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Prólogo

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–¿Me oye, señor? ¿Nos puede decir su nombre?

El dolor lo atenazaba. La cabeza. El brazo. El pecho. Algo le había ocurrido, pero no comprendía de qué se trataba. Sentía movimiento y oyó una sirena. ¿Acaso…? ¿Estaba en una ambulancia?

–Señor, ¿cuál es su nombre?

–St. John. Jus… Jus…

Las palabras se le escaparon entre los labios. Sonaban extrañas a sus oídos. Por alguna razón, le resultaba imposible coordinar la boca y la lengua lo suficientemente bien como para poder pronunciar su nombre de pila, lo que le obligó a conformarse con el diminutivo.

–Jus St. John. ¿Qué…?

El hombre que le había preguntado su nombre pareció entender lo que él quería decir.

–Ha sufrido un accidente de automóvil, señor St. John. Está usted en una ambulancia y lo llevamos en este momento al hospital para que puedan tratarle las lesiones.

–Un momento –dijo otra voz de una mujer. Resultaba tranquilizadora–. ¿Ha dicho St. John? ¿Justice St. John? ¿El verdadero Justice St. John?

–¿Conoces a este hombre?

–He oído hablar de él. Es un famoso inventor. Robótica. Dirige una empresa llamada Sinjin. Es una especie de ermitaño. Su fortuna se calcula en miles de millones de dólares.

El hombre lanzó una maldición.

–Eso significa que si no sale adelante, adivina quién se va a llevar la culpa. Es mejor que llamemos a la supervisora y la alertemos de que tenemos a un famoso en la ambulancia. Ella querrá adelantarse al circo mediático.

Alguien hizo otra pregunta. Preguntas interminables. ¿Por qué diablos no lo dejaban en paz?

–¿Tiene alguna alergia, señor St. John? –insistió la voz. Siguió hablando en voz más alta–. ¿Algún problema de salud que deberíamos conocer?

–No. No me puedo mover.

–Lo hemos inmovilizado como precaución, señor St. John –dijo la voz tranquilizadora–. Por eso no se puede mover.

–Tiene la tensión muy baja. Tenemos que estabilizarlo. Señor St. John, ¿se acuerda de cómo ocurrió el accidente?

Por supuesto que se acordaba. Un conductor iba hablando o escribiendo un mensaje con su teléfono móvil cuando perdió el control del coche. Dios, sentía tanto dolor… Abrió un ojo. El mundo se mostró en un remolino de color y movimiento. Una fuerte luz lo obligó a cerrarlo y a apartar la cara.

–Basta ya, maldita sea –gruñó. Su voz sonó mucho más fuerte.

–Las pupilas reaccionan. Ya tiene la vía puesta. Repetid las constantes vitales. Decidle a la supervisora que vamos a necesitar a un neurólogo. A ver si puede ser Forrest. No hay que correr ningún riesgo. Señor St. John, ¿me oye?

Justice volvió a soltar una maldición.

–Deje de gritar, por el amor de Dios.

–Lo llevamos al Lost Valley Memorial Hospital. ¿Hay alguien a quien podamos avisar de lo que le ha ocurrido?

Pretorius. Su tío. Podrían llamar a su tío. Necesitarían que él les diera el número de teléfono, pero el dolor que sentía en aquellos momentos le impediría hacerlo. Trató de explicar el problema, pero parecía que, una vez más, la lengua se negaba a pronunciar las palabras.

En ese momento, Justice se dio cuenta de que, aunque él pudiera explicarse, su tío no acudiría. No era que él no quisiera. De hecho, le desesperaría no hacerlo, pero, al igual que el impenetrable muro que impedía que Justice les diera a sus rescatadores el número de teléfono, una barrera igual de insoldable le impediría a Pretorius salir de su casa. El miedo era imposible de superar.

Entonces, comprendió que no tenía a nadie. Nadie a quien le importara si vivía o moría. Nadie que pudiera ocuparse de su tío si él no sobrevivía. Nadie que transmitiera su legado a las generaciones posteriores. ¿Cómo había ocurrido eso? ¿Por qué había permitido él que ocurriera? ¿En qué momento se había aislado?

Había vivido en un completo aislamiento desde hacía algunos años. Se había mantenido al margen de todo vínculo emocional por el dolor que la vida solía proporcionar. Eso significaba que moriría solo, que nadie, a excepción de los que lo respetaban en su faceta profesional, lloraría su pérdida. Había deseado mantenerse apartado del resto del mundo. Anhelaba la soledad. Quería que todos lo dejaran en paz y lo había conseguido. Pero, ¿a qué precio? Por fin lo veía muy claramente. Año tras año, invierno tras invierno, una nueva capa de hielo había ido recubriendo su corazón y su alma hasta el punto de que ya no creía que pudiera calentarlo nunca más.

Hacía algún tiempo había conocido la primavera, la calidez de un día de verano y el amor de una mujer. ¿Mujer? En realidad no había sido más que una niña, una muchacha cuyo nombre había tratado de enterrar profundamente en su pensamiento para olvidarlo de una vez por todas, pero que, a pesar de sus esfuerzos, se había marcado con fuego en cada una de las fibras de su ser. Daisy. Ella era la que le había demostrado de una vez por todas que los sentimientos eran un mal innecesario. ¿Y en qué se había convertido él?

–Señor St. John. ¿Podría darnos el nombre de alguien a quien debamos notificar lo sucedido?

–No.

Admitió la dolorosa verdad y permitió que la inconsciencia volviera a reclamarlo, que los dolorosos recuerdos lo transportaran a un lugar oscuro y nebuloso.

No había nadie.

E-Pack Jazmín B&B 2

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