Читать книгу Solo se lo diría a un extraño - Varios autores, Carlos Beristain - Страница 7

Dos

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En Cusco, no tenía cama. Mi casa era un sleeping bag. En las noches, ayudaba en la barra de Mamáfrica por alguna propina que asegurara la comida del día siguiente. El presupuesto diario era un sol; con eso compraba una palta y tres panes. Para no sentir hambre, dormía durante el día. El agua la tomaba del caño comunal, en la calle Siete Culebras.

Patear el tablero a los 19 años, dejar de estudiar Derecho en la Católica y mandar a la mierda a mis papás para salir de la cueva de Platón fue como parir lava.

Me crecieron la barba y el pelo más de lo que hubiera imaginado que podrían crecer, y comencé a correr. Mis mejores amigos eran los lustrabotas de la plaza. Ellos me dieron cama en sus casas. Al principio, me daba un poco de asco dormir en esas sábanas, felizmente tenía mi sleeping.

Desde entonces, mis camas nunca han sido las mismas y su valor ha ido transformándose.

En Sepahua, por ejemplo, mi cama fue una estera encima de la tierra. Seis meses viviendo con esos yaminahuas en la selva me enseñaron que la cama es cualquier lugar donde recargas tus sueños y energía. Esas esteras fueron partícipes de los vómitos de todos los viernes de ayahuasca y chirisanango.

En el dorm universitario de Seúl, mi cama fue el espacio del miedo, de la oscuridad y soledad. De la nostalgia secuaz que atestiguó mi cambio de piel. Ahí conocí el pánico y aprendí a controlarlo.

Llegadas las arrugas y la vida imparable de viajes y hoteles por trabajo, perdí el rumbo de mis camas hasta que, en Macondo, un bar de mala muerte en Tailandia, un italiano me dijo:

—Tu cama es tu casa y tu casa es donde lavas tu calzoncillo.

Después mi cama fue el cubil al que entraba escapando de afuera. Ese espacio acogedor que invitaba a ser tomado, como la casa tomada de Cortázar. Llena de pies, brazos y sobre todo codos y rodillas pueriles. Era como si en vez de dos, tuviera mil hijos desperdigados en esa king size que terminaban dejándome siempre al borde de la cornisa.

Ahora, mi cama es un altar. Cómplice de sueños y placeres. Tendida a la perfección cada mañana por mí, antes de salir a correr. Inmensa, para sostener todas las fantasías y todos los fetiches, pero al mismo tiempo tierna, para contener las tardes de películas con mis hijos.

Estar encima de ella no es difícil, cualquiera puede estarlo. Lo imposible es estar dentro, porque el abrazo de sus sábanas es el abrazo de mis historias en todas mis camas.

Solo se lo diría a un extraño

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