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Capítulo 5
ОглавлениеDespués de haber hablado con Stéphanie, y sin duda azuzado por la resaca, Bélanger se propuso tomarse aquella última fiesta como una especie de despedida de soltero, un punto de inflexión a partir del cual daría el giro a su vida tantas veces proyectado. Resolvió permanecer lejos del alcohol y las drogas, al menos hasta la primera entrevista de selección de candidatos al experimento, que debía tener lugar cinco días después. Superar aquel período fue como cruzar un campo lleno de minas, tantas como mensajes tentadores recibió de Bartel, y aun alguna más. Incluso estuvo a punto de echarse atrás ante el mismo portal de la imponente clínica privada de oncología que los de la Dirección General de la Seguridad Exterior (DGSE) utilizaban como tapadera. Pero finalmente, justo a las nueve en punto de la mañana, hora de la cita, llamó al timbre, se subió los pantalones y esperó. Al cabo de unos instantes, abrió la puerta un enfermero alto y musculoso de origen magrebí, que le ofreció una amplia sonrisa.
—Buenos días, ¿me puede decir su nombre si es tan amable? —le preguntó.
—Soy el hermano de Ignace Cigne, vengo a por los resultados de su biopsia —respondió discretamente.
El improbable enfermero, tensando todavía más los labios, contestó:
—Ah, sí, señor Cigne, me acuerdo de su hermano. Posible cáncer de mama, ¿cierto?
—Sí —respondió Bélanger—. Por lo visto, es algo muy infrecuente en hombres.
—Eso dicen. Por favor, acompáñeme.
El recibidor estaba pintado con un blanco resplandeciente. El chico le llevó hasta una sala de espera, también inmaculada, donde aguardaban su turno varias personas sentadas en cómodas butacas de piel.
“Vaya, desde luego, esto no es la Seguridad Social”, pensó Bélanger. El enfermero con presumible licencia para matar le invitó a sentarse y, tras asegurarle que sería llamado en breve, se despidió con otra cálida sonrisa.
Bélanger dio los buenos días al resto de presuntos pacientes: una mujer de unos setenta años, muy bien vestida, que leía una de las revistas del corazón que ocupaban la pequeña mesa central; un chico con pinta de bakala que se mordía los padrastros de la mano derecha y tamborileaba su rodilla con los dedos de la izquierda, al son de la música que escuchaba con unos auriculares inalámbricos; y una pareja, sentados uno al lado del otro, ambos con aire de intelectual, se cogían de la mano mientras observaban con aire distraído el Renoir que colgaba en la pared de enfrente. Se preguntó si ellos serían también aspirantes a participar en el experimento. Ciertamente, tenían una apariencia tan estereotipada que bien podían ser agentes acostumbrados a ir de incógnito.
Para matar el tiempo, Bélanger se dedicó a escudriñar los intrincados arabescos que formaban las baldosas en el suelo, hasta que el sueño empezó a vencerle.
—Señor, ¿podría acompañarme, por favor? —El amodorrado fontanero levantó la cabeza y se topó con la simpática mirada del enfermero, que asomaba la cabeza por la puerta.
—Por supuesto. —Bélanger se levantó y lo siguió.
Volvieron a cruzar el recibidor para entrar en un despacho con aspecto de consulta. El muchacho le pidió que se sentase y le entregó unas hojas de papel y un bolígrafo.
—¿Podría responder este breve formulario, por favor? En unos minutos vuelvo a por usted.
—No hay problema —accedió Bélanger, devolviéndole la sonrisa, y se dispuso a completar el impreso.
Las preguntas no diferían de las rutinarias en cualquier visita médica: si había padecido enfermedades graves, si le habían operado, si tenía alguna alergia... Nada más terminar, el enfermero abrió la puerta y le pidió que la siguiese.
Salió de la habitación y le siguió por un pasillo que se abría a la derecha, hasta llegar a una puerta que tenía una cerradura con código. El enfermero introdujo la clave y, tras un pitido, abrió la puerta y le invitó a pasar.
Bélanger se aventuró en una habitación de unos veinte metros cuadrados, también pintada de blanco, con una mesa grande en el centro, donde se encontraban sentados un hombre y una mujer. Ambos eran de mediana edad, de tamaño normal, e iban vestidos de manera formal, pero no demasiado. Lo único destacable de aquellos campeones de lo anodino eran unas miradas de póker que ya le habría gustado lucir a Bélanger en sus timbas de juventud. El enfermero se despidió con su cálida sonrisa y cerró la puerta, dejándole a solas con el dúo de funcionarios vocacionales.
—¿Adrien Bélanger? —preguntó el hombre sin despegar la vista de unos papeles que tenía delante.
—Así es —respondió él.
—Antiguo miembro del SDAT, realizó tareas de agente de campo durante cinco años —el tono del hombre era tan insípido como su aspecto—, hasta que fue expulsado hace dos, por conducta… reprobable.
—Reprobable —repitió Bélanger—. Sí, eso dijeron.
—Debo prevenirle —terció la mujer, con una entonación ausente—: en caso de ser seleccionado, debido a las circunstancias extraordinarias de los puestos que se ofrecen, su sanción se vería suspendida. Evidentemente, esto se produciría a efectos de su posible ingreso en la presente vacante en la DGSE, pero en ningún caso le confiere derecho alguno a recuperar su antigua función en la SDAT. Supongo que ha comprendido.
—Sin duda.
—Nació el dieciocho de mayo de 1981 en Garennes Colombes —el hombre prosiguió la lectura de su expediente—, tiene estudios de Psicología…
—Correcto.
—…Y su especialidad eran los interrogatorios. Además, me han subrayado que usted es experto en artes marciales...
—Ehem —admitió él lacónicamente.
—¿Consume en la actualidad algún tipo de substancia?
—Estoy en proceso de desintoxicación.
—¿Está recibiendo tratamiento?
—No, me lo estoy trabajando yo solo.
—¿Desde cuándo hace que no consume?
—Desde hace un año —mintió Bélanger. Tampoco perdía nada intentándolo.
—También es reseñable —observó la mujer con el mismo énfasis que si estuviese leyendo un asiento contable— que se percibe un contraste por lo que se refiere a su gestión del estrés: en los interrogatorios mostraba un gran autocontrol, mientras que, en sus actuaciones como agente de campo, su propensión a actuar con impulsividad era manifiesta, circunstancia que le ha expuesto a situaciones, cito textualmente, “embarazosas”.
—Afortunadamente, hace ya mucho de eso.
—Supongo que en su actual trabajo es más difícil encontrarse con esa clase de eventualidades —opinó el hombre.
—A veces hay encargos que se me atascan, pero, por descontado, no tiene nada que ver. —Ninguno de los dos pareció captar su broma—. Seguro que este experimento será lo más peligroso que he hecho en años… En caso de ser elegido, claro.
—Así es, no entraña ningún riesgo —confirmó la mujer, quizás demasiado rápido.
—De acuerdo, señor Bélanger, hemos acabado —intercedió el hombre. Se abrió la puerta y allí estaba el enfermero, que cada vez más le recordaba a un portero de discoteca. Bélanger salió tras él, pero, antes de llegar a la salida del pasillo, le indicó la entrada a una habitación pequeña que conducía a una puerta corrediza. Una vez dentro, el joven se sacó del bolsillo un envase para tomar muestras de orina envuelto en plástico esterilizante y se lo entregó.
—Si es tan amable —le pidió.
—Supongo que será un control de drogas. —Bélanger comprendió que el temido momento había llegado.
El joven asintió, señaló la puerta corrediza y le dejó solo.
Reprimiendo su contrariedad, Bélanger tomó el botecito y abrió la puerta. La cosa se le complicaba de veras: los rastros de cocaína desaparecían de la orina a los cuatro o cinco días; sin embargo, tenía entendido que en un consumidor habitual podían permanecer bastante más tiempo. “Farla jacta est”, murmuró, al tiempo que apuntaba con su pene hacia el interior del envase.
De camino a casa, mientras contemplaba por la ventana del RER1 el fugaz paisaje urbano engalanado de grafitis que se sucedían en una infinita gradación de niveles artísticos, estuvo calibrando cuáles eran las posibilidades de pasar a la siguiente fase. La droga era, por supuesto, un gran inconveniente. Si el análisis daba positivo, no tendría nada que hacer. Fuese como fuese, en unos días lo sabría.
Cuarenta minutos después, llegó a su modesto apartamento. Como lo había arreglado hacía poco, aún conservaba un aspecto ordenado que se había propuesto mantener, a pesar de que sabía muy bien que los precedentes en esta cuestión no eran muy halagüeños. No obstante, esta vez quería ir en serio; muchas veces detrás de su desorden estaba la mano negra de la resaca y a partir de ahora no iba a sufrir ninguna más, excepto algún que otro fin de semana. Se sentó frente al escritorio, encendió su ordenador viejo y entró en el correo electrónico. En la bandeja de entrada, un mensaje de su casero, recordándole su enésimo retraso en el pago del alquiler.
Bélanger suspiró. Si no conseguía ser aceptado, al menos tenía un arma ilegal y un apartamento en un cuarto piso, o sea, una variada oferta de posibilidades de acabar con todo.