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Capítulo 10

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Hija de puta. Hija de la gran, de la grandísima puta. La maldita arpía había abandonado el juego tras haberme chorizado nada menos que setecientos quince euros con sesenta y dos céntimos. No. No solo eso. También se había llevado la mini cámara de treinta y nueve euros con noventa y nueve céntimos y el sistema micrófono inalámbrico Rode Wireless Go, de ciento ochenta y nueve euros. En total, el desfalco ascendía a novecientos cuarenta y cuatro con sesenta y un céntimos. Por poco no reviento la silla contra la pantalla del ordenador. Me daba igual dónde se escondiera, iba a encontrar a esa perra y hacerle tragar todo lo robado.

Pero cada cosa a su tiempo. Al fin y al cabo, ya había previsto la probabilidad de percances, probabilidad que se incrementa exponencialmente según aumenta la complejidad de un plan. Y el juego estaba prosiguiendo, en líneas generales, tal y como yo había dispuesto, y el resto de jugadores estaban demostrando ser grandes y abnegados competidores.

Sheridan fue el primero en llegar, seis horas y diecisiete minutos después, a uno de los destinos marcados: era una casa abandonada, de una altura de tres plantas, situada en un claro desolado. Su figura decrépita se recortaba en el cielo ocre de la media tarde primaveral. Se acercó a la puerta de madera desgastada, y trató de abrirla, pero estaba cerrada. Sheridan la empujó, pataleó, y le propinó cargas con el hombro con una fuerza que me sorprendió; pero la puerta, aunque vieja, resultó ser sólida, incluso más de lo que yo esperaba. Se dio la vuelta a la construcción, pero las ventanas de la primera planta estaban tapiadas; las del segundo piso estaban cubiertas por tablones de madera claveteados, alguno de los cuales estaba ya medio suelto. El gótico se detuvo bajo uno de ellos e hizo un amago de trepar por la pared, apoyándose en la cornisa de la ventana inferior, pero desistió; no había nada a lo que agarrarse entre una ventana y otra. Entonces empezó a comprender el error cometido al avanzar a toda costa, sin haber buscado herramientas durante su travesía. Susurrando varias imprecaciones, miró preocupado a su alrededor, hasta que la cámara se detuvo ante un sendero. Después de haber avanzado durante unos cinco minutos, se dio la vuelta y desanduvo el camino, hasta que vio a su izquierda otra vereda, que tomó indeciso. A pesar de su negligencia inicial, Sheridan estaba luchando en serio por hacerse con el juego, y había aprendido una valiosa lección: en Los Desafíos del Centinela, los errores se pagan muy caros.

Por la otra pantalla vi a Halford aproximándose a la casa. Él, a diferencia del incauto Sheridan, que aún rebuscaba por las inmediaciones, sí tenía la llave, por lo que pudo abrir sin problema.

Accedió al interior de un amplio comedor: sobre una gran mesa, se erigía un complejísimo circuito de dominó. La cámara de Halford empezó a seguir lentamente el recorrido: se iniciaba con cincuenta fichas encima de una plataforma de quince centímetros de altura, colocadas formando una curva, a las que sucedía una bola de metal situada ante un tobogán en miniatura, que descendía en espiral hasta llegar a más fichas de dominó, sesenta y cinco en total, seguidas de un cilindro tumbado, que solo necesitaba un pequeño impulso para rodar por una tablilla y empujar una hilera de setenta y una fichas, al cabo de las cuales se encontraba otra bolita, que apuntaba ansiosa hacia un cubo algo mayor que un dado, dispuesto en precario equilibrio en el extremo de la mesa, a punto de caer sobre una balanza colocada encima de una mesa más baja, y que estaba atada a una cuerda, cuyo extremo había sido unido a una puertecita, que encerraba a su vez una última bola, bajo la cual había un mando negro de control remoto, con un botón rojo en su centro esperando ser pulsado.

Justo delante de la primera ficha, había un papelito doblado. Halford lo abrió:

Felicidades, estás a punto de convertirte en el Primer Vencedor del Primer Desafío del Centinela. No obstante, has de tener mucho cuidado; si no sigues sus prescripciones al pie de la letra, todo tu esfuerzo podría ser en vano…

En todo plan, todos los elementos deben encajar como un reloj. Si falta la más mínima pieza, quizás el plan quede incompleto, y la victoria se torne derrota.

Pero antes, cierra la puerta de la casa con llave. Puede que otro jugador se esté acercando para arrebatarte el premio…”.

El heavy se dio la vuelta bruscamente. Justo a tiempo: a través de la abertura de la puerta se podía ver a Pestilence acercándose a toda velocidad. Al mismo tiempo, desde la cámara de la punki, yo podía ver a Halford dentro de la casa con el pergamino en la mano, mirando estupefacto a Pestilence.

Sin perder un instante, Halford se acercó al umbral, cerró el portón y giró la cerradura. Un segundo después, Pestilence chocó con la puerta con un fuerte golpe, seguido del grito “¡coño!” que la jugadora dedicó a su rival.

Ni en una escena ensayada para una película habría quedado más trepidante: cualquiera hubiese dicho que la lectura del pergamino había invocado a Pestilence, como un conjuro en una partida de rol tradicional. Y no solo eso: las cámaras me habían permitido contemplar las dos escenas simultáneamente, desde ambos puntos de vista. Sencillamente espectacular.

—Pestilence —le dije tras encender su auricular—, el juego ha terminado para ti. En el tercer árbol de enfrente, contando a partir de la columna izquierda del portal, encontrarás un mapa que indica el camino hacia la estación de Amécourt y un billete de vuelta a París. Regresa a casa, descansa, y espera a ser convocada al siguiente juego. Seguro que el tesón que has demostrado tendrá su recompensa en el futuro.

Pestilence hizo temblar las mismísimas puertas del cielo con sus blasfemias, pero obedeció. Di instrucciones parecidas a Sheridan y a Bob, que las siguieron sin rechistar.

Halford se aproximó y volvió a recorrer con la mirada el circuito, deteniéndose en los tramos con piezas de dominó. Repitió su escrutinio otra vez más hasta advertir un hueco entre dos fichas, concretamente entre la decimonovena y la vigésima del tercer tramo. La ausencia de la vigésima pieza era como una nota discordante en una partitura barroca. El heavy entendió que era preciso encontrarla, por lo que se lanzó a su búsqueda.

Aproveché para ir al baño, pero, de pronto, una exclamación de triunfo me hizo interrumpir el proceso. Miré hacia la pantalla de Halford, que sostenía con sus rollizos dedos una ficha de dominó; había encontrado el eslabón que faltaba para completar el circuito.

Expectante, observé cómo la mano ligeramente temblorosa de Halford trataba de depositar el ladrillito de plástico en el apenas imperceptible vacío que lo aguardaba. Aguanté la respiración cuando casi rozó una de las piezas. Pero la mano del jugador se mantuvo firme y segura: suavemente, pero con decisión, puso la ficha y se apartó.

Los dos contemplamos, seguramente igual de complacidos, aquella magnífica obra, por fin acabada. Ahora solo debía empujar levemente la primera pieza, y la causa-efecto terminaría el trabajo. De todo aquel sublime ejercicio de maestría que había supuesto la elaboración del desafío, aquel circuito era lo que más me había costado, y por tanto, de lo que más satisfecho estaba. Y si cumplía su función, habría valido la pena.

Estaba a punto de comprobarlo.

Halford se puso frente al punto de partida de la estructura, sujetó con el pulgar el dedo corazón, manteniéndolo doblado, y lo acercó a la primera ficha. Entonces apartó el pulgar y permitió que el dedo saltase como un resorte, golpeando a su objetivo sutilmente con la uña. La ficha cayó hacia delante, tumbando la que tenía delante, que hizo lo propio con la siguiente y así sucesivamente, hasta que la balanza tiró de la cuerda, lo que debía provocar que se abriese la puertecita, liberando, al fin, la última bola, bajo la cual estaba el mando negro de control remoto, con el botón rojo en su centro esperando a ser pulsado. Al fin, la puertecita se abrió.

Pero la última bola no cayó.

Los dos soltamos un alarido de frustración. El sublime ingenio había funcionado con armonía orquestal para, justo en la última parte de la cadena, fallar de forma estrepitosa. No comprendía qué había pasado. Pero aún no se había acabado la partida.

El jugador empezó a moverse de aquí para allá nervioso, esperando alguna instrucción mía. Pero yo me limité a esperar. Al cabo de medio minuto, se oyó un grito que provenía de la habitación de al lado.

—¡Socorro! ¿Hay alguien ahí? ¡Ayúdenme, por favor!

Jules Snively se había despertado al fin.

Halford, una vez recuperado del sobresalto inicial, se apresuró hacia la puerta de donde salían los chillidos de súplica. Estaba cerrada. Sin dudar, cargó con su enorme peso y la puerta cedió. Al abrirse, ambos pudimos ver a mi antiguo compañero de instituto sentado en el suelo, con el cuello encadenado a la pared, agitándose en un infructuoso intento de zafarse de una cuerda que le mantenía las manos atadas a la espalda y de una argolla que atenazaba su cuello. Había conseguido quitarse la mordaza y jadeaba sin parar, con el rostro sudoroso y restos de sangre reseca.

—¡Ayúdeme! ¡Sáqueme de aquí, por el amor de Dios! —rogaba Jules, lleno de ansiedad y terror. Halford lo contemplaba atónito, sin saber qué hacer.

—¡Maurice se ha vuelto loco! —gimió mi excompañero del instituto—. ¡Me golpeó y me encerró! ¡Tiene que soltarme y llamar a la policía!

Halford al fin se decidió, y empezó a desatar a Jules.

—No puedo con esto —se lamentó Halford mientras tiraba infructuosamente del hierro que aprisionaba el cuello de Jules. Necesitaré una herramienta.

La cámara del heavy se agitó cuando salió corriendo de la habitación. Durante un breve instante, enfocó el circuito de dominó, el suficiente para notar que se había encendido la luz del interruptor. Sin embargo, él no se percató.

Halford registraba afanosamente por los cajones de un mueble del comedor, buscando algo con lo que romper la argolla. Decidí que era el momento de intervenir.

—Halford, espera un momento. Tengo que darte una explicación.

—Estás loco —exclamó él—. No sé por qué tienes encerrado ahí a ese tipo, pero yo no pienso ser tu maldito cómplice.

—Ese hombre es un criminal —mentí—. Lo he encerrado para castigarle.

Halford se detuvo.

—¿Y qué diablos ha hecho?

—Es un violador.

—Odio a los violadores como el que más, pero, si eso es cierto, la policía lo resolverá. Yo no me fío de lo que me digáis ni uno ni el otro. —Halford continuó abriendo cajones.

Cuatro minutos.

—Violó a mi hermana —insistí—. Halford, ya sabes cómo es la justicia. Al final se salvará por un tecnicismo…

El heavy volvió a interrumpir su búsqueda. Miró hacia la habitación donde permanecía Jules y se dirigió hacia allí. Entró y se puso frente al prisionero, que levantó la cabeza con dificultad.

—¿Por qué estás encerrado? —inquirió Halford.

—No tengo ni la menor idea —respondió Jules—. Vine aquí con Maurice Pourault, un antiguo compañero de instituto. Me quería enseñar esta casa, pero cuando llegamos, me tendió una trampa y me secuestró.

—No le hagas caso —intervine—. Dirá lo que sea para que lo sueltes.

—¿Violaste a su hermana? —preguntó Halford, ignorándome.

Jules abrió los ojos de par en par.

—¿¿Qué?? Maurice no tiene ninguna hermana. ¿Te lo ha dicho él?

—¡Te está mintiendo! —exclamé, indignado—. Claro que tengo una hermana. Y él la violó.

La cámara de Halford se balanceó al compás de sus dudas.

Tres minutos.

—Voy a llamar a la policía —sentenció—, y ellos que se aclaren con vosotros. Pero a mí no me liais más…

—Por favor —imploró Jules—. No me dejes así. ¡Me matará!

La pantalla mostraba a mi excompañero sentado sobre el suelo, agarrando la argolla desesperadamente.

Solo tenía que entretener a Halford aproximadamente dos minutos y medio más.

—Halford, busca en su bolsillo y verás que te digo la verdad.

—Los cojones. Aquí os quedáis, yo me largo.

La cámara avanzó hasta salir de la habitación, para a continuación dirigirse hacia la salida de la casa.

—¡Si sales por la puerta estás muerto! —grité, pero Halford siguió avanzando.

—Hay un francotirador entre los árboles, frente a la fachada —anuncié—. Cuando asomes la cabeza, te la reventará como un huevo.

El vaivén de la cámara se paralizó de golpe. Quedaban algo menos de dos minutos.

—Tío, eres un cabrón psicópata —Halford sonaba como si estuviera metido hasta el cuello en una piscina repleta de cubitos de hielo—. No puedes estar tan chalado.

—Nadie impedirá que ejecute mi venganza —proclamé—. Jules debe morir por lo que me hizo.

—Te juro que te comprendo —aseguró Halford—. Pero esta no es la solución. Ahora la ley protege a las mujeres…

Un minuto.

—¡¡Sácame de aquí, por favor!!

—¡Idos a la mierda los dos! —Halford inició una carrera hacia la puerta trasera.

—¡Por el otro lado también hay un francotirador! —advertí.

Las sacudidas de la cámara se frenaron de nuevo.

—Me estás tomando el pelo… —dijo Halford, pero no continuó.

Treinta segundos.

—¡¡Ese loco me matará!! ¡¡Ayúdame!!

—¿¿Sabes qué te digo?? Prefiero que me disparen que quedarme en esta casa un minuto más. —Y se puso a correr otra vez.

Once segundos, llegó hasta la puerta; diez segundos, se puso a forcejear hasta que abrió el pestillo oxidado; seis segundos, la puerta estaba bloqueada, pero Halford, demostrando una gran fuerza, casi la arrancó de cuajo; tres, dos, uno…

Pese a la cuenta atrás, la explosión me dio un susto de muerte. Totalmente desbocada, la cámara de Halford se levantó hacia el techo viejo de la mansión, justo en el momento en el que se desmoronó sobre él y, con toda seguridad, también sobre mi antiguo compañero, que hasta entonces no había dejado de chillar como un puerco en el matadero.

Habría sido muchísimo mejor que el circuito de dominó se hubiera completado, como era mi plan A, y que Halford me hubiera hecho caso y hubiera salido del caserón, dejando a Jules a su suerte. Entonces se habría acercado a unos arbustos que yo le habría indicado, se habría encontrado una Yamaha R6 de 13.999 euros que tenía reservada como premio para el vencedor y se habría alejado del lugar antes de que la trilita derrumbara el edificio. Pero no había superado la prueba. Al intentar desatar a Jules, había activado el plan B para detonar los explosivos, condenándose a morir junto con mi excompañero.

Ciertamente, debía ser más precavido a la hora de seleccionar a mis sicarios, aunque fueran involuntarios.

El cazador de escarabajos

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