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PROLEGÓMENO

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CARLOS BERISTAIN

El informe Guatemala Nunca Más, un esfuerzo colectivo auspiciado por la Iglesia católica de Guatemala entre 1995 y 1998 en el que recogimos 5180 testimonios de víctimas del conflicto armado interno, comenzaba con una cita del escritor John Berger, que dice que la promesa es que la experiencia ha encontrado al lenguaje que necesitaba, que pedía a gritos. Para mucha gente el solo hecho de darle nombre a lo intolerable constituye en sí mismo una esperanza, ya que cuando se dice que algo es intolerable, resulta inevitable la acción.

Esta es una esperanza que está a punto de perderse en un mundo donde la verdad se ha convertido en una versión más de la historia, o incluso la llamada posverdad quiere enseñarnos que ni siquiera importa. Y, sin embargo, estas palabras resumen dos de los sentidos de la verdad en contextos sociales que tratan de hacer frente a un pasado de graves violaciones de derechos humanos: el reconocimiento de lo vivido y la transformación presente, porque el problema del pasado es que tiene tendencia a no querer dejar de serlo.

La verdad es, en primer lugar, una demanda de las víctimas y sobrevivientes, quienes se han visto casi siempre señaladas, estigmatizadas o culpabilizadas por la violencia sufrida. De esa forma se legitima la agresión, se justifican los hechos y se invisibilizan las responsabilidades. Esta es la experiencia de los familiares de los desaparecidos en México hasta las víctimas del genocidio maya en Guatemala de los años ochenta o de las dictaduras del Cono Sur. Y en todos esos casos la demanda de la verdad ha sido central. Cuando trabajamos en el caso de los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa, en que la versión oficial había sido que fueron confundidos con narcotraficantes y quemados en un basurero por un grupo rival después de ser entregados por la policía, cosa que resultó ser falsa, lo primero que nos dijeron los familiares fue: dígannos siempre la verdad… y, por favor, no se vendan. La importancia de la verdad, aunque duela, y la centralidad de la confianza que la hace posible.

En países donde las responsabilidades de la violencia contra la población civil son múltiples, este proceso supone la creación de una verdad incluyente en la que las diferentes víctimas de distintos perpetradores se sientan incluidas, y su historia sea parte de una verdad colectiva. Frecuentemente se construyen memorias defensivas, en donde se enfatizan las propias víctimas y se desprecian o se invisibilizan las “del otro lado”. Pero la base sobre la que puede construirse esa verdad no es la relativización de lo sucedido, la comparación del dolor o el reparto de responsabilidades, sino la cultura de derechos humanos.

Una Comisión de la Verdad es en realidad un marco social de reconocimiento para las experiencias individuales o colectivas que no han sido tenidas en cuenta. La negación supone en muchos casos que las víctimas quedan en la cuneta de la historia. Además, el trauma conlleva que su experiencia quede atada a ese pasado traumático del que no pueden desprenderse si no hay reconocimiento y apoyo social. La fórmula del olvido sin leer la historia y sin aprender de lo vivido es coherente con quienes quieren seguir manteniendo su poder, pero no permite sanear ni limpiar las heridas de una sociedad. Las heridas solo pueden curarse con el bálsamo del respeto. En términos de la construcción de una democracia, el poder de coacción de los perpetradores que se mantiene en numerosas transiciones políticas conlleva un legado de miedo o indiferencia que condiciona el futuro de las comunidades y los países.

Una Comisión de la Verdad es también un espacio para hacer procesos para los que nunca hubo tiempo. En los contextos de violencia y persecución, lo importante es defender la vida, la denuncia y la protección. El silencio se convierte en una contención para enfrentar la emergencia, pero después se transforma en un tipo de vínculo que no permite asimilar los hechos. Socialmente se impone, porque hablar es peligroso. En el marco personal o familiar, se convierte en algo de lo que no se encuentra cómo hablar o se trata de proteger al otro. Las nuevas generaciones no pueden siquiera entender su propia experiencia ni aprender de lo vivido. Trabajando con víctimas colombianas en el exilio, en el marco de la Comisión de la Verdad de Colombia, los jóvenes dijeron a sus padres y madres que ni quiera sabían por qué estaban en otro país, más allá de que había persecución o peligro. Cuando hablaron con ellos no estaban solo interesados en conocer lo que pasó, sino también en saber cómo lo vivieron. Esas cosas nos acercan a comprender al otro y a reconstruir los lazos.

En términos colectivos, como señala Eduardo Galeano, la memoria ayuda a que la historia no se repita como pesadilla. Y como refieren algunos investigadores, al menos las comisiones han disminuido las mentiras que pueden seguir diciéndose. Aunque esto está relacionado no solo con el trabajo de una comisión, sino con la existencia de factores de crisis en dichas transiciones que supongan una ruptura real y simbólica con el pasado, y superar la imposición de una historia que genera la impunidad.

La importancia de estas experiencias intersubjetivas también está en la base de la toma de conciencia de las fracturas y los impactos. Estas formas de visibilizar el legado del terror son el primer paso para revertirlo. Las consecuencias de las violaciones de derechos humanos son en sí mismas irreparables, porque nada puede devolver el tiempo no vivido, las vidas truncadas, los proyectos que se perdieron o los familiares que ya no están. Pero sus vivencias y experiencias son parte de la sociedad y de la experiencia colectiva que muchas veces se mantuvo al margen o se sintió atenazada por el miedo. Hay muchas cosas irreparables, pero la reparación también un ejercicio de reconocimiento de que sus derechos fueron injustamente violados, y de que el Estado es responsable de ello. También esto incluye el reconocimiento de otras responsabilidades de grupos armados o sectores sociales y económicos que apoyaron o sacaron partido de la guerra o la dictadura, porque todos estos procesos tienen también una base económica que hay que tener en cuenta. Como nos dijo una mujer desplazada forzada en Colombia en 1995, cuando el padre Javier Giraldo le preguntó qué pedía en sus oraciones, haciendo referencia al control de los recursos naturales: le pido que si me desplazan otra vez, no haya nada bajo los pies.

Las comisiones de la Verdad han sido en muchos países el primer paso para reivindicar la justicia, o incluso llevar adelante procesos de sanción penal y social. Pero la impunidad no solo tiene un aspecto legal, que teje la complicidad de los sistemas de justicia, o histórico, que hace que se imponga una versión distorsionada de la realidad. También tiene un profundo impacto social. Genera eso que en la psicología llamamos la impotencia aprendida, es decir, la convicción de que no hay otro remedio que adaptarse para sobrevivir. Pero la verdad se empeña si hay quien la empuje, quien rompa la obediencia al miedo. En la Comuna 13 de Medellín, en las orillas del río Cauca, en medio de la guerra hubo gente que recogió los cuerpos cuando estaba prohibido, que registró los nombres cuando eran convertidos en NN, que desobedeció ese mandato de silencio. La verdad es también ese espacio para fortalecer los procesos personales y colectivos.

Durante años, en tantos contextos de violencia colectiva, dictadura o conflicto armado, esa verdad ha permanecido guardada en el corazón de las víctimas como aquello que Canetti llamó un cristal de masa, es decir un pequeño grupo perseverante que mantiene viva esa memoria. Y hay contextos en los que esa verdad puede convertirse en una memoria abierta, en una masa en red que atrae a todos hacia el sentido de justicia. Para Hannah Arendt hay tiempos históricos, raros periodos intermedios, en los que el tiempo está determinado tanto por cosas que ya no son como por cosas que todavía no son. Esa, creo, es la comprensión de la verdad que trata de ilustrar este libro, alimentando con las experiencias compartidas estas reflexiones.

Colombia vive un tiempo de esperanza e incertidumbre. Un proceso de paz todavía incompleto y un contexto de violencia en el que hay que trabajar. Hablando de la resistencia, Ernesto Sábato dice que lo peor es el vértigo: en momentos muy graves, cuando la elección nos sobrepasa, uno no ve hacia adelante ni hacia atrás, como si nos cubriese una niebla en la hora crucial. Tal vez este trabajo de la Comisión de la Verdad en Colombia es una forma de abrir los ojos. Hay que hacer las cosas en tiempos difíciles, cuando parecen imposibles, para que un día no lo sean.

La búsqueda de la verdad

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