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Diez

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—¡Anna!

Brent salió tras ella y le dio alcance ya en el segundo piso.

—¿Qué ocurre? —insistió, sujetándola por un brazo.

Ella intentó soltarse.

—A veces… no puedo olvidar lo que siento.

Él tampoco podía. Viajar con ella había cambiado algo en su interior: le había hecho desear ser un hombre corriente y no marqués. Hacía mucho tiempo que no deseaba poder renunciar a las ataduras de su título y quedar siendo solo carne y hueso.

La abrazó contra su cuerpo con intención de consolarla, de consolarse, pero fue como arrimar fuego a la paja seca. Ella le rodeó el cuello con los brazos y a través del tejido de su camisón pudo sentir la firme rotundidad de sus senos, las curvas de su cuerpo, el lugar especial que desataba sus sentidos. Bajó las manos a su cintura y la apretó contra él, ahogándose en deseo.

Le ofreció la boca y él la poseyó, saboreándola a placer. Con la lengua paladeó sus labios y el interior de su boca. Sabía a coñac.

La tomó en brazos y la llevó hasta su alcoba, dejándola sobre la cama. Estaba tan ofrecida a él como podía estarlo una mujer, tan perdida en la pasión como lo estaba él.

Se arrancó la camisa sin pensar y se tumbó junto a ella en el lecho, enredadas las piernas y viajeras las manos mientras se bebía su boca.

¿Qué mal podía haber en hacerle el amor? Los dos lo deseaban. Y sería delicado con ella. Quería ser hombre en su cuerpo, unirse a ella, alcanzar juntos el clímax.

¿Qué mal podía hacerles seguir?

Sus manos se colaron entre sus piernas hasta el lugar donde el placer explotaba, y ella se movió contra su mano.

Podían tener muchas noches de placer hasta que… hasta que él se casara.

De pronto se quedó inmóvil y un segundo después se apartaba de ella.

—No, no pares —gimió—. Quiero que sigas.

Brent tomó su cara entre las manos.

—No puedo.

Debería decirle que el marqués de Brentmore no tardaría en contraer respetable matrimonio, pero aquel era el peor momento posible para tal confesión, y cuando estaba con ella gustaba de fingir que su prometida no existía.

Su expresión mostró la angustia que la consumía.

—¿Por qué?

—Podrías… quedarte embarazada —consiguió decir.

—Como mi madre —reconoció ella con los ojos de par en par.

Brent se levantó de la cama y volvió a ponerse la camisa.

—Solo Dios sabe hasta qué punto deseo hacerte el amor, Anna, pero no estaría bien. Lo cambiaría todo entre nosotros.

Ella se frotó las sienes con los dedos.

—¿Qué vamos a hacer entonces?

—Esto, no. Debemos tener cuidado. Te prometo que no volverá a ocurrir.

—No estoy segura de que eso sea lo que quiero.

—Al menos no es lo que yo quiero, pero sí lo que debo hacer.

—Las cosas han cambiado ya bastante entre nosotros —respondió mirándole fijamente—. Siento como si se hubiera abierto una puerta que no puedo cerrar por mucho que lo intente.

Él también la miraba a los ojos.

—Lo siento, Anna.

Ella bajó la mirada y guardó silencio.

Si ella perteneciera a la buena sociedad, él estaría en la obligación de casarse con ella por haberse comportado de aquel modo, pero ese no era el caso. Y allí no había nadie, no existía un padre cariñoso o simplemente responsable que velara por ella, para insistir en que se casaran.

Esa idea le hizo daño; lo vulnerable de su estado, su soledad.

Si le hacía el amor, tendría que casarse con ella. ¿Cómo seguir viviendo consigo mismo si no? Pero ya podía imaginarse el escándalo: plantar a la señorita Rolfe para casarse con una institutriz con un pasado tan escandaloso como el suyo.

Sus hijos serían los que pagarían las consecuencias de semejante comportamiento.

—Debemos pensar en los niños —dijo—. Quiero lo mejor para ellos.

Anna asintió y se levantó de la cama con toda dignidad.

—Me he comportado de un modo abominable. Le ruego que me disculpe por ello.

Y antes de que él pudiera componer su respuesta, ella salió de la alcoba.

El día siguiente lo pasaron comportándose como institutriz y marqués, manteniendo una distancia que era tan dolorosa como necesaria. El hecho de haber estado a punto de hacerle el amor hacía que el deseo de Brent pugnara con más fuerza que nunca, pero ella estaba en lo cierto: todo había cambiado ya entre ellos.

Y por si eso no fuera suficiente, Londres lo llamaba. Parker tenía una remesa de asuntos que debía atener, y había recibido varias cartas de miembros del Parlamento en que solicitaban que volviera. Aunque estaban ya en agosto, las sesiones continuaban.

Aun así, todo aquello podía ignorarse, pero aquella mañana recibió sendas cartas de Peter y el barón Rolfe, rogándole que volviera a Londres para poner en marcha el casamiento. Las circunstancias apremiaban ya a lord Rolfe.

Tenía que regresar.

Pero era pronto para dejar a los niños.

O a Anna.

La lluvia y el frío los retenían a todos en casa, y el confinamiento no mejoraba precisamente la incomodidad de Brent. No hacía más que ir y venir por la casa, y de vez en cuando se encerraba en la galería a contemplar los retratos de sus antepasados, que alcanzaban hasta el siglo XVI.

Viendo a aquellos hombres de barbitas puntiagudas y a aquellas mujeres envueltas en encajes le costaba trabajo creer que su sangre le corriera por las venas. Aun después de los años transcurridos seguía sintiéndose en tierra extranjera.

Wyatt lo encontró.

—Ah, está usted aquí, milord. La cena esta servida —anunció desde el fondo de la galería.

—Gracias, Wyatt.

Cuando Brent llegó al comedor, Anna ya estaba sentada a la mesa.

—Siento haberla hecho esperar —dijo—. He perdido la noción del tiempo.

Ella sonrió educadamente.

—Al señor Wyatt le ha costado trabajo encontrarle.

Brent se sentó.

—Estaba en la galería.

—Ah, la galería —repitió ella.

—Con mis ancestros.

El lacayo les sirvió la sopa casi de inmediato y Brent le preguntó por las lecciones de los niños.

Anna respondió dándole todos los detalles sobre lo que habían hecho en aquel día tan lluvioso.

—Espero que mañana podamos salir. Los dos están ya nerviosos.

—Como yo.

—Si mañana sigue lloviendo —continuó, metiendo la cuchara en la sopa—, los llevaré a la sala de música para darles lecciones de baile.

Él alzó la mirada.

—Si llueve, puede que me una al grupo.

Ella lo miró.

—Estaría bien.

Sus miradas se quedaron fijas el uno en el otro.

—Y a los niños les encantaría —añadió ella.

Llegó el segundo plato.

—Hoy por fin he revisado el correo que tenía pendiente.

—¿Alguna noticia interesante? —preguntó educadamente.

—El Parlamento sigue reuniéndose.

—¿Ah, sí? —fingió interesarse.

—El señor Parker me espera con un montón de asuntos pendientes.

Anna volvió a mirarlo, y entonces fue él quien bajó la mirada.

—Tengo que volver a Londres.

—Los niños le echarán de menos —contestó ella, que había palidecido notablemente.

Brent reconoció la emoción que latía tras sus palabras y alargó el brazo para tocarla, pero no terminó de hacer el movimiento porque sabía bien que sería peor para los dos.

—¿Cree que será perjudicial para ellos que me marche? ¿Es demasiado pronto?

Anna dejó los cubiertos para mirarle abiertamente.

—En algún momento habrá de marcharse, milord.

Tenía razón. Aquellas semanas había disfrutado de una sensación de paz que no conocía. Con Anna se sentía dueño por completo de sí, fiel a sí mismo como en ningún otro lugar.

La conversación terminó en aquel punto, aunque Anna siguió haciéndole preguntas sobre su inminente viaje a Londres y él no dejó de contestar hasta que se acabó la cena.

Pero no pudo hablarle de su compromiso. Cuando estaba con ella le parecía tan irreal que le era imposible mencionarlo. Además, sus emociones estaban demasiado a flor de piel aún.

—¿Cuándo se marchará? —le preguntó cuando ya se habían retirado los platos y le habían servido a él su copa de coñac.

—Supongo que dentro de un par de días.

Miró el licor castaño de la copa y la recordó en la biblioteca. Casi desnuda. El pelo cayéndole a la espalda.

Anna se levantó.

—Bueno… os deseo buenas noches, milord.

Él se levantó también.

—Buenas noches, Anna.

Iba a salir ya cuando sintió un irrefrenable deseo de llamarla.

—¡Anna, espere!

Ella se volvió.

—Venga conmigo.

Las mejillas se le tiñeron de grana.

—Usted y los niños… podrían venir conmigo a Londres —¿cómo no se le habría ocurrido antes?—. Serán solo unas semanas, y hay tanto que enseñarles a Cal y a Dory allí.

Ella parecía dudar.

—No sé…

—Podríamos llevarlos a muchos sitios: a Astley, por ejemplo. A Dory le encantaría ver las carreras de caballos. Podemos encargarles ropa nueva, que les hace falta. Sería una buena experiencia para ellos.

Contuvo el aliento esperando a su respuesta.

—Muy bien, milord. Iremos a Londres.

Unos días después, viajaron a Londres. Lord Brentmore iba en su caballo y Anna y los niños en el carruaje con Eppy.

Resultó ser un viaje difícil. Cal y Dory nunca habían llegado tan lejos y los dos estaban muy nerviosos, además de que notaron los rigores de todo un día encerrados en un coche. Para animarlos, su padre los llevaba a ratos montados en Luchar con él, pero eso los entretenía solo brevemente. Cuando el coche llegó frente a la casa de la ciudad de lord Brentmore, los niños y Anna también estaban exhaustos.

La puerta se abrió y Anna reconoció el vestíbulo en el que diera su primeros pasos a una nueva vida. Poco se imaginaba entonces hasta qué punto se estarían cerrando los de la anterior.

Brentmore entró el primero, pero se quedó junto a la puerta esperándola, ya que ella llevaba a los niños de la mano.

El señor Parker se adelantó. Obviamente aguardaba su llegada.

—Milord —lo saludó, inclinándose—. Me alegro de tenerle de vuelta. Me he tomado la libertad de pedir que nos preparen una comida ya que, con su permiso, hemos de hablar de asuntos que requieren urgentemente su atención.

Lord Brentwood miró a Anna y se volvió a su secretario con una mirada severa.

—¿Es que has perdido los modales desde la última vez que te vi, Parker?

El hombre se quedó sorprendido, y tardó un momento en darse cuenta de lo que su señor le quería decir.

—Ah, discúlpeme, por favor —dijo, dirigiéndose en realidad a lord Brentmore. Luego se volvió a Anna—. Buenas tardes, señorita Hill.

—Buenas tardes —respondió ella, y se dio cuenta de que ni siquiera había mirado a los niños, que se habían escondido tras sus faldas nada más verlo.

—No estoy preparado para hablar de asuntos de negocios en la cena, Parker. Vuelva mañana por la mañana.

Al administrador se le cambió la cara.

—Milord, hay un par de cosas que creo que no pueden esperar ni siquiera hasta mañana.

Pero lord Brentmore no cedió.

—Está bien: dado que se ha invitado usted a cenar, hablaremos de ello después de la cena, porque no tengo intención de aburrir a la señorita Hill con tediosos asuntos, después de pasarse el día entero metida en el carruaje con dos niños pequeños.

—¿La señorita Hill?

Parker alzó tanto las cejas que casi se le pegaron al cuero cabelludo.

Estaba claro que jamás se le habría ocurrido pensar que fuera a cenar con el marqués.

Y ella estaba demasiado cansada para tener que soportar aquella clase de bienvenida.

—Milord, si no le parece mal, preferiría cenar con los niños. Están en un lugar nuevo para ellos y quiero asegurarme de que se sientan cómodos.

Lord Brentmore arrugó el entrecejo.

—¿Seguro?

—Con su permiso.

Entonces Brent se volvió hacia el señor Parker.

—Bien, Parker. Se hará como desea.

—¿Podrían indicarnos dónde están nuestras habitaciones?

—Desde luego —lord Brentmore se volvió hacia el mayordomo, que acababa de entrar y estaba cerrando la puerta—. Davies, que alguien les enseñe sus habitaciones a la señorita Hill y a los niños.

En ese instante una mujer corpulenta y de cabello gris apareció por la puerta de servicio.

—¡Milord! Acabo de enterarme de su llegada.

—Ah, señora Jones. Permítame presentarle a la señorita Hill, institutriz de los niños, y Eppy, su niñera. La señora Jones es el ama de llaves de la casa. Creo que no se conocían.

—Así es —respondió Anna—. Es un verdadero placer conocerla, señora Jones.

Su sonrisa era cálida, pero antes de contestar se inclinó hacia un lado intentando ver detrás de Anna.

—¿Y quién hay ahí detrás?

Anna empujó suavemente a los niños hacia delante.

—Lord Calmount y su hermana, lady Dory.

—Qué delicia tenerlos a todos aquí —contestó la señora Jones con los brazos en jarras—. Les hemos preparado unas habitaciones que espero que les gusten.

Lord Brentmore se acercó a sus hijos.

—Id con la señora Jones a ver vuestras habitaciones. Luego os subirán los baúles y la cena —miró al mayordomo—. ¿Verdad, Davies?

—En este mismo momento están subiendo los baúles y la cocinera ha preparado una cena muy especial para los más jóvenes.

—Excelente —Brentmore se volvió hacia Anna—. ¿Hay algo más que hayamos olvidado?

—No creo, milord —respondió, aunque estaba demasiado cansada para pensar en nada más.

—Entonces, arriba, chicos —dijo a sus hijos, y apretó cariñosamente el hombro de Cal.

—¡Yo quiero que la señorita Hill y Eppy también vengan con nosotros! —protestó Dory.

Lord Brentmore se agachó delante de ella.

—Por supuesto que irán con vosotros. Y la señorita Hill ha dicho que iba a cenar hoy en vuestras habitaciones. Es estupendo, ¿no te parece?

—Yo quiero que tú también cenes con nosotros, papá —añadió la niña.

—Hoy no va a poder ser, pero luego subo a daros las buenas noches.

Dory se llevó un dedo a la boca, pero Anna no le dijo nada. Tampoco se molestó en darle las buenas noches al señor Parker.

Siguieron a la señora Jones hasta el tercer piso.

—Hemos preparado una habitación de estudio y otra alcoba. Hay otra más pequeña para Eppy y otra para usted, señorita Hill. Espero que todo esté de su gusto.

—Seguro que lo estará. A lord Cal y a lady Dory les encantará dormir en la misma habitación. Todo es nuevo para ellos.

La señora Jones sonrió.

—El marqués ha dado instrucciones muy específicas. También ha dispuesto que una doncella se ocupe de atenderlos. Le pediré que suba en cuanto se hayan instalado.

—Qué considerado por su parte.

Tanta amabilidad se lo hacía todo más difícil. Ojalá hubiera seguido siendo el hombre arisco y severo que había conocido en aquella casa. Le resultaría mucho más fácil.

Qué tontería… estaba demasiado cansada.

Las habitaciones estaban bien, pero el estudio resultaba un poco escaso. Habían traído sus pizarras y sus tizas, los cuadernos de dibujo y algunos libros, pero no iba a ser suficiente.

Su cena consistió en carne asada y pastel de ciruelas, y un termo con leche caliente para que se lo tomaran antes de acostarse.

Tal y como había prometido, lord Brentmore acudió a darles las buenas noches. Los arropó y los besó en la frente con una ternura que le encogió del corazón a Anna.

Iba a salir ya de la habitación cuando le susurró a ella:

—¿Puedo hablar con usted un momento?

Ella asintió y se despidió rápidamente de los niños.

—Ya sabéis qué habitación es la mía y cuál la de Eppy, de modo que venid a buscarnos si necesitáis algo durante la noche —les dijo antes de salir.

El corredor era estrecho, de modo que quedaron más cerca el uno del otro de lo que le habría gustado.

—¿Cómo están los niños?

—Dory está muy apagada y Cal no ha dicho ni una palabra, ni siquiera a su hermana, pero creo que todo ello se debe al cansancio.

Él frunció el ceño.

—¿He cometido un error al invitarlos a venir conmigo?

Quizás hubiera sido mejor dejarlos en el campo, acostumbrándose a su ausencia.

—Si soy capaz de entretenerlos no lo será, pero no hay nada aquí en qué ocuparlos.

—Yo me refería a si… no importa. ¿Qué quiere decir con que no hay nada?

—No hay juguetes, ni bloques de construcción, juegos o rompecabezas. Tampoco hay muñecas ni soldados.

—Juguetes —repitió pensativo, frotándose el cuello—. ¿Cómo no se me ha ocurrido pensar en eso? Lo remediaremos mañana por la mañana.

Ella asintió.

—Pero… ¿cómo está usted, Anna? —le preguntó alargando el brazo como si fuera a tocarla—. ¿Ha sido muy duro el viaje?

Debía estar hecha un asco, pero en el fondo daba igual. No podría soportar ver admiración en sus ojos.

—Necesito descansar, eso es todo.

Parecía preocupado.

—He de volver con Parker. ¿Estará bien aquí? Por favor, pídale al servicio cualquier cosa que pueda necesitar.

Ella asintió.

—Buenas noches, milord —replicó en un tono más cortante de lo que pretendía.

Se dio la vuelta pero él la sujetó por un brazo, e inmediatamente sus sentidos se despertaron. La pasión que tanto le había costado domesticar volvió con tanta fuerza como antes.

Él debió sentirlo también porque iba a acercarse a ella pero la soltó.

—Quiero disculparme por la grosería del señor Parker —le dijo.

Ella se rozó el brazo donde él la había tocado.

—Soy una simple institutriz. No esperaba más de él.

—Yo sí —respondió acalorado—. En cualquier caso, mañana cenaremos juntos usted y yo.

Ella inclinó la cabeza.

—Como desee.

Pero él le buscó la mirada.

—Anna… —susurró.

—Buenas noches, milord —murmuró ella volviéndole la cara, y entró a toda prisa en su habitación.

E-Pack Escándalos - abril 2020

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