, de no haberse dado cuenta de que la institutriz ya no podía seguir desempeñando sus labores, de no prestar suficiente atención a cómo el servicio de la casa atendía a sus hijos y se preocupaba por su bienestar.

Su propia conciencia le azotaba por esos mismos motivos.

—¿Y qué quiere que haga? —espetó a la defensiva.

—¡Pues no permitir que a lord Calmount lo lleven a una institución mental!

Él bajo la mirada.

Al volver a hablar, Anna lo hizo en un tono más tranquilo pero aun así cargado de emoción.

—Soy consciente de que debe estar pensando despedirme, pero le ruego que no lo haga. Deme la oportunidad de quedarme por el bien de sus hijos. Le ruego que no escuche al doctor Store y que me dé la oportunidad… —se quedó callada un momento—. Por lo menos pase algo más de tiempo con sus hijos y véalo usted mismo. Observe a su hijo con sus propios ojos y verá lo que yo veo en él. Estoy segura de ello.

La apasionada defensa que hacía de su hijo le conmovió hondamente. No estaba considerando despedirla, sino más bien todo lo contrario: estaba empezando a ver en ella a la salvadora de sus hijos.

—¿Y cómo puedo observarlo? —preguntó con más acritud de la que pretendía—. No voy a conseguir que desfilen delante de mí.

—Estoy de acuerdo —respondió—. Vaya a sus habitaciones. Pase tiempo con él. Dentro de poco les van a servir la cena. Coma con ellos.

¿Compartir una comida con los niños? No era propio de un marqués hacer tal cosa, al menos hasta que los niños tuvieran doce o trece años.

Con el exceso de coñac que llevaba en el cuerpo, con las emociones tan a flor de piel, ¿podía confiar en sí mismo, cuando el hecho de estar sentado cerca de la señorita Hill le estaba costando un triunfo?

Pero había abandonado todas sus obligaciones en Londres para acudir junto a su hijo y saber qué le había ocurrido para que un médico lo declarase loco. Para remover cielo y tierra con tal de arreglarlo.

Apretó los puños.

—Está bien. Lo haré.

Ella se levantó, caminó hasta la puerta y esperó.

Esperaba ser capaz de caminar sin irse de un lado para otro, y cuando consiguió llegar a la puerta su aroma a lavanda le recordó aquella primera visión que tuvo de ella, en la plaza de delante de su casa. No estaba menos hermosa en aquel momento, ni desprendía su figura menos pasión.

Y él no estaba menos excitado.

Que Dios le ayudase.

Brent iba subiendo las escaleras detrás de la señorita Hill, sin poder apartar la mirada de la seductora cadencia de sus caderas mientras ella no dejaba de hablar de sus hijos y de la rutina de sus días. Esperaba que no pensase tomarle la lección porque en aquel momento poco más había registrado su cerebro que la orden de mantener las manos a raya.

Cuando llegaron a la puerta de sus habitaciones tuvo un repentino y absurdo ataque de nervios. Qué ridiculez. Eran sus propios hijos a los que iba a ver; unos niños que debían respetarle y obedecerle.

Dios bendito… había pensado como lo habría hecho el viejo marqués, el abuelo inglés que le despreciaba.

—¡Mirad quién viene a cenar con nosotros! —anunció con alegría la señorita Hill al entrar en la habitación.

Los dos niños estaban sentados el uno junto al otro en una pequeña mesa a la que podían sentarse cuatro comensales.

—¡Papá! —exclamó Dory, saltando de su silla—. Cal dijo que ibas a ser tú, pero yo decía que sería Eppy.

Cal se levantó también, pero tras mirar enfadado a su hermana, adoptó la expresión de un condenado a galeras.

—¡Uy! —continuó la niña, llevándose una mano a la boca—. No tengo que hablar a menos que me pregunten.

Era la viva imagen de Eunice, toda ojos azules y bucles rubios. Le dolía mirarla.

—En ese caso, soy yo quien debe hablar y deciros buenas tardes —contestó él, acercándose a una de las sillas—. Gracias por invitarme a cenar.

Sus ojazos azules se hicieron todavía más grandes.

—¡Pero si no te hemos invitado nosotros!

Brent sintió deseos de marcharse pero la niña se rio.

—Ha sido la señorita Hill, ¿a que sí?

Brent la miró.

—Ella sí que me ha invitado.

—Es cierto —contestó Anna, aunque parecía inquieta.

Cal había arrugado la frente y lo miraba como si no se creyera tanta cordialidad.

—¿Nos sentamos? —preguntó Brent.

Esperó a que la señorita Hill se sentara y reparó en que su hijo hacía lo mismo. Al menos alguien le había enseñado buenos modales.

—¡Siéntese, señorita Hill! —ordenó Dory, y se dejó caer en su silla.

La señorita Hill se acomodó con más gracia.

—Espero que no le hayáis quitado la tapa a vuestros platos, niños.

Dory miró a Cal con la culpa reflejada en los ojos mientras que su hermano, que estaba sentado frente al marqués, estaba demasiado ocupado en no mirar a su padre. Incluso parecía estar deseando desaparecer.

Brent recordó la agonía que había sido para él estar en presencia del viejo marqués, ser consciente de que tarde o temprano haría algo que despertaría su furia, y le dolía que su hijo lo mirase exactamente igual que él entonces.

Pero él no era igual que su abuelo por mucho que este hubiese intentado conseguirlo. La mitad de sus enfados respondían precisamente a eso: a cómo Brent no había cumplido las expectativas de su abuelo. A lo irlandés que era.

Una doncella que aguardaba en un rincón de la habitación se acercó a retirar las tapas de los platos empezando por el de Brent. Su plato estaba lleno con unas generosas lonchas de jamón, queso y una gruesa rebanada de pan con mantequilla.

—¿Conoces a nuestra niñera, papá? —le preguntó Dory.

Otra persona desconocida del servicio, pensó Brent.

—Creo que no. Buenas tardes, Eppy.

La joven enrojeció e hizo una reverencia.

—Milord.

Descubrió el plato de la señorita Hill y luego el de los niños.

Sus raciones eran más pequeñas y el queso tenía las huellas de unos dientecitos. Así que no habían sido capaces de mantener la tapa puesta.

Miró a la señorita Hill. Sentía curiosidad por ver cómo iba a reprenderlos, pero ella se limitó a mirarle divertida.

—¿Quién quiere bendecir la mesa?

Brent dejó el tenedor que tenía en la mano. La pregunta de la señorita Hill iba dirigida a Cal, quien se había encogido aún más.

—¡Yo! —exclamó Dory.

Brent ya no podía recordar la última vez que había bendecido la mesa, pero la oración de su abuelo irlandés le volvió a la memoria: …Rath ón Rí a rinne an roinn…

Ya no recordaba el significado de aquellas palabras.

La pequeña Dory estiró su cuerpecito, consciente de su importancia.

—Bendice, Señor, la comida que vamos a tomar, y haz que nunca olvidemos las necesidades y los deseos de los demás. Amén.

Lo había dicho todo tan deprisa que casi no se le había entendido.

—Muy bien, lady Dory —la premió la señorita Hill, y la pequeña sonrió de oreja a oreja.

Con el tenedor pinchó un trozo de jamón mientras su hermano se limitó a empujar la comida de un lado para el otro del plato.

No iba a saber nada de su hijo si no se dirigía a él.

—Calmount, la señorita Hill me ha dicho que sabes leer.

Cal lo miró.

—A Cal le gusta mucho leer —explicó Dory—. Lee un montón.

Brent se volvió a Cal.

—¿Y qué clase de libros te gusta leer?

El niño parecía angustiado.

—Leemos libros de plantas —respondió de nuevo su hermana.

La señorita Hill intercambió una mirada con él. Dory hablaba por su hermano, sin duda.

Siguieron comiendo en silencio, como si todos se hubieran dado cuenta de los problemas de Calmount para hablar. Era insoportable. Y peor aún: a Brent estaba empezando a darle vueltas la cabeza del coñac que había consumido.

La señorita Hill rompió el silencio.

—¿Le contamos a vuestro padre qué estábamos sembrando hoy en el huerto? —sugirió, mirando a Cal.

Dory se apresuró a contestar.

—Hemos sembrado guisantes y rabanitos, y el señor Willis nos ha enseñado a hacerlo para que…

Se lanzó a una detallada explicación de las instrucciones del jardinero, mirando de vez en cuando a su hermano.

Brent intentaba escuchar, pero los recuerdos lo desbordaban. La voz de su abuelo irlandés volvió a sonarle en los oídos con las instrucciones de cómo plantar las patatas.

El hombre vivió solo cuatro años después de que le quitaran a Brent. El abuelo Byrne luchó al lado de su pariente Billy Byrne en la rebelión irlandesa, y fue asesinado cuando Brent tenía catorce años. Se enteró de ello leyendo el periódico.

El dolor de esa pérdida volvió a asediarle y por un instante se quedó sin respiración. La señorita Hill mantuvo viva la conversación sobre el huerto, pero lo miró sin comprender y él tuvo que parpadear rápidamente para evitar las lágrimas.

De haberse quedado en Irlanda, ¿qué suerte habría corrido? ¿Habría sido él también un rebelde, o le habrían marginado por su sangre inglesa? Hacía tiempo ya que había llegado a la conclusión de que no pertenecía a ninguna parte.

La charla de Dory llenaba los vacíos y aunque intentaba observar a su hijo, se daba cuenta de que solo conseguía hacer crecer el dolor del chiquillo. Y el suyo propio.

No quería que sufriera. Quería evitarle cualquier sufrimiento. Quería que su hijo se sintiera en casa en alguna parte.

Obviamente no lo había conseguido.

—Papá. ¡Papá!

El tono de Dory imitaba al de su madre.

—¿Qué ocurre?

Dory lo miró con sus ojazos azules.

—¿Por qué ya no estás enfadado con nosotros por lo del huerto? Antes nos regañaste mucho.

Calmount no parecía satisfecho del giro de la conversación y sin demasiado disimulo le propinó a su hermana una patada por debajo de la mesa. Dory se la devolvió.

Brent tomó un bocado de queso para darse tiempo.

—No estaba enfadado con vosotros.

—Entonces, con la señorita Hill —insistió—. ¿Por qué le has reñido?

Sabía sin dudar lo que el viejo marqués habría hecho si él le hubiera hablado de ese modo: arrancarle de un mordisco la cabeza. Pero él no iba a hacer lo mismo.

—Yo… estaba equivocado.

Dory no se contestó con la explicación.

—La señorita Hill nos dijo que temías que nos hubiera convertido en campesinos.

Miró agradecido a la institutriz.

—Y es cierto —era una excusa que los niños aceptarían bien—. Se me ocurrió pensar que después os vería vendiendo hortalizas en el mercado.

La señorita Hill sonrió y Dory se echó a reír.

—¡Era una lección, tonto! Nos estaba enseñando cómo crecen las cosas. Llevábamos días leyéndolo.

Cortó un pedazo de jamón.

—Entonces, ¿no vais a ser vosotros quienes sembréis mis campos?

Dory volvió a reírse a carcajadas.

—¡No!

Le gustaba verla reír.

—¿Y ya os ha leído la señorita Hill sobre cómo se limpian los establos? ¿Creéis que algún día os veré extendiendo paja y limpiando el cuero de las sillas de montar?

Calmount parecía sentirse muy confuso y Dory se volvió a su institutriz.

—¿Podemos leer algo sobre establos? A mí me gustan mucho los caballos.

Entonces fue la señorita Hill quien se rio.

—Podremos leer sobre caballos y visitar los establos con el permiso de vuestro padre, pero no tengo intención de enseñaros a limpiarlos.

—¿Podemos visitar los establos y ver a los caballos, papá? —le rogó Dory, y la expresión de sus ojillos le recordó de nuevo a la de su madre.

—Hoy no —respondió con más aspereza de la que pretendía.

Calmount clavó de inmediato la mirada en su plato, abatido.

—A lo mejor mañana —añadió Brent.

A lo mejor mañana tendría más controladas sus emociones. Se levantó.

—Tengo que irme. Tengo un… asunto de las fincas que atender.

—¡No te olvides de lo de mañana! —insistió su hija.

Brent asintió y, dirigiéndose a la señorita Hill, añadió—:

—¿Puede acompañarme un instante al vestíbulo?

—Desde luego.

Dejó la servilleta junto al plato y lo siguió fuera de la habitación cerrando la puerta a su espalda.

—¿Lo ve? Es tal y como yo se lo había descrito —le dijo sin esperar a nada más.

Él cerró los ojos un instante y asintió.

—Parece tan… tan asustado y triste.

—¡Exacto!

Olvidó lo que quería decirle. Le dolía horriblemente la cabeza.

—Yo… tengo mucho que hacer hoy —era mentira. Lo que quería hacer era recuperarse de tanto coñac, tantas emociones y tantos recuerdos—. Mañana pasaré más tiempo con Calmount. Organizaré… una visita a los establos.

—Dory se volverá loca de contento —contestó, pero su encantadora sonrisa se desvaneció—. ¿Y qué pasa con el doctor Store? ¿Hablará con él?

Mejor que no. Podía llegar a estrangularlo si se lo echaba a la cara.

—Con una carta bastará.

Anna no tenía ni idea de cuándo dispondría lord Brentmore que fueran a los establos, pero se aseguró de que los niños estuvieran listos pronto, vestidos adecuadamente para estar al aire libre.

—¿Nos llevará papá a los establos como nos prometió? —preguntó Dory en cuanto Anna entró en sus habitaciones.

—Si ha dicho que lo haría, estoy segura de que así será —respondió, apartándole un mechón de la frente.

La rapidez con que había acudido a su llamada había sido tan sorprendente como su explosión de mal genio al llegar. Lo cierto era que no sabía qué esperar de él, pero al menos su preocupación por lord Cal parecía auténtica. Además, la había creído a ella por encima del doctor Store, y eso ya le parecía un milagro.

Por el momento su trabajo parecía no correr peligro, lo cual era un alivio. Estaba empezando a encariñarse con los niños y a confiar en su capacidad de enseñarlos, pero se sentía sola. Echaba de menos el hogar que tenía en Lawton House y en particular a Charlotte. No esperaba recibir correspondencia alguna de sus padres, ya que no sabían escribir, pero ¿por qué Charlotte no respondía a sus cartas? ¿Tan pronto la había olvidado?

Se quitó aquellos pensamientos de la cabeza y miró a los niños.

—Empezaremos con nuestras lecciones como es habitual. Vuestro padre llegará cuando le sea conveniente —dijo al tiempo que le entregaba una pizarra a cada uno—. Dory, tú tienes que practicar el alfabeto. Lord Cal, quiero que escribas una frase sobre plantas y rabanitos.

Dory se removió inquieta en la silla y lanzó varias miradas a la puerta mientras avanzaba con el abecedario.

Lord Cal terminó rápidamente su frase y dejó la pizarra.

Anna leyó en voz alta:

—Los rábanos se siembran poniendo tres semillas en un agujero de veinte centímetros de profundidad —era lo que les había dicho el señor Willis—. Una buena frase, Cal —le devolvió la pizarra—. Ahora escribe otra sobre sembrar guisantes.

Borró lo escrito con su trapo y se inclinó sobre la pizarra con su tiza.

Anna miró a Dory. La niña había llegado solo hasta la letra D. estaba demasiado ocupada vigilando la puerta.

Alguien llamó y abrió la puerta. Era lord Brentmore.

—Buenos días.

La estancia pareció llenarse con su presencia y los sentidos de Anna se pusieron inmediatamente en alerta. No podía desprenderse de la imagen de una pantera enjaulada cuando lo veía moverse. El aire mismo que le rodeaba parecía cargarse de turbulencias.

Cal había vuelto rápidamente a su pizarra. ¿Tendría el chiquillo la misma impresión que ella?

Lady Dory, desde luego no.

—¡Papá! —exclamó la chiquilla, corriendo hasta él—. ¿Vamos a irnos ya a los establos?

El corazón de Anna latió con fuerza. ¿Volvería a enfadarse?

Su expresión no le dejó deducir nada.

—Cuando la señorita Hill lo diga —y la miró—. No quiero interrumpir sus lecciones.

Anna respiró hondo.

—Me parece que no tiene sentido intentar seguir escribiendo con esta señorita —respondió, pellizcando la barbilla de la niña—. No creo que sea capaz de pensar en otra cosa que no sean los caballos —lord Cal seguía centrado en su pizarra—. Veamos y si a su hijo le queda poco de su frase.

Cal acabó rápidamente y le entregó la pizarra sin mirar a nadie. Anna se la entregó a su vez a lord Brentmore, que la leyó en voz alta.

—Sembrar guisantes cada dos cuartas en una línea de dos cuartas de hondo.

Anna miró a lord Brentmore antes de poner la mano en el hombro del niño.

—Buena frase también.

Lord Brentmore volvió a mirar la pizarra.

—Es cierto. Tu frase es buena.

Cal no se movía. Tenía la mirada clavada en la mesa.

Dory fue quien intervino.

—Cal escribe muy bien.

—Ya lo veo —respondió lord Brentmore. Parecía incómodo, y Anna tenía la extraña impresión de que le dolía estar en compañía de sus hijos.

—Está bien —dijo, dando dos suaves palmadas—. Vamos a ponernos sombreros, abrigos y guantes y vayámonos a los establos.

Una vez fuera, los niños y Anna tuvieron que apretar el paso para no quedar rezagados frente a las largas zancadas de lord Brentmore. ¿Es que no se daba cuenta de que los niños tenían piernecitas cortas aún?

Cruzaron una zona de hierba hasta llegar a unas construcciones para las que se había utilizado la misma piedra que para la casa. Una de las enormes portaladas estaba abierta y el jefe de los establos los esperaba.

—Milord —saludó, llevándose la mano a la visera de la gorra.

—Buenos días, Upsom. Venimos a ver los establos.

Anna esperó a ser presentada, pero lord Brentmore le negó esa cortesía, de modo que se presentó ella misma dando un paso al frente.

—Soy la señorita Hill, señor Upsom, institutriz de los niños. No nos conocíamos. Y los niños son lord Calmount y lady Dory.

Upsom era casi tan alto como lord Brentmore y también tan delgado, a diferencia de su propio padre, también mozo de cuadra, pero más bajo que ella y fornido como el tronco de un árbol.

—Encantado de conocerla, señorita —la saludó—. Este establo es para los carruajes y los caballos de silla. Los de trabajo están en otra cuadra.

Entraron. Era un establo grande, más del doble del de Lawton.

—¡Pero si no hay caballos! —exclamó Dory.

—Los caballos no están aquí, milady —explicó Upsom—, sino en el paddock.

Dory parecía francamente desilusionada.

—Podemos salir al paddock —sugirió lord Brentmore.

—¡Sí! ¡Sí! —gritó de júbilo la niña, dando saltitos.

—Síganme.

El señor Upsom hizo un gesto hacia la parte trasera del establo.

En una extensión de césped vallada había varios caballos pastando. Lord Brentmore silbó y un hermoso ejemplar negro como la tinta trotó hasta llegar a la valla.

—Este es mi caballo —se lo presentó, acariciándole la cara.

—¿Es el tuyo? —preguntó Dory encaramándose a la valla para verlo más de cerca—. ¿Y lo montas aquí?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Luchar.

Anna enarcó las cejas. Había leído en un libro sobre mitos irlandeses que Luchar y sus hermanos habían asesinado a su abuelo.

—¿Puedo acariciarlo? —preguntó Dory.

Lord Brentmore dudó un instante antes de tomar a la niña en brazos para que pudiera alcanzar al caballo.

—Despacio —le advirtió—. Y no le pongas la mano en la boca.

Anna miró entonces a Cal, que estaba un par de pasos detrás. El niño no miraba al caballo de su padre, sino a otro parado un poco más lejos, un hermoso ejemplar tordo que se movía inquieto de un lado al otro, y agachándose a su lado le preguntó:

—¿Qué caballo es ese?

El niño cruzó los brazos y bajó la cabeza.

Anna le tocó un hombro y se fue hasta lord Brentmore.

—Lord Cal estaba observando a ese caballo —le dijo, señalando al tordo.

—Era el caballo de mamá —intervino Dory.

Brentmore dejó a la niña en el suelo y evitó mirar al animal. Cal seguía inmóvil, afectado de igual modo.

¿Qué tenía ese caballo que tanto les afectaba a todos? Sintió deseos de preguntárselo a Dory, ya que era la única que siempre estaba dispuesta a hablar.

Brentmore le dio la espalda a los caballos.

—¿Sabéis montar? —les preguntó a sus hijos.

Cal lo miró brevemente antes de volver a ensimismarse.

Dory no lo dudó.

—No sabemos, pero es lo que más nos gustaría en el mundo.

—¡Upsom! Que ensillen mi caballo —se volvió a su hijo y añadió—: Calmount, tú eres el mayor. Serás el primero.

El chiquillo abrió los ojos de par en par pero pareció gustarle la idea. Lo que la visión del caballo tordo había provocado en él parecía haber desaparecido.

«Bien hecho, lord Brentmore», pensó Anna.

Cuando Luchar estuvo preparado, lord Brentmore alzó a su hijo hasta la cruz del lomo del animal y subió él a la silla, detrás de él, y comenzaron a caminar tranquilamente por el paddock. Cal parecía casi completamente relajado.

Dory fue la siguiente y apenas podía contener su alegría, y Anna sonrió mirando a lord Brentmore con aprobación.

Pero la reacción del niño ante el caballo blanco la había dejado preocupada. Por un momento había temido que explotase con alguna de sus rabietas, pero la tormenta había pasado de largo. Por aquella vez.

E-Pack Escándalos - abril 2020

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