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I. LAS VERDADES INSATISFACTORIAS
ОглавлениеEncontrar y decir la verdad sobre graves violaciones es una condición para reparar, sostiene Walker (2015). Pese a que es habitualmente reconocido que “[e]s probable que ninguna forma de reparación por sí sola sea satisfactoria para las víctimas” (Consejo de Seguridad, 2004), se suele enfatizar en la propiedad satisfactoria de la verdad. En ese sentido, las medidas de reparación comprenden mecanismos de satisfacción que han de incluir “[l]a verificación de los hechos y la revelación pública y completa de la verdad” (Asamblea General de las Naciones Unidas, 2005).
La verdad se ha entendido no solo como un derecho individual sino como un derecho que pertenece a la sociedad en su conjunto. Desde la perspectiva individual la verdad debe, supuestamente, satisfacer a las víctimas, otorgando un panorama de lo ocurrido y brindando –al menos parcialmente– la oportunidad de recobrar la paz arrebatada por el acto dañino. “El derecho a la verdad ha surgido como respuesta frente a la falta de esclarecimiento, investigación, juzgamiento y sanción de los casos de graves violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH por parte de los Estados”, señala la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2014, p. 19), organismo que también reconoce en la verdad una forma de reparación.
[F]orma parte del derecho a reparación por violaciones de los derechos humanos, en su modalidad de satisfacción y garantías de no repetición, el derecho que tiene toda persona y la sociedad a conocer la verdad íntegra, completa y pública sobre los hechos ocurridos, sus circunstancias específicas y quiénes participaron en ellos (CIDH, 2000, párr. 148).
Por otra parte, la verdad se tiene como un derecho de los pueblos pues se entiende que para las sociedades es fundamental saber lo que ocurrió y así poder proponer las transformaciones necesarias y reconstituir las relaciones sociales resquebrajadas por la conducta problemática. “Sin verdad la paz no será posible”, decía una carta de apoyo a la Comisión de la Verdad colombiana suscrita por 964 organizaciones sociales en 2018 (3Colibris et al., 13 de agosto del 2018).
Tanto los Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones de las normas internacionales de derechos humanos y del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones (Principio 22[b]) como el Conjunto de principios actualizado para la protección y la promoción de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad (Economic and Social Council, 2005; Office of the High Commissioner for Human Rights, 2005), el Grupo de Trabajo sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias (Economic and Social Council, 1990, pár. 339), la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (1986, p. 205) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han establecido que la verdad es un derecho que les asiste tanto a los familiares de las víctimas como a la sociedad (2002, párr. 100; 2015, párr. 264).
[E]l derecho a la verdad se puede entender como un derecho tanto individual como colectivo. […] Esta opinión ha sido reiterada por los tribunales superiores de justicia de la Argentina2, el Perú3 y Colombia4. La Comisión de Derechos Humanos de Bosnia y Herzegovina también señaló la importancia de dar a conocer al público la verdad sobre los hechos que rodearon la matanza de Srebrenica, y ordenó a la República Srpska que así lo hiciera5 (Economic and Social Council, 2006).
El derecho de una sociedad a conocer íntegramente su pasado no sólo se erige como un modo de reparación y esclarecimiento de los hechos ocurridos, sino que tiene el objeto de prevenir futuras violaciones (CIDH, 2000).
El reconocimiento de la verdad como un derecho en cabeza de la sociedad y de las víctimas se presenta como un avance particularmente pacífico que resiste cualquier cuestionamiento. No obstante, para elaborar un análisis de las verdades insatisfactorias emerge una dimensión problemática con respecto a los sujetos del derecho. Esta constatación puede ser traducida a través de la siguiente pregunta: cuando hablamos de satisfacción relacionada con el establecimiento de una verdad, ¿pensamos en satisfacción para o según quién(es)? ¿A quién(es) le(s) preguntamos si la verdad es (in)satisfactoria?
Esta pregunta excede un problema metodológico (cómo ubicar la información) y nos sitúa ante una pregunta sustancial sobre el sujeto de la satisfacción. ¿El aspecto de la satisfacción está necesariamente circunscrito a las víctimas o es acaso, siempre, un derecho de la sociedad en su conjunto? ¿La satisfacción de las víctimas basta o debe haber una cierta expresión de satisfacción social? ¿Es esta pregunta realmente disyuntiva? ¿La satisfacción de la sociedad basta pese a la discrepancia eventual de las víctimas concretas? Si las expectativas sociales están desacopladas con las expectativas de las víctimas concretas, ¿qué hacer?
Hablamos de víctimas concretas para referirnos a las personas que han encarnado el dolor, el daño, la violencia. Hablar de víctimas concretas refiere a una distinción con las víctimas ideales o abstractas. La expresión víctimas ideales elaborada por Nils Christie pone de presente el establecimiento social de una serie de características abstractas atribuibles a las personas que sufren una conducta nociva que son a su vez estructurantes del estatus de víctima: a través de atributos abstractos la sociedad decide a quién corresponde llamar víctima y dar atención conforme con tal condición.
Las víctimas ideales permiten no solo la definición del estatus de víctima y su procedimiento para la atribución, sino que constituyen parámetros esenciales en torno a cómo se experimenta el daño en la sociedad y cómo debe ser la reacción de los diferentes sistemas sociales frente al mismo.
La combinación de atribución del estatus de víctima y la estandarización de la reacción social frente a los hechos victimizantes a través de la figura de la víctima ideal ha sido determinante para erigir en víctima a la sociedad en general. El acaparamiento de la sociedad de la posición de la víctima ha creado simultáneamente un proceso de expropiación del conflicto para quienes sufren concretamente una cierta conducta nociva.
En dicho contexto racional, la sociedad trata los conflictos sociales a través de expectativas que no son “neutrales”, sino, más bien, desde una experiencia social de afectación. De dicho modo, la respuesta social a los hechos debe exhibir un reproche, mas no puede enseñar bondad, acogida y oportunidad pues se percibe que “todos” fueron afectados. Se debe, además, tratar con hostilidad y lograr que la medida produzca aflicción en las personas sometidas a la respuesta; de lo contrario, se percibe que las medidas podrían impulsar nuevos problemas, en vez de atender y prevenir.
La sociedad como víctima ha creado un proceso de expropiación del conflicto para quienes en particular sufren por una conducta. “En esta situación, la víctima es el gran perdedor. No solo ha sido lastimada, ha sufrido o ha sido despojada materialmente, y el Estado toma su compensación, sino que además ha perdido la participación en su propio caso”, advierte Christie (1992).
En Conflicts as Property, Christie expone cómo la criminología ha ampliado un proceso de especialización en la gestión de los conflictos criminales, los cuales son expropiados de las partes directamente imbuidas en él. Estos conflictos se convierten así en propiedad de otros –especialmente de los operadores jurídicos–, que aprehenden problemas reales de personas concretas para traducirlos en problemas generales del sistema encarnados en roles abstractos: de un lado, la sociedad en su conjunto que acusa, procesa y es, a su vez, víctima de lo ocurrido (en algunos casos acompañada por quienes sufren concretamente el daño) y de otro lado un infractor que se convierte en un objeto del sistema. De este modo, los conflictos con trascendencia jurídica se convierten en propiedad de los expertos, y su gestión se convierte en una forma de disposición de medidas útiles para conservar los intereses de otras personas.
En este contexto, las expectativas de satisfacción que se elaboran a partir del imaginario público tienen una trayectoria diferente cuando no posiblemente opuesta a la de las víctimas concretas. En síntesis: las necesidades de las víctimas se disuelven.
En contextos de atrocidad masiva puede hacerse difícil delimitar a los sujetos que sufren el daño, no solo por su determinabilidad sino por las presiones de demandas sociales que abogan por ampliar el espectro de las víctimas. Las víctimas concretas tienden entonces a difuminarse en un universo de difícil lectura.
La expresión crimen de lesa humanidad es un claro ejemplo de la morigeración de las fronteras conceptuales: al admitir que existen crímenes que ofenden a la humanidad como un todo se ha permitido avanzar jurídicamente en la persecución de ciertas conductas y se ha despertado conciencia social sobre la magnitud y gravedad de muchos problemas sociales. Como lo dice el primer estudio sobre crímenes de lesa humanidad del relator especial en la materia de la Comisión de Derecho Internacional de Naciones Unidas, el crimen de lesa humanidad “es tan atroz que es un ataque no sólo a las víctimas inmediatas, sino también contra toda la humanidad, y de ahí la comunidad entera de la humanidad tiene un interés en su castigo” (Asamblea General, 2015).
Esta figura jurídica en cierto sentido muestra una realidad de la que, de manera simultánea y paradójica, se desentiende; esta es, aquella de las víctimas concretas, pues ciertos actos se gradúan como problemas que trascienden a esas personas en su individualidad o, incluso, en su dimensión colectiva. Como lo explica el Tribunal para la antigua Yugoslavia, “la conducta del perpetrador no es sólo contra la víctima inmediata, sino también contra toda la humanidad […]. Por consiguiente, afectan o deben afectar a todos y cada uno de los miembros de la humanidad, cualquiera que sea su nacionalidad, grupo étnico y ubicación” (Appeals Chamber, 1997).
Lo anterior es un claro ejemplo de una categoría jurídica que conlleva la abstracción de las víctimas y de sus necesidades y expectativas, entre ellas las relativas a la verdad:
El lenguaje de la justicia de los tribunales, así como el de los derechos humanos, hace el sufrimiento asequible para ciertos gestores de poder nacionales e internacionales, pero de ninguna manera garantiza que será representado, utilizado o respondido en la forma en que la persona que sufre necesita o desea. De hecho, una vez que el sufrimiento ha sido traducido a un lenguaje estandarizado internacionalmente que opera según sus propias reglas, ya no está en manos de la víctima; la víctima, voluntariamente o sin querer, ha así cedido poder sobre unas “autoridades” distantes (Saunders, 2008).
En general, podríamos decir, cuanto más grave sea considerada una conducta por la sociedad, existe un mayor nivel de abstracción de las víctimas en el sentido de que la sociedad colma el espacio de la afectación, aplazando –cuando no reemplazando– la pregunta por las víctimas concretas. Se depone así una visión anascópica, o “desde abajo” de la vida social, ante la visión catascópica, que según Hulsman es aquella de “desde arriba” define la realidad “de acuerdo con las definiciones de la realidad y el marco conceptual burocrático que asume el sistema penal” (Anitua, 2016, 29).
Tal substitución, que suele suceder con la intervención del sistema jurídico frente a los conflictos sociales particularmente graves, genera un efecto paradójico de invisibilización a través de la sobreexposición pública de un problema social: la expropiación del conflicto en favor de la imagen victimizada de la sociedad impide reconocer la concreción del hecho victimizante y sus dimensiones en quienes se centró particularmente.
Esto puede llevar aparejado un problema de desacoplamiento de las expectativas y necesidades sociales que emergen a raíz de una situación de atrocidad vivida. Tal problema es explícito cuando existen expectativas que son diferentes entre la sociedad y las víctimas concretas, especialmente cuando realzan contradicciones fundamentales.
En general suele aseverarse, por ejemplo, que la verdad tiene un efecto liberador (Kanyangara, Rimé, Philippot & Yzerbit, 2007) puesto que “puede ayudar en el proceso de recuperación después de eventos traumáticos, restaurar la dignidad personal (con frecuencia después de años de estigmatización) y levantar salvaguardas contra la impunidad y la negación”, como señalan González et al. (2013, p. 8). Desde esta perspectiva, la víctima ideal se ha de mostrar colaboradora con el fin de obtención de la verdad y dispuesta a contribuir en cuanto esté a su disposición para el esclarecimiento de lo ocurrido no solo para sí sino en pos de la sociedad en general.
No obstante, en los estudios sobre justicia transicional se ha puesto de relieve que muchas de las víctimas reciben un fuerte impacto sobre su salud emocional “asociado al recuerdo del pasado, encontrando síntomas de depresión o estrés post traumático entre otros (Broneus, 2008; Hamber, 2007; Kanyangara, Rimé, Philippot & Yzerbit, 2007; Rimé, Kanyangara, Yzerbyt & Páez, 2011)” (Reyes, Carlos, Grondona, Gino, & Rodríguez, Marcelo, 2015: 123). En estos eventos es viable preguntarse por la preponderancia de la integridad de las víctimas por sobre el derecho de la sociedad en general. A este respecto, los Principios sobre Reparaciones de Naciones Unidas han establecido que “la revelación pública y completa de la verdad” debe producirse “en la medida en que esa revelación no provoque más daños o amenace la seguridad y los intereses de la víctima, de sus familiares, de los testigos o de personas que han intervenido para ayudar a la víctima o impedir que se produzcan nuevas violaciones” (Principios sobre Reparaciones, ONU, 2005). De lo contrario, la preponderancia absoluta de la verdad para la sociedad podría llevar a las víctimas a ver relegada su propia integridad.
El desacoplamiento entre la víctima ideal y las víctimas concretas no existe únicamente en el ámbito de los posibles efectos de la verdad sino también a nivel de las connotaciones sociales que emergen de las verdades insatisfactorias.
Un ingrediente fundamental de insatisfacción proviene de cuando la sociedad pone en duda su autoidentificación como víctima. Esta constatación puede suponer abandonar los discursos de inocencia social frente a la atrocidad. Los discursos sociales elaborados en Alemania en torno al Holocausto nazi han comprometido por generaciones a la sociedad frente a la dificultad de saberse funcional a la ejecución de unas políticas de atrocidad tal como los derivados del Tercer Reich. En paralelo, otras sociedades podrán encontrar particularmente incómodo verse al espejo generación tras generación de esta forma. En Colombia, por ejemplo, la identificación de la sociedad como víctima del conflicto armado domina por sobre cualquier reconocimiento de esta como responsable por las atrocidades derivadas del conflicto armado.
El entonces presidente Juan Manuel Santos declaró en el acto de recepción del informe ¡Basta Ya! del Centro Nacional de Memoria Histórica: “Hay una verdad que evitamos decir en su dimensión correcta, esa verdad incómoda es que la mayoría de los colombianos no conocemos ni entendemos del todo el dolor que han sufrido nuestros propios compatriotas durante tantas décadas de violencia” (CNMH, 27 de noviembre del 2013, min. 7:37). El relato de la indiferencia social como una forma de verdad incómoda nos permite hacer un puente entre las verdades insatisfactorias y las verdades incómodas.
En el contexto de la justicia transicional en Colombia se ha abordado el problema de la incomodidad bajo la metáfora de “tragar sapos”. Este discurso ha sido incorporado para captar la contrariedad que comporta hacer concesiones estratégicas a quienes se consideran adversarios, especialmente dirigida a quienes son considerados transgresores del orden constitucionalmente establecido.
Diversos discursos de líderes políticos y actores de diferentes extracciones sociales justificaron las negociaciones entre las Farc y el gobierno nacional con un discurso que se hacía a la idea de resignarse frente a lo incómodo e indeseable (tragar sapos) para avanzar pese a ello en un deseable. “Si queremos la paz tenemos que sentarnos con ellos [las Farc] a decir cómo es que vamos a acordar esta paz. La alternativa es 20 o 30 años más de guerra de lo que estamos viviendo con víctimas, sufrimiento y muerte. Sí, son sapos muy grandes que uno se tiene que tragar”, declaró el presidente Santos en el momento de la negociación (Redacción Política, 27 de octubre del 2014).
En este contexto discursivo, lo indeseable se centraba en la concesión de beneficios de justicia y participación política para los grupos subversivos, mientras que lo deseable era la paz, que se lograría con una realización estratégica de los derechos de las víctimas que llevara, entre otras cosas, al establecimiento de la verdad y el paradero de las personas desaparecidas con ocasión del conflicto armado.
En dicho contexto, las verdades insatisfactorias fueron claramente relegadas de los discursos que justificaban las negociaciones entre el Estado y las Farc: es difícil argumentar que la incomodidad de una justicia alternativa para actos atroces se vería compensada por el establecimiento de verdades que podrían resultar insatisfactorias. En palabras simples: es difícil (si no imposible) justificar una incomodidad para llegar a otra, o, usando la metáfora, tragarse un sapo para que el siguiente platillo fuera un ratón. Las verdades insatisfactorias no son nada mejor que relegadas por el desafío político que suponen y su capacidad de irritación social. En este sentido, si bien la satisfacción no es igual a la comodidad de la verdad, la última puede eclipsar la posibilidad de esclarecer verdades insatisfactorias.
La incomodidad no solo se centra en el contenido (lo revelado como incómodo), o en el momento histórico (como los contextos de especial alteración social o de bisagra como las transiciones), sino que puede referirse también al lugar de enunciación: por ejemplo, la realidad de la violencia estatal en el contexto colombiano es especialmente irritante cuando se elabora desde discursos subversivos. Lo propio ocurre cuando la violencia guerrillera es elaborada como justificante de la atrocidad paramilitar. Y así sucesivamente. En general, esto ocurre con discursos que buscan enmascarar la violencia propia en la atrocidad del contrincante.
Sin descartar la existencia de hechos victimizantes que resultan ilegítimos en el contexto de la conducción de hostilidades propias de los conflictos armados, el lugar de enunciación de los grupos armados frente a estos hechos puede resultar especialmente incómodo para quienes han sufrido las consecuencias de sus actos. No obstante, dicho lugar puede resultar también esclarecedor cuando los grupos dan el paso hacia la revelación de la verdad para que, aún incómoda, pueda satisfacer a las víctimas. En este caso, entonces, podemos avizorar la distinción entre una verdad incómoda que genera una cierta irritación en los actores sociales que la manipulan y una verdad insatisfactoria que se evalúa conforme a las necesidades y expectativas concretas de las víctimas.
Aun así, es común que en el lenguaje político las verdades que sacuden el statu quo, incluso aunque cumplan todos los requisitos para ser consideradas satisfactorias, pueden ser tildadas de incómodas. Ocurrió en Canadá este año. Al revelarse el informe y las conclusiones de la Investigación Nacional sobre Niñas y Mujeres Indígenas Desaparecidas y Asesinadas (que surgió luego de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación sobre el sistema educativo residencial del Estado canadiense que casi aniquila los pueblos indígenas de ese país), el primer ministro de ese país, Justin Trudeau, señaló: “Este es un día incómodo para Canadá, pero esencial”. El informe señalaba que los crímenes sistemáticos contra niñas y mujeres indígenas consistían en un genocidio. “‘Incómodo’ es una palabra demasiado amable ante la que usó la comisionada (Marion Buller): genocidio. Algunos canadienses quizá se sintieron ofendidos con ese término, pero si uno lee su definición en los tratados internacionales, encaja perfectamente con lo que pasó y sigue pasando con las niñas y mujeres indígenas. Los canadienses necesitan sentir esta incomodidad y valorar lo que está ocurriendo en el país”, respondió la activista indígena Anemki Wedom (Durán, 19 de julio del 2019).
En el caso de las ejecuciones extrajudiciales conocidas como “falsos positivos”, la incomodidad revelada por los tribunales es evidente. La existencia de una estrategia militar que se basaba en el conteo de cuerpos como su objetivo principal, que generó miles de víctimas a las que se hacía pasar como “criminales” para acabar con sus vidas, conlleva una incomodidad para el sistema político, las Fuerzas Militares y la sociedad en general, por su contenido e implicaciones. No obstante, esta verdad tiene un potencial de satisfacción para las víctimas en tanto permite esclarecer lo ocurrido y apunta a establecer la atrocidad para la sociedad en general, que no sean olvidados, como mencionamos en párrafos anteriores.
Insistiendo en nuestra distinción, el concepto de una verdad incómoda que permite un grado de satisfacción es evidente frente al trabajo de los medios de comunicación. La satisfacción e insatisfacción frente a la información es un elemento presente en las salas de redacción de las empresas de la noticia. En el día a día del periodismo, el deber deontológico está signado por la consigna de que revelar verdades aporta a la democracia y a la construcción del tejido social. A esta forma de ejercer la profesión le es atribuido el estatus de censor frente a los poderes públicos y los poderosos del sector privado. En esta idea, el criterio de satisfacción sobre el que se parte para ejercer el deber de informar es que la gente merece saber y, cuando se entere, se dará cuenta de que toma mejores decisiones porque tiene mayores elementos de juicio.
En las entrañas de las redacciones, sin embargo, ese criterio puede terminar entrelazado también con la búsqueda de la comodidad de los mismos poderes que se fiscalizan. Además de la dominancia de los poderes económicos y la presencia de incontables intereses privados en los medios masivos de comunicación, el periodismo está sometido a diferentes presiones provenientes de quienes detentan el poder público. Cuando la labor periodística antepone la verdad (satisfactoria o no) a la comodidad del poder y los poderosos, se revela de forma particularmente vivaz la distinción de verdades insatisfactorias/incómodas. Lo ocurrido con la Revista Semana este año así lo demuestra.
“Semana tenía la investigación del New York Times”, reveló el portal político La Silla Vacía en mayo de este año, en un artículo en el que contó que la revista tenía el mismo material que el diario estadounidense sobre unas directivas del Ejército que podían fomentar, de nuevo, los crímenes de lesa humanidad conocidos como “falsos positivos”.
El artículo de Revista Semana nunca vio la luz. El trabajo de The New York Times se publicó en su versión impresa y en línea el tercer fin de semana de mayo de 2019, titulado “Las órdenes de letalidad del ejército colombiano ponen en riesgo a los civiles, según oficiales”. Los detalles allí develados pusieron en serios aprietos al gobierno del presidente Iván Duque, pues trascendió que entre las nuevas instrucciones a los integrantes del Ejército figuraba que no se podía exigir perfección a la hora de ejecutar ataques letales, así como que el Ejército estaba de nuevo pidiendo aumento de números, entre ellas, de bajas en combate.
La Silla Vacía contó también que funcionarios cercanos al presidente Duque supieron del asunto por los periodistas de Revista Semana. El propio director, Alejandro Santos, confirmó esa versión, lo que hizo hincapié en la pregunta ¿Por qué Revista Semana se guardó la información que tenía? O, en línea con nuestra argumentación, ¿qué incomodidades generaba y a quiénes, como para no publicar una información de esa naturaleza? Ciertamente se trataba de una verdad incómoda para el Gobierno, como lo confirma la carta que elevó la Cancillería de la República al editor de The New York Times el 19 de mayo de 2019 en la que reclamó por la visión “distorsionada, parcial y tendenciosa sobre los esfuerzos en el Estado colombiano y las Fuerzas Militares han hecho para estabilizar los territorios y consolidar el orden y la seguridad”.
Se trató de anteponer la comodidad del sistema político al deber frente a los lectores de divulgar la verdad. Las verdades incómodas pueden ser satisfactorias para la sociedad, aunque también pueden resultar insatisfactorias. Frente a esto, los medios de comunicación son el epicentro del debate sobre el valor de informar lo que a nadie le gustará. En una sociedad de consumo, en la cual el confort es uno de los objetivos primordiales de los sistemas sociales, aquellas instituciones que no proveen comodidad y cuyos hallazgos generan una disonancia en las expectativas sociales pueden generar grandes procesos de silencios aceptados. Los medios de comunicación son relevantes puntos de encuentro de estas ansiedades sociales.
Muchas veces las verdades incómodas son a su vez insatisfactorias para los poderes cuando abarcan puntos sensibles como la posible comisión de delitos, lo cual podría poner a funcionarios en problemas jurídicos y políticos. Esto nos devuelve a la distinción entre la satisfacción social y la satisfacción de las víctimas concretas.
El contenido de lo que es una verdad satisfactoria tiene unas características distintivas cuando se centra en la atención por las víctimas concretas. “Es muy importante que se dé a conocer, que se sepa qué fue lo que pasó, quién lo hizo”, dice Doris Tejada (2019), quien aún no tiene una tumba en la cual llorar a su hijo, Óscar Alexander Morales Tejada, víctima de ejecución extrajudicial en 2008. Hasta la fecha, el cuerpo de su hijo no ha sido plenamente identificado y, por ende, sus restos no han sido devueltos a su familia. “Para nosotros es importante por la memoria, pues seguimos con la memoria hacia adelante, para que no los olviden y para que esto lo conozca todo el mundo […] Yo, personalmente, quiero darle cristiana sepultura […] Que estén desaparecidos afecta enormemente. Ya que hicieron el daño, que medio se repare ese pedacito diciendo lo que tengan que decir [los perpetradores]. Es una reparación muy satisfactoria decir toda, toda la verdad” (2019).
En este relato, que obtuvimos a través de una entrevista en profundidad, es visible la construcción de la verdad bajo un criterio de satisfacción que opera una distinción entre la verdad para el mundo y la verdad para sí. Por un lado, está el conocimiento público de lo ocurrido y, por otro, está una forma de reparación personal. Los dos costados analíticos de la distinción constituyen una verdad satisfactoria. De esa forma, un conocimiento privado de lo acaecido, cursado por el olvido social, sería insatisfactorio desde la perspectiva de la víctima concreta.
La satisfacción es entonces construida desde la víctima, en este caso, teniendo en cuenta un criterio de memoria (“que no los olviden”). Esta misma reflexión la obtuvimos de Juan Francisco Lanao Anzola, hijo de Gloria Anzola, mujer desaparecida en los hechos del Palacio de Justicia, en 1985. Al preguntársele por sus expectativas en el caso, decía que uno de sus objetivos era “que estos hechos no queden en olvido”, pues “las memorias de las víctimas no pueden quedar en el olvido”. La verdad está constituida así, por medio de la reflexión de articular socialmente un relato no solo de lo ocurrido, sino de su permanencia en los discursos sociales. Dicho relato, además, es satisfactorio en la medida en que excede el hecho mismo de la desaparición, de modo que abarque el reconocimiento de la existencia de sus seres queridos (“que no los olviden”).
Frente a esta distinción, la verdad constituye un todo. “Decir toda, toda la verdad” quiere decir que las verdades parciales no satisfacen la medida de la reparación que se busca. En nuestro trabajo con víctimas de desaparición forzada (Umaña, 2017) y de otros graves crímenes, como secuestro u homicidio, hemos podido constatar la necesidad vital de comprender lo que ocurrió y que junto con las personas o los cuerpos se entienda la trayectoria de lo ocurrido y las razones, el porqué.
Si hablamos, por ejemplo, de una realidad de desaparición forzada, la expectativa de verdad debe satisfacer una necesidad vital para las víctimas: encontrar a las personas desaparecidas. Esta necesidad puede incluso no ser visible para la sociedad o tal vez depuesta por el paso del tiempo o las dificultades de un proceso de búsqueda. Al respecto, es visible, por ejemplo, que los procesos penales no suelen estar equipados con herramientas técnicas, con una orientación práctica o con una experticia específica para encontrar, identificar y devolver a las personas o entregar dignamente sus cadáveres. La concentración del sistema de responsabilidad penal es el procesamiento judicial de las conductas nocivas antes que atender las necesidades de las víctimas.
“No esperamos que pasen 100 años en la cárcel. Eso no nos devuelve nada de lo que nos robaron, nada de la humillación, ni un día de la tranquilidad que perdimos. Lo que pedimos es verdad y sobre ella es que se tiene que trabajar en la mesa [de La Habana]. Qué fue lo que ocurrió y por qué” (Gómez Maseri, 21 de octubre del 2015), expresó Jineth Bedoya, periodista y sobreviviente de abuso sexual en el marco del conflicto armado colombiano.
En el caso del Palacio de Justicia en Colombia, uno de los familiares de los trabajadores de la cafetería desaparecidos forzosamente nos narró: “Manteníamos la esperanza por años de que de pronto estuvieran detenidos, aunque fuera de manera arbitraria, pero que íbamos a recuperarlos […] eso se fue desvaneciendo con el tiempo”. Al respecto, César Rodríguez, hermano de Carlos Rodríguez, trabajador desaparecido, afirmó: “Mi papá era mucho más pragmático y consciente de que no había nada que hacer, es decir, que lo que había que hacer era la búsqueda de verdad y justicia y no la búsqueda de Carlos, porque no lo íbamos a encontrar en efecto”.
La búsqueda de la verdad, en el relato de César Rodríguez como en la perspectiva de muchas víctimas concretas, tiene un estatus especialmente relevante puesto que es la pregunta central cuando se desvanece la posibilidad de encontrar vivo a su familiar. La centralidad de esta pregunta resume la necesidad que se deriva de obtener una verdad.
En este tipo de casos, los datos que llamamos verdad deben dar como explicación por qué una persona desaparece o es ejecutada o ha sido secuestrada y no simplemente entregar un resultado en forma del hallazgo de un cuerpo –máxime cuando se diluyen las expectativas de encontrarlos con vida–, o llegar a una fórmula de castigo sin explicación alguna por lo ocurrido.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reiterado que el derecho a conocer la verdad para los familiares de las víctimas y la sociedad consiste en “ser informados de todo lo sucedido con relación a dichas violaciones” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2016, párr. 264). No obstante, las trayectorias pueden ser cruentas y poner en evidencia realidades que hieren cualquier sentido de dignidad humana. ¿Es necesario saber los detalles? ¿Hasta dónde es “satisfactorio” saber?
Lo he pensado muchas veces. He escuchado muchas veces decir “Queremos la verdad”. Pero, ¿qué es la verdad? ¿Qué verdad queremos? La verdad es una construcción de muchas cosas, de diferentes personas. Por ejemplo, hay quienes quieren saber qué personas dentro de la Asamblea ayudaron para que se los llevaran. Yo, por mi parte, no quiero saber eso. No sé si satisfacción es igual a reparación, pero sé que no quiero saber nada que me haga pensar en venganza. Ya no. En cambio, quisiera que me contaran cómo fue su vida en cautiverio. Mi papá hizo libros, compuso canciones. Ya los guerrilleros me han dicho que todo eso se quemó, pero sueño con tenerlo. Si me quieren reparar, podrían ayudarme a reconstruir su vida en el tiempo que estuvo lejos de nosotros [nos respondió Sebastián Arizmendi, hijo de Héctor Fabio Arizmendi, diputado del Valle secuestrado por las Farc en 2002 y asesinado en cautiverio en 2007].
El anhelo por reconstruir la vida del diputado Arizmendi está en comunicación con el anterior relato de una víctima de ejecución extrajudicial y desaparición: el énfasis de la verdad no es simplemente el hecho violatorio sino la vida. El sentido de lo arrebatado es lo que dota a muchas víctimas de contenido a la verdad. Las víctimas en estos relatos explicitan que su ser querido no se limita al hecho nocivo, sino que su vida debe ser reivindicada a través de la verdad.
En casos como el del hijo del diputado Arizmendi, él no desea tener información, por ejemplo, de las personas que desde la Asamblea ayudaron a que se cometiera el secuestro de su padre. Él dice que ese tipo de información solo alimentaría su sed de venganza, algo que en este momento de su vida no desea. En ese caso, ¿cuál debe ser el papel del Estado al buscar información sobre hechos victimizantes?