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Capítulo 8

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Bienvenido,

Si has logrado llegar hasta aquí, es porque posees el valor y arrojo necesarios para participar en los Nuevos Desafíos del Centinela (La era del Caos). Te felicito y te compadezco. Porque experimentarás aventuras que jamás has vivido, pero también es muy probable que tu alma se quede por el camino y se convierta en pasto de los buitres. Si accedes a jugar, tienes que estar dispuesto a todo; los cobardes, los mentecatos y los pusilánimes no tienen cabida en esta prueba. Te invito a afrontar los retos y a superar todos los obstáculos, tanto materiales como morales. Si después de todo, aún te queda aliento y anhelo para llegar al Final, entonces, y solo entonces, tendrás el privilegio de avistar el verdadero propósito del Centinela, y admirar extasiado la belleza absoluta de su plan.

Porque yo necesito compañeros, pero compañeros vivos; no muertos y cadáveres que tenga que llevar a cuestas por donde vaya”.

Al fin iba a empezar el Desafío. La promoción realizada por la Dark Web había dado sus frutos, y se había convertido en el cotilleo de moda en los círculos de aficionados, de manera que las solicitudes para participar habían inundado mi TOR mail, el correo protegido de rastreos policiales. Además, había cuidado cada detalle, tanto en ambientación como en la trama, con el propósito de que el juego estuviese al nivel del plan, del cual no era sino un eficaz y leal instrumento.

Mi equipo inicial estaba formado por cinco jugadores:

La jugadora cuyo nick era Pestilence había dado puntuaciones altas en desorden, falta de respeto por la autoridad y, además, sentía furor por los repugnantes pearcings, de modo que sería una punk idónea: como buena semidelincuente que era, sus habilidades consistían en abrir puertas y cerrojos, y su arma serían las cadenas, que podía llevar escondidas a modo de cinturón.

Sheridan era el gótico ideal: oscuro, fan de las películas de Roger Corman, con el sentido del humor de un juez de guardia y más pedante que un profesor de la Sorbona. Sus aptitudes eran la agilidad, sus conocimientos de las Catacumbas y otros lugares macabros, y su intrepidez. Respecto a sus pertrechos, la guadaña hubiese sido estupenda, pero era demasiado aparatosa para ir por la calle con ella cargada al hombro, por lo que opté por el cuchillo.

A pesar de ser un pijo malcriado y ocioso, Halford, sin duda, podría ser un gran heavy, ya que era gordo, estaba un poco sordo y había estudiado Bellas Artes, o sea, era prácticamente analfabeto funcional. Como era fuerte y había practicado boxeo en su adolescencia, su arma sería el puño americano.

Por razones parecidas, y teniendo en cuenta que fumaba marihuana “ocasionalmente”, consideré que Bob daba el pego como rastafari. Además, su destreza con los malabares lo habilitaban para usar el látigo como instrumento de combate, lo que a mi entender encajaba más con las latitudes cálidas de Jamaica.

Finalmente, para el papel de rapera, me decanté por Pony. Aquella palurda practicaba aikido y tenía antecedentes por hurto. Como era menuda, pensé que sería divertido verla medio desaparecer entre los pliegues de esa ropa deportiva exageradamente holgada, donde podría esconder un mini bate de béisbol.

Estos cinco elegidos recibieron las instrucciones del Desafío por correo, así como las indicaciones para recoger los instrumentos básicos para la aventura. Me había dejado aspirantes para representantes de tribus como los skaters, los que practican parkour, los straight edge, cyberpunks, blackmetaleros o skins, entre otros, roles que utilizaría para futuros juegos, en los que París se transformaría en una Tierra Media postmoderna, escenario de mi venganza.

Sin embargo, aquella vez, y por exigencias del guion, el escenario del juego tendría lugar en el campo, en la Normandía.

El objetivo del juego era sencillo: los jugadores tenían que llegar a un emplazamiento secreto, que debían localizar por las pistas y mapas que descubrirían en su aventura. Solo yo conocía el propósito final.

Gracias a la herencia de mi madre, no había reparado en gastos: les había facilitado unas mini cámaras espías, instaladas en unas gafas especiales, de manera que yo podría observar todo cuanto ellos viesen, y así seguir sus evoluciones en todo momento. También les doté de unos micrófonos y auriculares inalámbricos, para oírlos y contactar con ellos en caso de necesidad; además, los participantes compartirían conmigo su ubicación real, de manera que yo seguiría desde mi cuartel general todos sus progresos y fracasos. Lo tenía todo preparado: había instalado tres grandes pantallas de ordenador; en una, seguiría los progresos del grupo 1; en la otra, las progresiones del grupo 2; y la tercera mostraba un mapa de la región donde monitorizaría la situación de cada uno de los competidores.

Sin embargo, los gastos de vestuario y armas corrían de parte de los jugadores. El Centinela había sido muy claro en este particular: el disfraz debería ser lo más realista posible, y para asegurarme, les había pedido que me enviasen una foto, como requisito previo para ser aceptados definitivamente.

Una vez estuvo todo listo, a las diez horas y cuatro minutos de la mañana, di la orden y empezó el juego.

Además de los instrumentos tecnológicos, les había provisto de una brújula y de un mapa, donde les indicaba los diferentes itinerarios alternativos que podían elegir desde sus puntos de partida respectivos. Había diseñado las rutas de manera que todas estuviesen a la misma distancia de la meta, con prácticamente las mismas dificultades, para lo cual me había sido ciertamente útil consultar las webs de aficionados al senderismo y esas gilipolleces. Sin embargo, solo un camino llevaría a cada uno de los competidores al siguiente punto, en el cual deberían ingeniárselas para continuar, bien por haber obtenido un mapa que marcaba el siguiente punto, bien por las pistas, bien por su intuición.

Eso sí, en todos los trayectos, fuesen o no el correcto, podían conseguir alimentos, agua y otros recursos que yo había escondido, pero les estaba prohibido obtener comida, ni bebida, ni ayuda, de ningún otro modo ni en ninguna circunstancia que no les fuese indicada expresamente por alguna instrucción o concesión del Centinela. Tampoco podían utilizar ningún vehículo, ni debían hacer uso del móvil, ni pedir ayuda o consejo a nadie.

La partida había empezado al fin, y los participantes se afanaban por llegar a su destino.

Pestilence había tomado una ruta equivocada, pero iba a buen ritmo y tenía tiempo de rectificar; al cabo de una media hora halló, al pie de un árbol, una delicada cajita. Al abrirla, se encontró con un billete de autobús en su interior, lo que le posibilitaba tomar el transporte para llegar al final de la ruta.

Bob, además de ser el que menos daba el pego con su atuendo, iba rezagado porque se había detenido a liarse un porro. Además, la peluca con rastas le dificultaba la visión. Menudo patán. En fin, mientras la mayoría estuviese a la altura, la diversión estaba asegurada.

Halford estaba demostrando ser un gran competidor: tenía una gran intuición, tanto para acertar la ruta correcta, como para encontrar tesoros, y ya se había hecho con un kubotan, un artefacto de metal cilíndrico, del tamaño de un rotulador, fácil de esconder, pero muy peligroso, si se sabe usar. Este modelo era un Lion Steel, de veintinueve euros con ochenta y cuatro céntimos, ideal para hacerlo pasar por llavero. El heavy también había localizado cuarenta euros en billetes, y una misteriosa llave, cuya función tendría que descubrir.

Sheridan también atinó en el camino, pero iba demasiado rápido, sin preocuparse apenas por buscar objetos que le podían resultar, no ya provechosos, sino indispensables para completar su cometido. Se notaba que era una persona ansiosa, de esas que no se limpian bien el culo porque no soportan estar tanto tiempo sentadas. Aunque se había hecho con un cuchillo de acero celta de cinco centímetros forjado a mano y con funda artesanal, que se podía disimular haciéndolo pasar por un collar, y que me había costado veintinueve con noventa y cinco, el lerdo se había saltado la copia de la llave que estaba escondida en su ruta. De todos modos, si tenía suficiente capacidad de improvisación, quizás podría solventarlo. Sería interesante comprobarlo.

Por el contrario, Pony iba con mucho retraso, deteniéndose continuamente en busca de tesoros. Y como la cámara frontal no me permitía ver su cómico aspecto, su periplo estaba resultando más bien aburrido. A lo mejor debería conseguir un rapero mejor, alguien fuerte, que pueda reventarle el bate en la espalda a cualquier infeliz desprevenido…

La punki Pestilence me sacó de mis especulaciones. Nada más bajar del bus en la última parada, se había topado con un cartel pegado en una pared que rezaba:

Jugador, tu error te costará caro”.

Pestilence, frustrada, le dio una patada al muro, pero, como el billete era de ida y vuelta, en otra media hora estuvo de nuevo en punto de partida. Esta vez, con menos margen para fallar, eligió la ruta correcta. Por el camino, detrás de un arbusto, descubrió una kusari-fundo, la mítica arma usada por las fuerzas del orden en el Japón feudal, consistente en una cadena con unas pequeñas planchas de metal en su extremo. Más le valía cuidarla bien, porque me había costado cuarenta y seis euros: era artesanal y con un bonito acabado. Por lo menos, había demostrado tener alguna noción acerca de su uso, ya que se la había atado a manera de cinturón, el modo típico de camuflar este tipo de armas. De todos los participantes, ella me parecía la más agresiva.

Las horas pasaron y los jugadores siguieron buscando, avanzando cada uno a su ritmo.

Sheridan había adelantado a Halford, pero seguía sin la llave que necesitaba para conseguir el verdadero objetivo, con lo que, a pesar de estar en segundo lugar, el heavy tendría más posibilidades de lograr el triunfo.

Pony, que en esos momentos se encontraba por un sendero que transcurría paralelo a la carretera, seguía dedicada a buscar más y más tesoros, sin que la misión pareciera importarle lo más mínimo. Se había agenciado ya doscientos nueve euros en billetes de veinte, un bate de metal Cold Steel Brooklyn Smasher de cincuenta y cinco euros, unos mitones de cuero Caffe Leather Supply de ciento diecinueve, una gorra Bradend Baseball Cap Unisex negra, de doscientos noventa y cinco, una mochila de senderismo Solomon Traiblazer 20 de treinta y siete con sesenta y dos céntimos con que guardarlo todo, además de un túper con un pedazo de kisch lorène que me había regalado la mujer de la panadería el día anterior.

Aquella actitud empezaba a mosquearme. Era lógico y apasionante que se equipase para poder enfrentarse eficazmente a sus oponentes, pero no que desdeñase el objetivo final. No obstante, estaba reprimiendo los deseos de llamarle la atención, porque el Centinela se debía limitar a observar, reduciendo sus intervenciones a casos de urgencia extrema.

De pronto, sin ningún motivo aparente, Pony empezó a quitarse la ropa: primero la camisa talla XXL, que tiró a un lado del camino. Cuando le tocó el turno a los pantalones, al inclinarse para sacar el pie de las anchas perneras, la cámara mostró unos senos rotundos y bronceados, exhibidos en una camisa de tirantes ajustada, atenazados en un escote que más bien parecía un escaparate. Llevaba unos vaqueros cortísimos, que dejaban al aire unas piernas breves, pero muy bien contorneadas.

Por último, lanzó la gorra que llevaba, sacó la nueva, se la puso, y cargada con la mochila a la espalda, cruzó con paso decidido la hilera de árboles que separaban el sendero de la carretera. Una vez hubo llegado junto a la cuneta, estiró el brazo y levantó el dedo pulgar, en un inequívoco gesto de autoestopista. En menos de un minuto, un coche se detuvo. Pony se acercó, de manera que su cámara mostró al conductor. Era un chaval alelado, con pinta de haber almorzado suelas en los recreos hasta el bachillerato, que la contemplaba con la expresión más estúpida que había visto en mi vida.

—Disculpa —dijo ella con voz arrebatadoramente sensual—, ¿serías tan amable de dejarme en la primera estación que te venga de paso?

Antes incluso de que Pony hubiese comenzado a formular la pregunta, el paleto ya estaba dando arrítmicos cabezazos de asentimiento, así que ella, después de dejar escapar una risa jovial, se dispuso a entrar en el coche.

Definitivamente, aquello no tenía ninguna pinta de ser un ingenioso ardid para ganar el juego. Activé el sonido de mi micrófono y, con la voz distorsionada a lo Jigsaw, exclamé:

Jugadora Pony, te recuerdo que las leyes del Centinela prohíben tajantemente hacer uso de un vehículo o medio de transporte, cualquiera que fuese el conductor, a no ser que consigas una carta del juego que te lo permita de forma expresa y concreta. Si no obedeces las reglas, serás expulsada del juego inmediatamente con Deshonor Supremo, debiendo volver a depositar los artilugios ganados en el sitio donde fueron encontrados.

Por toda respuesta, Pony, que ya estaba dentro del coche, tomó la mano derecha del panoli, que, embobado, se dejó hacer como un títere; ella puso la mano a unos diez centímetros de sus ojos y de la cámara que tenía en las gafas. Entonces, uno a uno, le escondió los dedos, excepto el corazón, y se puso a exhibir ante mis ojos la peineta resultante. Al cabo de unos segundos, se cortó la señal.

El cazador de escarabajos

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