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Capítulo 1

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Ya era mediodía cuando Adrien Bélanger, exagente de la Sous-Direction Anti-Terroriste francesa (SDAT) y fontanero a jornada parcial, se despertó en un sofá inmundo. Como era habitual en aquellos tiempos, el primer pensamiento que le vino a la cabeza fue el de meterse una pistola en la boca y desayunar una ración de plomo crudo; sin embargo, su estómago, que prefería algo más nutritivo, se interpuso con un rugido de apremio. Con los párpados aún medio pegados, el detective hizo un esfuerzo por ser positivo y atender a su demanda fisiológica. Y es que, a escasos metros, un tintineo sordo de madera contra acero inoxidable y un olor a pasta hervida anunciaban la hora de comer.

—¡Hombre, dormilón! —exclamó alguien. El terrible acento holandés, seco como un portazo, acabó de situarle en el tiempo y el espacio: era sábado y se encontraba en el apartamento de Bartel, el camello con la cara más dura de Aulnay-sous-Bois.

En efecto, al conseguir abrir del todo los ojos se topó con aquel lugar por desgracia tan familiar: el pequeño ático que Bartel usaba como vivienda habitual, punto de trapicheo ocasional y after eventual, estaba salpicado de ropa indolentemente tirada, ceniceros rebosantes y botellas a medio terminar, formando un tapiz que confería a la estancia el aspecto de una caótica jaima.

El cuchitril del traficante, además de oler a pasta, hedía a polvo, pies y marihuana. Mucha marihuana. Bélanger, mientras, se incorporó como si estuviera pegado a un siamés todavía más abatido que él.

Al asomar la cabeza por el respaldo del sofá, Bélanger pudo ver cómo Bartel removía una cazuela con una cuchara, mientras con la otra mano sostenía un cigarro bien aliñado, a juzgar por el aroma. El holandés era un tipo alto y regordete, con una barba rojiza de hípster con la que trataba de compensar su incipiente alopecia, y un aire campechano que camuflaba sus mañas de timador empedernido.

—Esto ya casi está —aseguró animado—. Supongo que estás hambriento.

—Esta casa apesta a hierba —se quejó Bélanger.

—Y no a las finas precisamente, ja, ja, ja. —Bartel se rio de su propia gracia y dio una calada tan fuerte al porro que este resplandeció como una antorcha.

Bélanger tragó saliva, en un vano intento por abortar las arcadas que pugnaban por encumbrarse a su garganta. Se dirigió corriendo al lavabo, pero la urgencia le obligó a encestar la vomitona casi desde la zona de triples, con escaso éxito.

Hay que decir que Bélanger era un tipo corriente. No es que fuese mediocre, insulso, ni tampoco se podía afirmar que hubiese tenido una vida anodina, para nada: casi había terminado la carrera de Psicología, era un consumado experto en varias artes marciales, y había pasado cinco años como agente en la Seguridad Interior. Pero, desde entonces, había desempeñado multitud de trabajos hasta acabar de fontanero, siguiendo la tradición familiar. Se conformaba con ser amable y educado con el prójimo, hacer su trabajo con honestidad, y emborracharse y meterse cocaína cada cierto tiempo.

Al salir del baño, se acercó a la nevera en busca de agua fresca. A menos de un metro, Bartel vigilaba el punto de cocción de los espaguetis, al tiempo que removía una salsa boloñesa que borboteaba perezosamente en una sartén de color indefinido. Mientras bebía directamente de la botella de agua mineral, Bélanger advirtió que había tres pequeñas cucarachas recorriendo las asas de plástico de la cazuela, dos en la de la izquierda y una en la derecha. Como hormigas en una cinta de Moebius, daban vueltas por la rugosa superficie en un ir y venir atolondrado e hipnótico, acercándose al recipiente guiadas por el olor, para, en el último momento, dar la vuelta sobre sí mismas, espantadas por la temperatura abrasadora del metal. Medio segundo después, una vez fuera de peligro, el ansia por la comida se volvía a apoderar de ellas y emprendían la acometida por el otro flanco, topándose de nuevo con el calor insoportable que las volvía a espantar hacia el extremo del asa. El estéril bucle en que se hallaban atrapados los insectos le evocaba a Bélanger algo indefinido y familiar al mismo tiempo; finalmente, apartó esa idea de su mente con un bufido hastiado y se dirigió al fregadero.

—Malditas cucarachas —se quejó Bartel mientras Bélanger buscaba dos tenedores por el agua cenagosa—. Son suramericanas, no sé cómo han llegado hasta aquí, pero me tienen harto; he hecho fumigar esto dos veces ya, y nada, las cabronas están por todas partes.

El traficante pareció adivinar el pensamiento de Bélanger al añadir:

—No te preocupes, al sofá nunca se acercan; se ve que no les gusta el olor a maría.

—Creía que eso era tu colonia —replicó Bélanger, que trataba de desatascar el fregadero, lleno a rebosar de cubiertos y vasos sucios.

Bartel hizo una mueca que bien podía ser de aprobación, dio una calada olímpica al menguante canuto, apagó los fogones y mezcló la salsa y la pasta en un cuenco de plástico. Agitó la cazuela hasta que las cucarachas cayeron al suelo, las pisó y, con un puntapié, las lanzó bajo la nevera. Después, cogió el cuenco con una mano, abrió la nevera con la otra, sacó una litrona y se acercó a la mesa, donde Bélanger había puesto los tenedores tras haberle pasado una bayeta.

Bartel encendió la tele y puso el canal especializado en cine de acción; en ese momento estaban pasando una película de Chuck Norris.

—¿Cuál es esa? ¿Masacre en Vietnam 6? —inquirió Bélanger con sarcasmo.

—¿Qué dices, tío? Pero si es Desaparecido en combate 2 —repuso el camello, indignado—. Es todo un clásico. Desde luego, qué poca cultura cinematográfica tienes. Parece mentira que seas licenciado en Literatura y artista marcial tremendamente cualificado.

—Ah, vale —respondió Bélanger con la boca llena. A diferencia de la inmensa mayoría de seres humanos que conocía, la resaca no le quitaba el apetito—. Y estoy casi licenciado en Psicología, por cierto.

—Eso —asintió Bartel, mientras contemplaba con regocijo cómo Norris mostraba el mismo respeto por la vida de los sudorientales que él había tenido con las cucarachas.

—Qué grande es Chuck Norris —seguía Bartel—, el combate con Bruce Lee en El furor del dragón es de lo mejor de la historia del cine: qué técnica, qué agilidad, qué interpretación… ¡Por Dios!

—Chúpate esa, Laurence Olivier —murmuró con una media sonrisa Bélanger mientras apuraba el plato—. Lástima que Matrix le haya quitado el mérito a estos artistas. Ahora cualquier actor puede currarse ese tipo de escenas; solo hay que saber dónde situar la cámara, y después reproducir las secuencias a toda leche.

—¡Buah, menuda herejía! —replicó el traficante, casi colérico—. Bruce Lee estará reventando su ataúd a patadas por tus blasfemias. En Operación Dragón, Bruce se movía tan rápido que el director tuvo que grabar a treinta y dos imágenes por segundo porque a velocidad normal no se veían las hostias que daba. Y todo sin dobles. Eso era arte. Lo que tú dices sería como comparar un Moët & Chandon Brut Impérial con un champán de marca blanca.

—O la farlopa de verdad con esa mierda que vendes tú —musitó Bélanger. Un poco más alto, dijo—: Además, he leído que Bruce Lee sí que utilizaba un doble para algunas escenas de acrobacias. Se las hacía el colega de Jackie Chan ese… No recuerdo cómo se llama.

—¡Venga, va, Bélanger! Seguro que te habría encantado tener un par de rounds con él. —Bartel se levantó y entró en el dormitorio, del que salió al momento con una bolsita. La abrió, sacó un buen pellizco de cocaína con una tarjeta y se puso a preparar unas rayas—. ¿Hace o no hace?

Bélanger, después de suspirar con farisea resignación, apuró los espaguetis, le pegó un trago a la cerveza y se tomó una dosis del postre que le ofrecía el holandés. Fuese por el efecto placebo o porque aquello sí era coca de la buena, la esnifada le animó de inmediato. Sintiéndose todo un dios griego, se encendió un cigarro, puso los pies sobre la mesa y se aposentó, listo para disfrutar de la película.

—A ver —aclaró—, yo no niego que el tío fuera un crack. Pero lo que pasa es que, en esta época, lo artesanal está de capa caída...

Los tiros y las explosiones se combinaron con la inhibición de dopamina causada por la droga. Batiendo récords de pronunciación de palabras por minuto, fontanero y camello se pusieron a debatir acaloradamente acerca de la relación e interdependencia mutua entre el cine de artes marciales y el convencional, y en la influencia que el primero había ejercido sobre el segundo, e incluso a la totalidad del arte en general. Bélanger pasó de repudiar la película a admitir que no era tan mala; al cabo de dos minutos ya le daba cien patadas a El acorazado Potemkin y a El Padrino juntas.

—¿No se te ha pasado nunca por la cabeza cómo se lo tomarán las madres de toda esa gente que se cargan? —Bartel agitaba los brazos para reforzar su argumento—. Todos esos tíos que se pasa por la piedra, cuando sus madres vean que no tienen noticias suyas, porque, claro, al ser malos, no creo que las visiten mucho, pero ellas seguro que los quieren, porque, tío, una madre es una madre; y que al final, tío, que al final, después de haberlos criado con todo su amor de madre, pues que se enteren de que han muerto… ¿No has pensado nunca en ello?

—Tío, la verdad es que no se me había ocurrido. —Bélanger se mesaba la barba recortada mientras miraba a su amigo como si le hubiera revelado una verdad oculta—. Pobres mujeres... ¡Eh! ¿Y los padres? De ellos nunca se acuerda nadie...

Al cabo de media hora, el efecto de la cocaína se volatilizó; la euforia y la felicidad dieron paso a la desasosegante certeza de saberse un auténtico inútil. La película había regresado a su estado original de bodrio supremo, y con intereses. En su mente empezaron a agolparse pensamientos de “qué hice ayer”, “qué hago aquí”, “qué será de mí mañana”, de forma que cualquier duda acerca del futuro inmediato, valorado unos segundos antes como un problemilla sin importancia, se había convertido de repente en un obstáculo insuperable.

A Bartel también debía haberle pasado el efecto, porque con un gruñido se incorporó del sofá para “pintar” un par de rayas más largas que el discurso de un tartamudo. Tras meterse una de golpe, el camello le ofreció la otra a Bélanger.

—No, gracias, ya está bien por hoy —dijo él mientras se levantaba con esfuerzo.

—¡Pero si acabas de empezar! —exclamó sorprendido Bartel—. Bueno, como quieras, tío, cuando te apetezca quedar, ya sabes dónde estoy.

Bélanger le dio la mano y se largó con la deprimente sensación de estar huyendo hacia ningún sitio.

Nada más salir a la fría calle de invierno, recibió un mensaje: era Stéphanie.

“Tenemos que hablar, Adrien”.

Y luego otro:

“Quizás haya una posibilidad de que vuelvas”.

Y, por último:

“A las 15 donde siempre”.

Bélanger respondió: “Ok”. Quedaba poco más de una hora para las tres, lo justo para ducharse y llegar puntual a la cita. No quería hacer esperar a su antigua compañera en la SDAT. Mientras entraba en el metro, no pudo evitar acordarse de las cucarachas escapando del doloroso calor para volver a él de inmediato, atraídas por el goloso olor de la pasta cocinándose a fuego lento.

El cazador de escarabajos

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