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Capítulo 4

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Llegué a la estación del Delabou a las 8:23 del día siguiente. Era igual de deprimente y estaba tan llena de paletos como el bendito día que me marché de allí para ir a la Universidad, hacía ya más de quince años y, por fortuna, no había tenido necesidad de regresar hasta entonces. Con la capucha puesta y embozado hasta la nariz con una bufanda, me dirigí a la notaría. De todos los inconvenientes de tener que regresar al pueblo, lo que más me molestaba era encontrarme con algún conocido y verme obligado a soportar los típicos comentarios sobre cuánto había cambiado, en qué trabajaba, si me había casado y todas esas gilipolleces que tanto parecen preocupar a la gente vulgar. Me crucé con un pariente lejano y dos vecinos de mis padres, pero afortunadamente mi camuflaje funcionó y no me reconocieron. A las 8:55 entraba en el despacho del notario. Era un viejo con un ligero aire a mi vecino, el señor Lemarron. Reprimí las náuseas que me provocaba recordar aquel sucio perro suyo.

—Buenos días, señor Pourault —me saludó el notario—. Le acompaño en el sentimiento.

—¿Dónde hay que firmar? Me gustaría largarme en el tren de las 10:10.

—Bueno, esto... Aquí tiene. —El notario me acercó unos papeles que esperaban encima de la mesa—. Necesitaré varios datos, como su cuenta bancaria, para poder recibir la transferencia.

Me senté para echar un vistazo a los papeles y rellenar los formularios. Mientras leía, el notario me hablaba de temas legales que no me interesaban. Me explicó, con más detalle que en la llamada del día anterior, que la vieja había conseguido una indemnización del seguro por el incendio de la casa familiar en el que sufrió quemaduras en el 70% de su cuerpo y otras lesiones graves, o algo así.

—Bueno, ya lo he rellenado y firmado todo. ¿Algo más? —pregunté.

—Nada más, señor Pourault. Ahora debo tramitar los papeles. Una vez esté todo gestionado, en breve recibirá el dinero de la herencia. Recuerde que debe hacerse cargo de los gastos de notaría y del pago del Impuesto de Sucesiones en el plazo de un mes desde la recepción de la herencia.

No había pensado en los impuestos. Cómo no, tenía que aparecer el maldito Gobierno para quitarme lo mío.

—¿Y cuánto tendría que pagar? —pregunté sin ocultar mi contrariedad.

—Es una cuota que varía según la cantidad recibida a título gratuito…

—¿Qué tasa?

— … en su caso es un veinte por ciento de la herencia.

Casi me caí de la silla. ¡Un veinte por ciento! Eso hacía casi cien mil euros; los malditos holgazanes de los funcionarios se iban a quedar con la quinta parte de mi dinero, y todo por la cara.

—Bueno, ya me ocuparé de eso —respondí con resignación. Todavía me quedaban más de trescientos cincuenta mil para mí.

—Y, por lo que respecta a los gastos de notaría, la cuantía asciende a ochocientos quince euros con diez céntimos.

Otro ladrón que quería su parte del botín. Debí reflejar mis pensamientos inconscientemente, porque el bandido añadió enseguida:

—Tenga en cuenta que he tenido que actuar de oficio; evidentemente, la intención de la finada era dejarlo todo a la señora Brouillard, que por lo visto había cuidado de ella durante sus últimos años. Y si hubiese estado mejor asesorada, su herencia se habría visto mucho más mermada.

Por toda respuesta, le dediqué a aquel parásito una mirada de desprecio infinita, me levanté y me fui.

Nada más salir a la calle, casi tropecé con una vieja asquerosa. Levanté la vista: era la señora Brouillard, la mejor amiga de mi madre. Joder.

—Hombre, veo que has venido a por tu parte —me dijo con la habitual malicia que destilaba su vocecilla de gata asmática—. No viniste ni una vez a ver a tu pobre madre; ni siquiera cuando te dijo que era la única condición que te ponía para darte algo de dinero… ¿Dónde vas? ¿Es que no te vas a quedar ni al entierro? ¡Pues no te creas que no vas a pagar los gastos, sinvergüenza!

Enfilé la calle casi a la carrera para llegar cuanto antes a la estación y escapar de aquel detestable pueblucho. Al ver de lejos la estación, solté un suspiro de alivio. Pero entonces el corazón me dio un vuelco.

Al final de la calle estaba Jules Snively.

Era uno de los seres que más aborrecía en este mundo. Había sido uno de los líderes de mi quinta del instituto; un ser engreído y fatuo, con menos luces que un poblado africano. Pasé por su lado cabizbajo, aprovechando que él estaba mirando el móvil. Con el rabillo del ojo, pude comprobar que Jules no había levantado la vista. Respiré aliviado; me quedaban escasos cien metros para llegar a la estación y salir de aquella pesadilla.

Pero entonces oí la inconfundible voz de Jules a mis espaldas:

—¡Maurice! ¿Eres tú?

Noté su mano en la espalda. Me di la vuelta. Había cambiado: estaba un poco gordo, aquejado de calvicie y llevaba gafas. Pero todavía conservaba aquella mirada de prepotencia del que ha sido rey entre mediocres.

—Maurice, antes que nada, te acompaño en el sentimiento. Era ya mayor, ¿verdad? De todos modos, perder a una madre siempre es duro. Al menos, tengo entendido que no sufrió...

La verdad es que no tenía ni idea de si había sufrido o no, así que me limité a asentir.

—He hablado con Michelle y Bernard. Los tres nos acercaremos al entierro. Es esta tarde a las cuatro, ¿verdad?

Michelle Leblanc… Ahora que, tras tantos años, volvía a oír su nombre, se me revolvió el estómago, y miles de imágenes y sensaciones se agolparon atropelladamente en mi cabeza. Michelle, con sus bucles dorados, sus ojos verdes, su cara perfecta. Y su desdén. Recuerdo cómo solía mirarme, con esa media sonrisa de suficiencia aristocrática, pero qué guapa estaba siempre… Dios, cuánto la odiaba.

—¿Verdad, Maurice?

Tampoco sabía a qué hora era el maldito entierro, pero volví a asentir, confiando en que aquella respuesta lo satisficiera y me dejase tranquilo.

—Bueno, lo siento, tío. Nos vemos después —se despidió Jules.

Por fin había terminado todo. Pero cuando ya encaraba de nuevo el camino hacia la huida, de nuevo aquella voz abominable me hizo detenerme:

—Por cierto, ya que después no será el mejor momento…, te quería comentar que estuvimos hablando acerca de hacer una cena de excompañeros del instituto. ¿Por qué no me pasas tu teléfono y te metemos en el grupo?

Lo último que quería en la vida era formar parte de un grupo de esos. Me hubiera gustado escupirle y proseguir mi camino hacia la estación, donde el tren estaría a punto de salir. Pero llegué a la conclusión de que de aquella forma me infiltraría entre ellos, y así podría escrutar sus vidas de subnormales. Un complemento ideal del hackeo al que los tenía sometidos desde hacía años.

Congratulándome por conseguir la oportunidad de colocar el primer peldaño de mi plan sin ni siquiera haber cobrado la herencia, busqué el boli que llevaba siempre encima, saqué un papel del bolsillo, anoté mi número, se lo dejé en la mano y me largué. Llegué apresuradamente a la estación para comprobar que el tren había salido ya.

Busqué refugio en una esquina formada por un pilar y la pared del andén, resignado a esperar la llegada del tren de las 10:40. Intenté aprovechar aquella media hora para analizar las diferentes posibilidades que me ofrecía mi recién adquirida fortuna.

Lo primero que haría sería mudarme. Me buscaría un piso en una buena zona, como Convention; un apartamento espacioso, cerca de un supermercado, pero ya no barato, uno de calidad. Y con el menor número de vecinos posibles. De todas maneras, tenía claro que iba a reservar el grueso de la herencia para algo grande, así que el cambio de residencia iba a ser solo una parte de algo mucho mayor.

Por fin llegó el tren. Me subí en el último vagón, estadísticamente el más seguro, me acomodé en el asiento más alejado de cualquier otro pasajero y, contemplando el reflejo del interior del vagón en la ventana, continué sopesando y valorando otras opciones de negocio, hasta que llegué a París.

Al salir de la Estación del Norte, recordé que no tenía por qué volver a mezclarme con la turba que congestionaba el metro. Mi nueva posición me permitía tomar un taxi, evadiéndome al fin de la masa borreguil, así que me subí al primero que vi.

Me arrepentí de inmediato. Por algún motivo insondable, el asiento resultaba pegajoso al tacto, como si me encontrase sobre el dorso de una enorme compresa usada. Incluso el retrato familiar que tenía sobre la guantera parecía rezumar una especie de sudor gelatinoso. El sujeto lucía un mostacho prusiano tintado de un amarillo casi fluorescente, y apestaba a perfume de viejo. Por si fuera poco, iba con la radio a todo volumen. Quise bajarme, pero antes de saber siquiera el destino, el tipo, como si hubiera olido mi arrepentimiento entre tanta fetidez, arrancó y se metió en la circulación como una aguja en una vena. No me quedaba otra que calmarme; al fin y al cabo, serían unos veinte minutos.

—¡Usted dirá!

—A… a la calle Varet.

El muy energúmeno se puso a dar volantazos, esquivando y adelantando coches como si compitiese en un rally. Las sacudidas, unidas al penetrante olor a perfume, me provocaban arcadas. El volumen desorbitado de la radio me inducía una terrible sensación de vértigo.

—¡Escuche! —grité.

—¿Cómo?

—¡¡Baje la radio!!

—¡¿Qué?!

—¡¡Que baje la radio!!

—¿La radio? Mire joven, cuando yo vaya a su casa, usted pondrá la radio, la tele o lo que le salga de los huevos y como le dé la gana. Pero ahora estamos en mi casa y la radio la tengo como a mí me gusta. ¿Estamos o no estamos?

Aquello fue demasiado. Preso de la indignación, regurgité el desayuno sobre el respaldo del copiloto.

—¡La puta madre! —chilló el cerril—. ¡Bájate, maldito yonqui! ¡Que te bajes te digo!

Detuvo el taxi en mitad de la calle de Faubourg-Saint Martin. Salió del vehículo, abrió la puerta a mi lado y trató de sacarme de un tirón, pero, como llevaba el cinturón puesto, se me subió al cuello y me estranguló. Expulsé otra arcada mezclada de leche y babas, que, por lances del destino y de la gravedad, acabó aterrizando sobre la camisa de mi agresor.

—¡Mecagüen la hostia! ¡Yo te mato!

Sin saber cómo, logré desenganchar el cinturón, y así el bruto y tosco gorila pudo arrojarme al fin del vehículo, tirándome al suelo. Sin dejar de soltar palabrotas, se subió de nuevo al taxi y reanudó su marcha.

Tardé unos minutos en recuperar el aliento y el control total de mis intestinos. Decidí que, después de la fatídica experiencia del taxi, el metro no era tan mala opción. Al fin y al cabo, no era hora punta, así que quizás podría sentarme en un lugar relativamente aislado y recuperarme del disgusto.

Llegué a las 12:54 al portal de mi edificio. A pesar de que tenía el estómago descompuesto, aquel día nadie me iba a privar de mi homenaje: iba a zamparme unos buenos tallarines a la carbonara, mi plato favorito. La idea me había animado tanto que abrí la puerta del ascensor y entré sin tomar las debidas precauciones.

Un sonido de chapoteo me advirtió de mi error. Pero ya era tarde: el trasto había empezado a subir, dejándome encerrado con la meada de perro.

Pero ya daba igual. Al fin era rico, y el mundo se iba a convertir en el tablero de mi juego de rol, donde los otros individuos iban a ser las fichas, movidas por mi voluntad. Todos los que me habían ninguneado, vilipendiado, o simplemente habían sido groseros conmigo, iban a desaparecer para siempre.

Y tenía muy claro quién iba a ser el primero de la lista.

El cazador de escarabajos

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