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Capítulo 2

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A LA una y seis minutos del día siguiente, Sierra, muy nerviosa, llamó a la puerta del piso de Cooper. Apenas había dormido esa noche. Aunque sabía que, al firmar los papeles de adopción, renunciaba a volver a ver a sus hijas, había conservado la esperanza, pero no esperaba verlas antes de que fueran adolescentes y hubieran decidido conocer a su madre biológica.

Sin embargo, allí estaba, apenas cinco meses después, a punto de que llegara el gran momento.

Una mujer abrió la puerta. Sierra supuso que sería el ama de llaves, a juzgar por el uniforme que llevaba. Tendría sesenta y muchos años.

–¿Qué desea? –preguntó la mujer con sequedad.

–Tengo una cita con el señor Landon.

–¿Es usted la señorita Evans?

–Sí.

La escudriñó de arriba abajo, hizo un mohín y dijo:

–Soy la señora Densmore, el ama de llaves del señor Landon. Llega usted tarde. Le advierto que, si consigue el trabajo, la falta de puntualidad no se le tolerará.

Sierra no entendió cómo no iba a ser puntual si iba a vivir en la casa, pero no dijo nada.

–No volverá a suceder.

–Sígame.

El frío recibimiento del ama de llaves no consiguió disminuir la emoción de Sierra. Le temblaban las manos mientras pasaban del vestíbulo a un espacio habitable ultramoderno y abierto. Las mellizas estaban al lado de una fila de ventanales con vistas a Central Park parloteando y dando manotazos a los juguetes.

¡Cómo habían crecido! Y estaban muy cambiadas. Si las hubiera visto en la calle, probablemente no las habría reconocido. Tuvo que morderse los labios para no romper a llorar. Se obligó a no moverse mientras anunciaban su llegada, cuando lo que quería hacer era correr hacia sus hijas y abrazarlas.

–La de la izquierda es Fern –le informó la señora Densmore sin el más mínimo afecto en el tono de voz–. Es la más chillona y exigente. La otra es Ivy, la más tranquila y astuta.

¿Astuta? ¿A los cinco meses? Parecía que a la señora Densmore no le gustaban los niños.

Así que no solo iba a tener que vérselas con un atleta ególatra y juerguista, sino también con un ama de llaves autoritaria y criticona. ¡Menuda diversión!

–Voy a buscar al señor Landon –dijo la señora Densmore.

Sola por primera vez con las niñas desde su nacimiento, Sierra se arrodilló a su lado.

–Cómo habéis crecido y qué guapas estáis –susurró.

La miraron de forma inquisitiva con los ojos azules muy abiertos. Aunque no eran idénticas, se parecían mucho. Las dos tenían el pelo negro y liso de su madre, así como sus pómulos, pero no presentaban ningún otro rasgo chino de los que ella había heredado de su abuela. Tenían los ojos de su padre y los dedos finos y largos.

Fern soltó un grito y le tendió los brazos. Sierra deseaba abrazarla con todas sus fuerzas, pero no sabía si debía esperar a que llegara Cooper. Con lágrimas en los ojos, agarró la manita de la niña. Las había echado mucho de menos y sintió unos enormes remordimientos por haberlas abandonado y puesto en aquella situación. Pero no volvería a dejarlas, y se ocuparía de que se criaran bien.

–Quiere que la tome en brazos.

Sierra se giró y vio a Cooper. Estaba descalzo, con la camisa por fuera de los vaqueros y las manos metidas en los bolsillos. Tenía el pelo húmedo y despeinado, como si se lo hubiera secado, pero no peinado. No se podía negar que era atractivo, con los ojos azul claro y los hoyuelos que se le formaban en las mejillas al sonreír. Incluso resultaba atractiva su nariz, ligeramente torcida. Pero los atletas no eran su tipo. Prefería a los estudiosos o a los hombres con una profesión.

–¿Le importa que lo haga?

–Claro que no. De eso se trata en esta entrevista.

Sierra sentó a la niña en su regazo. Fern se fijó en la cadena de oro que le colgaba del cuello e intentó agarrarla, por lo que Sierra se la metió debajo de la blusa.

–Es muy grande.

–Pesa unos siete kilos, creo. Recuerdo que mi cuñada decía que tenían un tamaño normal para su edad. No sé lo que pesaron al nacer. Me parece que hay un cuaderno por algún lado con toda la información.

Habían pesado algo más de tres kilos cada una, pero ella no podía decírselo, ni tampoco que el cuaderno lo había comenzado a escribir ella y se lo había dado a Ash y Susan cuando se llevaron a las niñas. Había escrito en él todo lo referente a su embarazo: la primera patada, la primera ecografía De ese modo, los padres adoptivos podrían enseñárselo a las niñas cuando crecieran. Y aunque había incluido fotos de las diversas fases del embarazo, en ninguna de ellas se le veía la cara. No había nada que pudiera identificarla.

Ivy comenzó a protestar, probablemente celosa de que toda la atención se le prestara a su hermana. De pronto, Cooper la tomó en brazos y la levantó, la lanzó hacia arriba y la volvió a agarrar.

Al ver la cara de Sierra, se echó a reír.

–No se deje engañar. Es un diablillo.

Se sentó frente a ella y se puso a la niña en el regazo. Fern le tendió los brazos y trató de escapar de los de Sierra. Ella no esperaba que las niñas se hallaran tan a gusto con él, que le demostraran afecto. Y esperaba que él fuera mucho más inepto y carente de interés por ellas.

–¿Trabaja con bebés más pequeños?

–Normalmente con recién nacidos.

–Voy al mercado –dijo la señora Densmore desde la cocina–. ¿Necesita algo? –le preguntó a Cooper.

–Pañales y esos tarros de fruta que les gustan a las niñas. Y también cereales, los de la caja azul. Se están acabando.

El ama de llaves salió por la puerta de servicio. Sierra se preguntó cómo sabría Coop que se estaban quedando sin cereales y por qué se habría molestado en comprobarlo.

–¿Las niñas toman alimentos sólidos?

–Fruta y cereales. Y biberones, claro. Una cantidad sorprendente. Tengo la impresión de que me paso todo el día preparándoselos.

¿Les preparaba los biberones? No podía imaginárselo.

–¿Duermen toda la noche?

–Aún no, aunque van mejorando. Al principio se despertaban continuamente –sonrió a Ivy con afecto y algo de tristeza mientras le retiraba un mechón de pelo de los ojos–. Creo que echan de menos a sus padres. Anoche solo se despertaron dos veces, y durmieron en la cuna. Muchas veces acaban en mi cama. Reconozco que tengo muchas ganas de dormir de un tirón toda la noche. Y solo.

–¿Duerme con ellas? –preguntó ella tratando de que no se le notara la incredulidad.

–Sí, y le advierto que acaparan toda la cama. No me explico cómo alguien tan pequeño puede ocupar tanto espacio.

La idea de un hombre tan alto y corpulento acurrucado con dos bebés en la cama era adorable.

–¿Con quién creía que dormirían?

–Supuse… ¿No las cuida la señora Densmore?

–De vez en cuando, si tengo trabajo. Tras criar a seis hijos y dos nietos, dice que está harta de cuidar niños.

–¿Siempre es tan…? –buscó una forma de decir «desagradable» que no fuera hiriente, pero Cooper pareció leerle el pensamiento.

–¿Malhumorada? –sonrió y ella tuvo que reconocer que el corazón comenzó a latirle un poco más deprisa.

Sonrió a su vez.

–Sé que no ganaría un concurso de simpatía, pero es una buena ama de llaves y una cocinera cojo… Fantástica, quiero decir. A la señora Densmore no le gusta que diga palabrotas, y a veces lo hago para fastidiarla.

–Creo que no le caigo bien.

–No importa lo que ella piense. Quien va a contratarla soy yo. Y resulta que creo que es usted perfecta para este trabajo. Supongo que, puesto que está aquí, sigue interesada.

–Por supuesto. ¿Me ofrece, entonces, el empleo?

–Con una condición. Quiero que me dé su palabra de que se quedará. No se imagina lo difícil que fue la primera semana, después de… –cerró los ojos y suspiró–. Las cosas han comenzado a calmarse y he conseguido establecer una rutina para las niñas. Necesitan hábitos regulares, o eso fue lo que me dijo la asistente social. Lo peor sería que tuvieran que cambiar de niñera cada poco tiempo.

De eso, él no tendría que preocuparse.

–Nos les fallaré.

–¿Está segura? Porque dan mucho trabajo, más del que me podía imaginar. En comparación, el hockey es pan comido. Quiero estar seguro de que se compromete a quedarse.

–Voy a dejar mi piso y a ingresar a mi padre en una residencia que no puedo pagar si no es con este sueldo. Me comprometo a quedarme.

Coop pareció aliviado.

–En ese caso, el puesto es suyo. Y cuanto antes empiece, mejor.

Ella estuvo a punto de echarse a llorar. Abrazó a Fern con fuerza. Sus niñas estarían bien y ella estaría con ellas para cuidarlas. Y tal vez un día, cuando fueran mayores y pudieran entenderlo, les contaría quién era y por qué tuvo que abandonarlas. Tal vez pudiera ser una verdadera madre para ellas.

–¿Señorita Evans? –Cooper la miraba expectante esperando su respuesta.

–Llámeme Sierra. Y puedo empezar inmediatamente, si le parece bien. Solo necesito un día para hacer la maleta y trasladar mis cosas.

Él pareció sorprendido.

–¿Y tu piso? ¿Y los muebles? ¿No necesitas tiempo para…?

–Voy a subarrendarlo. Una amiga del trabajo se va a quedar con él y con los muebles –eran de su padre, en realidad. Cuando Sierra comenzó a ganar dinero suficiente para alquilar un piso por su cuenta, su padre estaba demasiado enfermo para vivir solo, así que tuvo que quedarse con él. Nunca había tenido piso propio. Y parecía que tardaría mucho en tenerlo.

–Haré la maleta hoy y me mudaré mañana.

–¿Y tu trabajo? ¿No tienes que advertirles con antelación de que lo dejas?

Ella negó con la cabeza.

–Le diré a Ben, mi abogado, que redacte el contrato. Teniendo en cuenta a lo que me dedicaba, habrá normas de confidencialidad.

–Entiendo.

–Y, por supuesto, tu abogado puede verlo antes de que lo firmes.

–Le llamaré hoy mismo.

–Estupendo. Te voy a enseñar la habitación de las niñas y la tuya.

–Muy bien.

Se levantaron del suelo y él, con Ivy en los brazos, guio a Sierra, con Fern en los suyos. La niña parecía muy contenta, a pesar de que Sierra fuera una desconocida. ¿Sería posible que percibiera el vínculo madre hija?

–Esta es la habitación de las niñas –dijo él indicándole una puerta a la izquierda e invitándola a entrar. Era la más grande y bonita que Sierra había visto en su vida, y había en ella dos cunas blancas, una al lado de la otra, y una mecedora junto a la ventana. Sierra se imaginó abrazando a las niñas mientras les cantaba una canción y las mecía para dormirlas.

–Es preciosa, Cooper.

–Llámame Coop –dijo él sonriendo–. Solo mi madre me llamaba Cooper, y lo hacía cuando estaba enfadada. En cuanto a la habitación, no es mérito mío. Se trata de una réplica exacta de la que tenían en casa de sus padres. Creí que les facilitaría el cambio.

De nuevo la volvió a sorprender. Tal vez él no fuera tan egoísta como había supuesto. O tal vez estuviera desempeñando el papel de tío responsable por necesidad, y, cuando ella estuviera allí para ocuparse de las niñas, él demostraría que su reputación era cierta.

–Tienen su cuarto de baño y su armario –dijo él señalando una puerta cerrada.

Ella la abrió. El armario era enorme. De las barras colgaban prendas suficientes para una docena de bebés: vestidos, jerséis, vaqueros y camisetas, todos de marca y muchos aún con la etiqueta puesta, y todos por duplicado. Sierra nunca hubiera podido comprar tanta ropa. Estaba ordenada por estilo, color y tamaño, escritos en etiquetas adhesivas colocadas en el estante encima de la barra.

Sierra nunca había visto nada igual.

–¡Vaya! ¿Lo has hecho tú?

–No, ha sido cosa de la señora Densmore. Es una fanática del orden.

Para Sierra, por el contrario, el orden no era su fuerte.

–El cuarto de baño está aquí –le indicó él mientras pasaba a su lado y abría otra puerta, dejando un agradable olor a jabón.

Coop olía muy bien y, aunque era una estupidez, estaba aún más atractivo con la niña en brazos. Tal vez fuera que ella siempre había deseado estar con un hombre a quien se le dieran bien los niños, porque en su profesión había visto a muchos que ni siquiera se tomaban la molestia de visitar a sus hijos enfermos. Y también estaban los maltratadores que hacían que sus hijos fueran al hospital.

Pero se dijo que el hecho de que a un hombre se le dieran bien los niños no lo convertía en un buen padre, ni tampoco el que les pusiera una bonita habitación con un enorme armario lleno de ropa y juguetes. Las mellizas tenían que saber que, aunque sus padres ya no estuvieran, había alguien que las quería y se ocupaba de ellas.

Abrazó a Fern y le acarició la espalda. La niña apoyó la cabeza en su hombro con el pulgar metido en la boca.

–Voy a enseñarte tu habitación –dijo él. Ella lo siguió al otro lado del vestíbulo.

Era aún más grande que la de las niñas y además tenía una zona para estar, cerca de la ventana. Con el dormitorio, el vestidor y el cuarto de baño, era más grande que su piso.

Los muebles y la decoración no eran de su gusto. Los colores: blanco, negro y gris, eran demasiado modernos y fríos; y el mobiliario, de acero y cristal, demasiado masculino. Pero se acostumbraría.

–¿Tan mal está?

Sierra lo miró. Tenía el ceño fruncido.

–No he dicho nada.

–No ha hecho falta. No hay más que mirarte a la cara. Lo odias.

–No lo odio.

–Estás mintiendo.

–No es lo que yo hubiera elegido, pero tiene… estilo.

Él se rio.

–Sigues mintiendo. Te parece horrible.

Ella se mordió los labios para no sonreír, pero lo hizo de todos modos.

–Me acostumbraré.

–Llamaré al decorador. Elige lo que quieras: la pintura, los muebles. Todo.

Ella abrió la boca para decirle que no sería necesario, pero él alzó la mano para detenerla.

–¿Crees que voy a consentir que vivas en una habitación que no te gusta? Este va a ser tu hogar y quiero que estés cómoda.

Ella se preguntó si siempre sería así de amable o si estaba tan desesperado por conseguir una niñera de fiar que haría lo que fuera para convencerla de que aceptara el empleo.

–Si no te importa, me gustaría añadir algún toque femenino.

–Puedes dormir en la habitación de las niñas hasta que esta esté acabada o, si quieres más intimidad, hay una cama plegable en mi despacho.

–Me vale la habitación de las niñas –le gustaba la idea de dormir al lado de sus hijas.

Él indicó a Fern con un gesto de la cabeza.

–Creo que deberíamos acostarlas. Es la hora de la siesta.

Sierra miró a la niña y se dio cuenta de que se había quedado dormida. Ivy, con la cabeza apoyada en el hombro enorme de Coop, también parecía soñolienta.

Llevaron a las niñas a su cuarto y las acostaron. Salieron sin hacer ruido y él cerró la puerta.

–¿Cuánto duermen? –preguntó ella.

–Si tienen un buen día, dos horas. Pero esta mañana han dormido hasta las ocho, así que probablemente ahora dormirán algo menos –se detuvo en el vestíbulo y le preguntó–: Antes de llamar a mi abogado, ¿quieres algo de beber? ¿Zumo, tónica, un biberón?

Ella sonrió.

–No, gracias.

–Muy bien. Esta es tu última oportunidad de cambiar de idea con respecto al trabajo.

–No voy a cambiar de idea.

–Estupendo. Vamos a mi despacho a llamar a Ben –dijo Coop con una sonrisa–. Pongamos manos a la obra.

E-Pack Jazmín B&B 2

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