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Capítulo 11

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En su primer día como sujeto de experimentación ultrasecreta, Bélanger fue objeto de los más variados estudios y pruebas; le hicieron electroencefalogramas mientras realizaba una prueba de resistencia; lo pusieron boca abajo; lo introdujeron en una piscina con una escafandra sin visera; le pidieron que mirase una pared blanca durante diez minutos; luego una azul; luego una roja… pero, siempre, antes, durante y después de cada prueba, tenía que intentar concentrarse y adivinar las cartas Zener que Camille, Pierre y otros colegas suyos barajaban y miraban sin cesar.

Por fin llegó la hora del almuerzo. Comió en una habitación, con la única compañía de Pierre. Bélanger aprovechó la ocasión para tratar de sacarle algo de información extra acerca del experimento y de los otros participantes.

—¿No me presentarán a los demás participantes? Quizá el poder funcione con dos personas que tengan el sonar psíquico.

—Lo hemos intentado, en efecto. Pero por el momento no ha dado mejores resultados. Aunque seguimos experimentando por este camino; en unos días le iremos poniendo en contacto con los otros sujetos, para ver si en su caso se produce algún cambio. Tenemos que explorar todas las posibilidades y todas las situaciones, ya sabe.

Bélanger masticó y tragó el último bocado del almuerzo antes de seguir preguntando:

—¿Cuánto han tardado en conseguir lo que hace Tommy?

—Cinco años —respondió lacónicamente Pierre.

—Vaya, entonces hay que tener paciencia —dijo Bélager algo decepcionado.

—Sí, la ciencia y la paciencia van de la mano —reconoció resignado Pierre.

—Mientras les vayan pagando a ustedes por investigar y a mí por… esto, no nos podemos quejar.

—Sí.

—¿Os pagan bien? —preguntó escéptico Bélanger, a quien le daban lo bastante como para haberse podido tomar un pequeño descanso en su trabajo, aunque tampoco era para tirar cohetes.

Pierre negó con la cabeza.

—No le voy a engañar, yo cobraría el doble o más en el sector privado, pero este experimento es fascinante. Creo que es un privilegio poder participar en él.

—Pero hace cinco años, tú aún estarías en la facultad… —dijo Bélanger.

—Bueno, yo hace apenas un año que formo parte del equipo.

— ¿Y tu novia cuánto tiempo lleva?

—¿Mi novia? —preguntó sorprendido el joven médico.

—Camille. Es tu pareja, ¿no?

Pierre iba a responder, cuando la puerta se abrió como si la hubiese embestido un toro, y Vipond entró en la habitación frotándose las manos, despidiendo entusiasmo juvenil por todos sus poros.

—¡Hola, Adrien! ¿Qué tal el primer día? Veo que no ha perdido el apetito.

—Por el momento bien, gracias. Está siendo bastante intenso, pero sus muchachos me tratan de maravilla —contestó Bélanger con afabilidad.

—No lo dudo —exclamó satisfecho Vipond, y apretó el hombro de Pierre como si exprimiese un limón sobre una fuente de pescado fresco—. Bueno, además de saber cómo estaba, le he traído las dichosas cartitas, a ver si con el estómago lleno se inspira, je, je.

Vipond sacó las cartas, las barajó, sacó una del mazo y se puso a mirarla con impostada gravedad. Como en las ocasiones anteriores, Bélanger se concentró con todas sus fuerzas en la persona que tenía la carta, en este caso Vipond. Pero las imágenes que le veían a la cabeza no se diferenciaban de los meros presentimientos.

—¿Una estrella roja?

—Correcto. Siguiente.

—¿Un cuadrado azul?

—Correcto. Siguiente.

—¿Otra estrella, pero amarilla?

—Cooorrecto. ¡Venga, cien más y esto se cae!

—¿Un círculo?

—¡No! Lástima, la cosa pintaba bien. Siguiente.

—Un triángulo rojo.

—No. Siguiente…

Aunque era solo el primer día, Bélanger ya empezaba a deducir que acabaría detestando las malditas cartas Zener; esperaba y deseaba que las siguientes pruebas fuesen más variadas y entretenidas.

De pronto, un escalofrío interrumpió abruptamente sus cavilaciones; con una intensidad creciente, una vibración empezó a subirle por la espalda en oleadas, hasta llegar a su cabeza. En un primer momento, las vibraciones se le antojaron como micro golpes arrítmicos en su cerebro, pero en pocos segundos se dio cuenta de que en realidad se trataba de murmullos, susurros que poco a poco formaban palabras que parecían surgir de su interior. Al principio eran apenas perceptibles, pero según transcurrían lo que a Bélanger le parecieron largos minutos, se iban tornando cada vez más inteligibles. Al mismo tiempo, una fuerza irresistible le hacía fijarse en Vipond, le obligaba a centrarse en él, a pensar solo en él, con la misma intensidad con la que el reo piensa en el verdugo el día de su ejecución.

Le parecía escuchar cómo Vipond estaba gritando lo que debía ser su nombre, pero, aunque el corpulento científico tenía la vena del cuello hinchada y estaba rojo por el esfuerzo, su voz sonaba lejana y tenue, sobre todo en comparación con las voces que retumbaban en su cabeza.

Y entonces, por algún tipo de sinestesia que Bélanger no había experimentado nunca, los murmullos se convirtieron en imágenes que, insertadas en su retina, se superponían a los rostros de Vipond, Pierre y las otras personas que iban acudiendo. Las imágenes fueron ganando nitidez y color, hasta que, al final, el mundo real desapareció por completo, para ser reemplazado por un lugar que no había visto jamás.

Se trataba de un dormitorio sencillo, con una cama pequeña que tenía un cabecero estampado de flores, cubierto de muñecas. De pie, frente a él, había una niña de unos diez años, que lo miraba y sonreía con expresión angelical. La niña dijo: “Hola”. Bélanger notó cómo se acercaba a ella. No era como si caminase hacia la niña, porque no percibía el movimiento de sus piernas ni de su cuerpo; era más bien como si estuviese contemplando la escena en una televisión que ocupase todo su campo visual. Sin embargo, de un modo inexplicable, seguía sintiéndose conectado por entero a Vipond, por lo que conjeturó que estaba viendo a través de los ojos del doctor.

Una vez estuvo cerca de la niña, vio que la mano de Vipond se levantaba y acariciaba con suavidad la mejilla de la pequeña, cuyos ojos brillaban con una timidez pícara. Suavemente, la mano de Vipond descendió por el cuello de la criatura, después por su pecho, su cintura, y cuando llegó a la falda, empezó a subírsela…

Bélanger no pudo más. Como tratando de despertar de un sueño atroz, intentó gritar con todas sus fuerzas, tensando todos los músculos de su cuerpo y abriendo los ojos a más no poder. La desesperada táctica funcionó: en unos instantes, se encontró de nuevo en la sala del complejo secreto, rodeado de científicos que lo observaban atónitos.

—¡Adrien! ¡Adrien! Por fin ha vuelto en sí —le oyó decir a Vipond, que lo sujetaba por los hombros—. Pierre, vamos, tenemos que hacerle un chequeo. Adrien, escúcheme: ¿recuerda dónde está?

Aunque aturdido, una furia salvaje se apoderó de Bélanger. Si había algo que detestaba con toda su alma, era a los pederastas. Con voz metálica, dijo:

—¿No preferiría estar tocando a una niña, Vipond?

—¿Qué? —preguntó estupefacto el científico.

Por toda respuesta, Bélanger, rápido como un gato, agarró la mano derecha de Vipond, que aún reposaba en su hombro, y se la torció con una técnica de ninjutsu. El neurólogo gritó y se dobló en una grotesca postura, incapaz de debatirse, a pesar de su fuerza. Bélanger ya lo tenía donde quería, así que le propinó un puñetazo en la cara y lo dejó caer, haciendo el ruido de un saco lleno de ladrillos al impactar contra el suelo.

Pierre y los demás científicos trataron de sujetarle, pero Bélanger se zafó de ellos y volvió a cargar contra Vipond, que trataba de incorporarse.

—¡Escuchadme! ¡Este hijo de puta es un maldito pederasta, lo he visto en su mente! —Y se dispuso a darle un rodillazo en el costado al médico, que en ese momento se encontraba a cuatro patas, tratando de levantarse. Sin embargo, Vipond, con un ágil movimiento que desconcertó a Bélanger, dobló su brazo izquierdo para detener el golpe, y súbitamente, se abalanzó contra él y le tiró al suelo, rodeándole la cintura con sus brazos de gorila.

“Vaya, el cabrón sabe luchar”, pensó Bélanger, “pero no lo suficiente”. Aprovechando que tenía la cabeza de su oponente encima de su pecho, le propinó dos palmadas en cada oreja; Vipond, con un grito de dolor, aflojó la presión de su llave. Con un impulso de cadera, se quitó al científico de encima, el cual todavía estaba aturdido por el golpe recibido, y se preparó para otro ataque.

Pero este nunca se produjo, porque un terrible calambre recorrió su cuerpo, doloroso como la némesis de un orgasmo. Sus músculos dejaron de obedecerle y se precipitó al suelo.

Bélanger alcanzó a ver la figura borrosa de un guardia que, agachado sobre él, le quitaba los dardos conectados por cables a la pistola táser que llevaba en la mano. Quiso decir algo, pero las tinieblas se comieron sus palabras.

El cazador de escarabajos

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