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Capítulo 7

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Una semana después, Bélanger recibió una llamada de la DGSE: había sido aceptado para la fase de experimentación. Recibió la noticia con alegría: se sentía sano —solo había tomado alguna que otra cerveza al día y no se había acercado a la cocaína— y también optimista. No podía acudir con una actitud mejor a la que, tal vez, fuera la prueba de su vida.

Lo habían citado en la misma clínica a las siete de la mañana del día siguiente. Llegó cinco minutos antes; esta vez le abrió otra enfermera, igual de encantadora que el chico de la primera vez. Sin hacerle esperar, volvieron a aventurarse por el mismo pasillo “secreto” hasta la misma sala, pero en esta ocasión había tres personas: la pareja insípida ahora escoltaba a otro hombre, de cincuenta y muchos o sesenta y pocos, fornido como un leñador, calvo, pecoso, y con una tupida barba blanqueada por algunas canas que aún no habían llegado a sofocar del todo la fogata de su pelo.

—Adrien Bélanger, ¿no es así? —El hombre se levantó y le dio un apretón de esos que pulverizan los metacarpos—. Soy François Vipond, responsable científico del experimento, y ya conoce a mis ayudantes, Patrice Bernard e Inès Sapritch.

—No nos presentaron, pero sí, vaya, quién podría olvidarlos.

—Sin duda, son de esas personas que dejan huella, ¿verdad? —convino Vipond, mientras expulsaba una sonora carcajada y descargaba cada palma en las respectivas espaldas de sus subordinados que, por primera vez, reflejaron un cambio de expresión en sus rostros.

—Bueno, Adrien, espero que no le importe que le llame por su nombre, ¿no? Lo imaginaba. Bueno, ya supondrá que ha sido seleccionado para ser uno de los aspirantes a... superespía. —Formó unas comillas con los dedos y levantó las prominentes cejas.

—Sí, tengo una vaga idea del objetivo de este proceso, pero no le negaré…

—Siéntese, Adrien, haga el favor —le rogó Vipond con campechanía—. ¿Quiere un vaso de agua?

—Gracias… Pues eso, no le negaré —prosiguió Bélanger— que estoy muy intrigado con todo este asunto.

Vipond, con las manazas entrelazadas encima de la mesa, lo miró complacido.

—Sin duda, no es para menos. Ni nosotros mismos nos lo acabamos de creer, ¿verdad, Patrice? —Gozoso, apretó el pobre brazo de su sufrido colaborador—. Bueno, no se preocupe, en unos días sabremos si ha valido la pena todo este gasto público. Por cierto, he visto que tiene estudios de Psicología, ¿cierto? Bueno, nosotros somos neurólogos, o sea, sí que hemos estudiado de verdad, ¡ja, ja, ja! —Y, como queriendo completar la presunta gracia, alargó su brazo con la velocidad de un boxeador y le propinó un suave bofetón a Bélanger—. Bueno, Adrien, antes de continuar, una pregunta sencilla: ¿diría que es una persona escéptica?

Bélanger reflexionó unos momentos antes de responder.

—Si se refiere a que no creo en fenómenos paranormales o sobrenaturales, en efecto, soy bastante escéptico. Si me está hablando de este experimento en concreto, le aseguro que tengo una fe absoluta en ustedes y mi Gobierno. —Y dibujó la sonrisa más amplia que su boca le permitía.

—No lo dudo, querido Adrien —respondió Vipond, siguiéndole el juego—. Supongo que sabrá que no es la primera vez que se intentan desarrollar las capacidades psíquicas con tales propósitos.

—Para utilizarlos en operaciones de inteligencia y contrainteligencia, quiere decir. Sí, sé que los americanos y rusos lo intentaron hace unos años.

—¿Conoce el caso del señor Ingo Swann? —Fiel a su estilo, Vipond formuló su pregunta con teatralidad, enfatizando lo enigmático del asunto.

—La verdad es que no —reconoció Adrien—, pero debe tratarse de alguien importante, en vista de que se han inspirado en su nombre para crear mi identidad falsa2.

—Así es, mi joven amigo —aprobó el robusto científico—. Ingo Swan era el más conocido de los presuntos psíquicos que fueron “reclutados” por el ejército estadounidense, allá en los setenta, para servir en su unidad de “visiones remotas”.

—El proyecto Stargate —aclaró Sapritch.

—Sí, así se llamaba. Gracias, Inès. El propósito de este departamento era utilizar a estos videntes para detectar objetivos soviéticos en cualquier parte del globo, como silos nucleares, submarinos atómicos y cosas por el estilo. Según los parapsicólogos, los resultados fueron espectaculares. No obstante, el proyecto se canceló en los ochenta: Ingo y compañía lo achacaron a los recortes de presupuestos derivados del fin de la Guerra Fría, aunque, según él, el principal motivo fue que los agentes paranormales sufrían severos trastornos mentales debido a algunas visiones perturbadoras, como la detección de experimentación rusa con prisioneros políticos.

—Sin embargo, esa no fue la verdadera razón —intervino Bernard.

—Cierto, Patrice —corroboró Vipond—. El proyecto fue cancelado porque los superespías no daban informaciones concluyentes. Ellos echaron la culpa a los recortes, pero la realidad era que acertaban menos que una escopeta de feria…

—Si hubieran sido eficaces, les habría salido más barato ahorrar en satélites —bromeó Bélanger.

—¡Ja, ja, ja! Sí, así es —aseveró alegre Vipond—. Bueno, para ir al grano, la gran diferencia respecto al proyecto Stargate es que nosotros no buscamos sujetos con capacidades extrasensoriales; los crearemos. De hecho, los hemos creado ya. Acompáñeme.

Vipond se levantó y se dirigió hacia la puerta, secundado por sus dos adláteres. Bélanger los siguió. Salieron los cuatro de la habitación y continuaron por el pasillo, hasta llegar al fondo, donde había un ascensor que utilizaron para descender a dos pisos de profundidad. Al abrirse las puertas, Bélanger vio que se encontraban en una amplia sala blanquísima, incluso más que el resto del edificio, dotada de material y equipos médicos de toda clase: dos tomógrafos, un aparato de resonancia magnética, electroencefalógrafos, camillas con catéteres de drenaje, y otros artilugios que Bélanger, a pesar de su formación como psicólogo, no había visto en su vida. Hasta había un enorme hormiguero, cortado en vertical y contenido por un cristal para posibilitar el examen de la vida de la colonia, como en los museos de ciencias. En el fondo de la estancia, había varios científicos ocupados manipulando algunos instrumentos y haciendo comprobaciones.

Vipond se detuvo al lado de la máquina de resonancia magnética y le miró complacido:

—Bueno, aquí es donde le vamos a convertirlo en un Uri Geller, pero de verdad. Ya ve que el Gobierno no ha escatimado en gastos. Si le lobotomizamos, al menos siempre podrá afirmar que habrá sido usando material de la mejor calidad… Si es que pudiese decir algo, ja,ja —rio Vipond, descargando una de sus cariñosas palmadas contra el aparato que, en efecto, resultó ser de la mejor calidad.

—Eso es fascinante —admitió Bélanger. Una vez leí algo sobre un proyecto del KGB. Afirmaba que habían desarrollado un método para “sincronizar” los hemisferios cerebrales: se suponía que así conseguirían activar ciertas capacidades “ocultas” del cerebro. Siempre pensé que era una patraña para fastidiar a los americanos… ¿Era cierto, entonces? ¿O los tiros no van por ahí?

Con una mueca de sarcástica suficiencia, Vipond se acercó a Bernard y, con el hombro, le dio un empujón por la espalda que sin duda pretendía ser afable. El otro, después de apoyarse en una camilla para no perder el equilibrio, interpretó el gesto como una señal para que tomase el relevo en las explicaciones:

—Nosotros también estábamos al tanto de esos supuestos logros de los soviéticos, presumiblemente derivados del estudio de las hipotéticas capacidades extrasensoriales de los delfines —aclaró Bernard— y orientamos nuestras investigaciones por ese camino. Debido a la falta de resultados, concluimos que solo habían sido rumores filtrados por los propios servicios de inteligencia rusos, para forzar de este modo a los países occidentales a invertir tiempo y dinero en este tipo de operaciones estériles.

—Como usted decía, puras patrañas —aprobó Vipond—. Eso de la sincronía entre hemisferios, o la telepatía de los delfines… Todo parecía ser tan falso como el mito, tan extendido, de que solo usamos un diez por ciento del cerebro. Pero, como todo mito, debía tener una base real.

—Exacto —Bernard parecía haberse animado—, igual que la leyenda del uso diez por ciento del cerebro deriva probablemente de un hecho contrastado, pero malinterpretado, como es la proporción de neuronas respecto a las neuroglias, supusimos...

—Mejor di que fuiste tú, Patrice, no seas tan modesto. —Vipond rio y descargó otra palmada en la espalda a su auxiliar—. Háblale de tu teoría de la… ecolocalización telepática. Se llama así, ¿verdad, muchacho?

Después de tomarse unos segundos para recuperarse, Patrice asintió y continuó:

—De entrada, el principal impedimento teórico-práctico para la transmisión a distancia del pensamiento entre individuos es muy simple: los impulsos electromagnéticos del cerebro no producen suficiente energía como para transferir la información. Pero entonces, el posible uso de los delfines por parte de los soviéticos me hizo reflexionar: estos animales, como supongo que sabrá, al igual que los murciélagos, poseen un sistema de ecolocalización que les faculta para detectar y sortear obstáculos sin valerse de la vista. Por tanto, pensé que ahí podía estar la clave: los pensamientos no se pueden transmitir, pero quizás sí se podrían captar. Conjeturé que quizás seríamos capaces de desarrollar una especie de sónar que, al lanzar señales hacia el cerebro de un sujeto, estas, al rebotar, creasen un “eco” mediante el cual el emisor recibiese el pensamiento de aquel.

—La puta madre… En lugar de un eco de ondas de sonido, un eco mental… ¡Un psicoeco! —exclamó Bélanger, con algo de pitorreo.

—¡Psicoeco, psicoeco, ja, ja, ja, psicoeco! ¡Ja, ja, ja, me encanta este chico! —Vipond se desternillaba de risa con la ocurrencia de Bélanger. Este se previno ante la posibilidad de que el otro se le acercase para honrarle con una de sus simpáticas “caricias”. Sin embargo, el docto jayán la emprendió con uno de los tomógrafos, que vibró como si hubiese sobrevenido un pequeño seísmo.

—Je, je, sí, es muy ingenioso —corroboró de mala gana Patrice, visiblemente celoso del ingenio de Bélanger.

—Bueno, ya está bien de cháchara —proclamó Vipond—. Vamos al lío. ¡Camille, Pierre, haced el favor de venir! Os presentaré a nuestra nueva cobaya.

Dos de los científicos que estaban trabajando al fondo de la sala se acercaron. Camille era joven, menuda y de facciones agradables; Pierre era delgado y espigado, un poco mayor que Camille, aunque sin pasar de los treinta y cinco. Por su lenguaje no verbal, Bélanger dedujo que mantenían algún tipo de relación más allá de la profesional. Después de los preceptivos saludos de cortesía, Vipond no perdió la ocasión de seguir con sus gracias:

—Tratadme bien a este chaval, a ver si conseguimos generarle un psicoeco como el de Tommy.

—¿Psicoeco? Vaya, me gusta —preguntó Camille—. ¿A quién se le ha ocurrido?

—A este señor, y no lleva ni dos minutos aquí. —Esta vez sí tenía a tiro a Bélanger, por lo que este no se salvó de recibir una de las hercúleas lisonjas del neurólogo—. Seguro que pronto superará a Tommy, lo presiento.

—¿Quién es Tommy?

—¡La leche! ¡Por supuesto, aún le queda por ver la mejor parte, Adrien! —Vipond se golpeó la frente lamentando el despiste; a Bélanger le complació observar que el hombre, al menos, se administraba la misma intensidad que empleaba con los demás. Siempre le habían caído bien las personas consecuentes—. Bueno, majos, id a presentarle a nuestro Tommy. Ahora será testigo de cómo Francia ha recuperado la grandeza que asombró al mundo en tiempos de Napoleón… I y III, ja, ja, ja.

—Faltaría más —convino Pierre—, síganos, señor Bélanger.

Él y Camille se dirigieron a una puerta blindada que había a su izquierda

—Lo que ustedes digan —respondió él.

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