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Capítulo 2

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No exagero si afirmo que mi vida empezó aquel segundo martes de noviembre de 2018. Concretamente, a las diez y cinco minutos de la mañana. Pero mi historia debe empezar un poco antes, a las nueve y diez.

Como siempre a esa hora, desde que había dejado mi trabajo de informático hacía ya seis años, me encontraba en la cafetería Duchamp, en la esquina de Lourmel con Leblanc, tomando plácidamente un poleo americano.

Había elegido aquella cafetería porque no se hallaba muy lejos de mi casa, aunque sí lo suficiente como para caminar un rato y al menos estirar las piernas. Estaba, como cada día, en la mesa idónea, por ubicarse en una esquina cerca de la calefacción, y donde nadie podía verme desde el exterior. Como he dicho, estaba tomando poleo americano, mi predilecto; entre las piernas tenía dos bolsas de la compra y una botella de suavizante con fragancia de rosas. En momentos como aquellos, mi calma era absoluta; todo estaba tranquilo, en orden, como tenía que ser.

Hasta que se abrió la puerta y oí de nuevo aquella horrible vocecita. La niña entró de la mano de su madre, exactamente igual que el día anterior, y a la misma hora, las 9:15. Pensé: “Dios, seguro que hoy también se pone a berrear”. Me habían jodido ya el lunes, pero había supuesto que simplemente habría sido un infortunio excepcional y que nunca volverían a pasar por allí. Me había equivocado de pleno.

La madre pidió un café solo; la niña quería un batido de fresa. La madre se lo negó porque engordaba. De inmediato, la cría empezó a llorar con la intensidad del que sabe a ciencia cierta que su esfuerzo valdrá la pena.

Entonces me fijé en el suavizante: lo tenía justo bajo los pies. Qué color más bonito, ese rosa claro, casi eléctrico. Hasta parecía apetitoso, igual que un dulce y sabroso batido de fresa.

A las 9:35 me levanté, pagué, recogí las dos bolsas con la mano izquierda y el suavizante con la derecha, y me dirigí a mi casa. Por el camino me consolé un poco: me dirigía a mi fortaleza, mi guarida, mi cueva inexpugnable; allá no tenía que encontrarme con ninguna niña histérica ni músicos callejeros, ni nadie por el estilo. Además, a las diez en punto iba a recibir los resultados del estudio de mercado que había encargado para investigar la viabilidad comercial de mi última patente; desde que me habían dado la invalidez absoluta, hacía más de cinco años, había estado dedicándome a la que era mi tercera gran vocación, junto con los juegos de rol y los circuitos de dominó: los inventos.

Llegué a mi casa por fin; abrí el portal sin dejar que la compra tocase la acera, entré en el pequeño recibidor y llamé al ascensor. Cuando se detuvo en la planta baja y las puertas corredizas se deslizaron, mostrando el interior de la cabina, me encontré con la segunda putada del día. Y todavía no eran las diez.

El suelo del maldito artefacto estaba medio cubierto por una fina y aceitosa capa de meada de perro. Solo podía tratarse del jodido chucho del cuarto B. No tuve más remedio que subir a pie.

En el cuarto piso me encontré con el señor Lemarron, que por algún motivo todavía permanecía en el rellano con su odiosa mascota; quería soltarle todo lo que pensaba de ellos, obligarle a limpiar el orín del chucho con la lengua, y echarles a patadas del edificio y que no volvieran nunca más. En cambio, me limité a articular un semigruñido que hasta podría haber pasado por un “buenos días”.

Llegué por fin al noveno piso; exhausto, abrí la puerta de mi apartamento, dejé caer las bolsas y el suavizante en la entrada y me apoyé en la pared. Estaba agotado, humillado, me sentía sucio, y más cobarde que un desertor espartano. Pero enfrente de mí tenía a mi amigo fiel: mi ordenador, mi hermoso ordenador nuevo, con procesador Intel i9 de última generación, que resplandecía desde el centro del modesto comedor. En su pantalla se reflejaba la luz del sol que entraba por la ventana, igualito que una aparición mariana. No podía esperar más. Me senté delante de la computadora, la encendí y entré en mi web.

Los Desafíos del Centinela. Aquella era mi razón de vivir, con ese juego me convertía en todo lo que no podía ser en el mundo real: ese mundo atiborrado de niñas gritonas, músicos ambulantes, perros meones y viejos malcarados. Que se lo quedasen. En mi juego yo, y solo yo, era el Maestro Supremo, ahí todos seguían mi voluntad. Era su dios. Y no solo creaba y construía sin más límite que mi imaginación y mis elevados conocimientos de programación; también me daba la oportunidad de entregarme al placer de la escritura, otra de mis grandes pasiones.

Más animado, me dispuse a retratar el punto de partida de mi último Desafío:

El sonido del abismo.

Jugadores: el Centinela desea, por encima de todo, conocer la verdad: hacer aflorar aquello que está hundido en la profundidad, iluminar lo que se cubre de tinieblas, desvelar aquello que se esconde tras muros de piedra y hueso. Para satisfacerle, os ordena que halléis el origen de un lamento que, después de siglos, nadie puede situar con exactitud. Solo se sabe que su eco resuena en los túneles de las Catacumbas, recubiertos de osarios centenarios...

Me interrumpió la notificación de un e-mail. El remitente era La cocina de los inventos, la empresa a la cual había encargado el estudio de mercado de mi último ingenio. El asunto era “Análisis de la viabilidad del Magic Beach: conclusiones del estudio cualitativo”.

Mi corazón se detuvo y, lleno de esperanza, recé al dios de la computación: “Por favor, que las opiniones sean buenas… Que mi invento tenga éxito y pueda cambiar de apartamento, escapar de la niña malcriada y del perro meón, e irme a una mansión en el distrito 8, al lado del Elíseo, lejos de chusma y gentuza…”.

Abrí el e-mail y empecé a leer:

“Estimado Sr. Pourault,

Soy la señorita Leroy. Le adjuntamos un documento con las conclusiones del focus group realizado para evaluar la viabilidad comercial de su invento Magic beach.

Lamento tener que anticiparle que los resultados no han sido del todo alentadores, si bien le he de recordar que un focus group solamente está constituido por un público de diez personas y, por tanto, las impresiones de sus miembros son orientativas, pero en modo alguno estadísticamente relevantes. Por tanto, sirva este mensaje para darle ánimos y apoyarle para que no pierda la fe en sí mismo ni en sus ideas.

Si tiene cualquier consulta, no dude en llamar al número de teléfono que aparece al final del mensaje.

Saludos cordiales,

Annabel Leroy

Asesora comercial de La cocina de los inventos SL”.

El sudor comenzó a resbalar por mi frente, pegajoso como grasa de chuleta de cerdo. Mi dedo temblaba tanto que me costó abrir el documento adjunto con los resultados:

El objetivo principal de esta investigación ha sido realizar un estudio para testar la viabilidad comercial del invento Magic Beach...”.

Blablablá.

“...en cuanto a la metodología y muestra, se han realizado cuatro reuniones de grupos, de diez personas. Dos grupos de veinticinco a cuarenta años, y dos de cuarenta y uno a cincuenta y cinco, todos de clase social media amplia…”.

Blablablá.

Nombre del producto: al ver el nombre, y sin haber tenido ningún contacto previo, ni ninguna noción de en qué puede consistir el producto objeto de estudio, los participantes consideran mayoritariamente (un 76%) que puede ser un juguete veraniego para niños…”.

Avancé hasta la parte en la que se les mostraba el producto y su función:

Al descubrir que su función es alisar la arena de la playa para tomar el sol con más comodidad, la mayoría de las personas consultadas (92%) considera que es algo «superfluo, innecesario o frívolo» y que «no le ven ninguna utilidad práctica»”.

No necesitaba leer más. Se trataba de otro invento destinado al fracaso. Me deprimí enormemente, pero más que por el rechazo del público (al fin y al cabo, eran una panda de ignorantes), porque aquello desvanecía mis esperanzas de hacerme rico. Rico para escapar de aquel barrio y su gente, para dejar de malvivir en un piso minúsculo, para no tener que ir a comprar nunca más. Pero, sobre todo, para poder permitirme la venganza de mis sueños. Pero solo eran eso, sueños.

El sonido de llamada de mi móvil me sobresaltó.

—¡¿Qué?! —respondí, todavía con la cólera a flor de piel.

—Eh… ¿Hablo con el señor Pourault?

—Sí, soy yo, ¿qué quiere?

—Buenos días, mi nombre es Paul de Vermandois. Soy el notario de Delabou.

—Sí, el de mi pueblo. ¿Qué pasa?

—Lamento comunicarle que su madre ha fallecido esta madrugada.

Empezaron a venirme en torrente miles de pedazos de mi infancia. Ninguno bueno.

—Señor Pourault, le acompaño en el sentimiento.

—Sí, sí. Ha dicho que es el notario, ¿no? ¿Cuánto me ha dejado de herencia?

—Eh… Le tengo que informar que su madre lo desheredó en su testamento…

El mundo pareció hundirse bajo mis pies. Tras el fiasco de mi último invento, la única oportunidad que tenía de mejorar mi situación era que mi madre muriese, y así quedarme con la casa y sus ahorros; y esto también me había sido negado. Iba a colgar cuando el notario continuó:

—Sin embargo, es mi deber informarle de que, como heredero forzoso, tiene derecho a la legítima, por tanto, la desheredación completa es nula en cuanto a esta parte…

—¿Y de cuánto dinero estamos hablando?

—Si hablamos solamente de la legítima, la cuantía asciende a cuatrocientos cincuenta y tres mil doscientos ocho euros con setenta y seis céntimos.

De un brinco me levanté del asiento. ¿Cómo podía ser que la vieja bruja hubiese logrado reunir tanta cantidad de dinero?

—Disculpe, ¿puede repetir?

—Cuatrocientos cincuenta y tres mil euros; como usted sabrá, su difunta madre cobró una importante suma del seguro a causa del incendio acaecido en su residencia, hace cuatro años.

La verdad era que no tenía ni idea: ni de que se había quemado nuestra casa, ni del dinero del seguro, ni mucho menos de que me quería desheredar.

Me había puesto a dar vueltas como un poseso hasta que, sin saber cómo, me resbalé y caí de espaldas. El golpe fue tan fuerte que se me paró la respiración. Cuando me recuperé un poco, comprendí lo que había sucedido: había patinado al pisar un líquido rojo que cubría parte del suelo. Por lo visto, se había roto la botella de zumo que estaba dentro de las bolsas de la compra y su contenido se había desparramado por el suelo.

—¿Señor Pourault? ¿Está ahí?

—Eeuh… Sí, sí, estoy aquí. ¿Cuándo me puedo pasar a firmar lo que sea?

—¿Puede acercarse por la notaría mañana a las diez?

—Estaré allá a las nueve en punto. —Y colgué.

De pronto, me asaltaron unas irresistibles ganas de reír; una risa estridente, alocada, liberadora, como jamás había experimentado; tirado en el suelo de mi apartamento, con el olor de meada de perro mezclado con el zumo, mirando la lámpara barata que colgaba del techo, como si fuese la de un genio que me acabase de conceder un deseo.

El cazador de escarabajos

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