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Capítulo 3

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Bélanger llegó a su apartamento en Saint-Fargeau, se quitó la ropa y se metió en la ducha.

“Quizás haya una posibilidad de que vuelvas”. Aquella era la primera vez que Stéphanie contactaba con él en los cinco últimos meses. Mientras sentía el agua caliente repercutiendo en su coronilla y hombros, su mente se despejó y empezó a cavilar.

No podía imaginarse qué querría decir Stéphanie con aquello de poder regresar al servicio: lo habían expulsado hacía dos años y medio y tuvo suerte de que no hubiesen tomado medidas más drásticas. Muy desesperados debían de andar para necesitarle. O tal vez era algo tan arriesgado que solo podía proponerse a una persona temeraria y desesperada como él.

Fuese lo que fuese, Bélanger tenía que admitirlo: el principal interés de todo el asunto era reencontrarse con Stéphanie. Le debía algo de dinero, varios favores y muchas explicaciones, y en ese momento no podía saldar ninguna de sus deudas; pero el hecho de que ella se hubiese decidido a citarse con él, a pesar de tratarse, en apariencia, de un asunto profesional, implicaba que no lo detestaba tanto como había imaginado. Y eso le tranquilizaba.

Envuelto en esos pensamientos terminó de ducharse, se vistió y salió de casa. El viento frío de noviembre le golpeó en la cara y le sacó de su ensimismamiento.

Tomó el metro en Couronnes, y bajó en Victor Hugo, a diez minutos de donde estaba a la cafetería en la que años antes solía citarse con su antigua compañera y pareja. La calle estaba desierta: apenas se oía ladrar algún perro en algún balcón y el paso fugaz de los escasos coches que circulaban. Mientras andaba con paso ligero, Bélanger se miraba en el reflejo de cada cristal o escaparate, como si no llegase a convencerse de tener el aspecto adecuado para la ocasión. Aunque se había vestido con su añejo estilo roquero de siempre —camisa negra, pantalón vaquero, chupa y botas— que no alteraba ni para ir a una boda, la idea de encontrarse con Stéphanie le producía una cierta inseguridad.

Al llegar al local, en aquel momento poco concurrido, encontró a Stéphanie sentada en una mesa. Vestía como siempre, sencilla pero elegante; y estaba tomando lo de siempre: té de cualquier color con sacarinas.

—Hola, Adrien —dijo ella nada más verlo; su tono no era seco, pero tampoco expresaba simpatía—. Veo que con tus casi cuarenta tacos aún no te has deshecho de la ropa del instituto.

—Hola, camarada —le devolvió el saludo Bélanger—. Ya sabes, lo de ser heavy se lleva en la sangre.

—Si solo llevases eso… —replicó la espía con sorna—. Tienes pinta de haberte bebido hasta la mercromina del botiquín, guapito de cara.

Bélanger tuvo que reconocer que añoraba todo de ella: sus marrones ojos oceánicos tiznados de suave verde oscuro, su nariz con pecas de niña traviesa, su boca de labios generosos con forma de corazón y su eterno cabello corto con flequillo. Incluso echaba en falta sus reproches, tan desconcertantes como cruzarse con el padre en el vestíbulo de un club de alterne.

—Tú tampoco has cambiado —sentenció.

—En una mujer de mi edad, eso se debería tomar como un cumplido.

Sin embargo, algo sí había cambiado: su expresión reflejaba todo lo que habían pasado durante sus dos años como compañeros, más uno y tres meses como amantes. Además, insinuaba todo lo que ella había vivido durante los dos años y medio posteriores, en los que él no había estado presente; ni siquiera aquella mirada tan hermosa podía esconder las secuelas de un trabajo que curte el alma y la seca como el viento de otoño.

—Según los parámetros de nuestra cultura heteropatriarcal, así es —observó el exespía. El camarero se acercó y Bélanger le pidió una Coca-Cola.

—Pues que así sea, aunque me joda —concedió ella.

—¿Cumplir años o el heteropatriarcado? —preguntó Bélanger con una mirada burlona.

—Adrien —le cortó Stéphanie—. Me duele comprobar que no te has desenganchado del alcohol, y a saber de qué más, pero precisamente por eso estamos aquí. Quiero ofrecerte otra oportunidad.

Fuese la resaca, o el anhelado reencuentro, o las cucarachas, o todo a la vez, la cuestión es que Bélanger sintió como si una presa se abriese en su pecho y expulsase todo lo que había acumulado en aquellos años. Le asaltaron unas ganas enormes de confesarle: “De acuerdo, Stéphanie. Mira, estos dos años han sido una absoluta y completa mierda. Como sabes, estoy trabajando de fontanero a tiempo parcial, y mi única ilusión la tengo cuando me meto la primera raya del día, cosa que hago tres o cuatro veces por semana, y, sinceramente, empiezo a estar hasta los cojones de todo. Haré lo que sea para volver contigo. Lo que sea”.

Enseguida se acordó de los motivos que provocaron su caída en la depresión, su adicción y, por último, su expulsión del cuerpo: todos habían tenido que ver con su trabajo en la Subdirección Antiterrorista. Y Stéphanie era, por desgracia, tan inseparable de la SDAT en su recuerdo como una uña lo es de un dedo. Y, al mismo tiempo, sabía que su vida necesitaba un cambio radical. Y, sobre todo, sentía que le debía algo a ella.

Su indecisión empezó a rebotar entre el amor y el temor, convirtiendo su mollera resacosa en una máquina de pinball, pero se obligó a reprimirla. Al fin y al cabo, ni siquiera sabía por qué le había citado.

—Soy todo oídos —dijo, aparentando toda la naturalidad posible.

Las pestañas de ella aletearon como un colibrí, obligado trámite que su lenguaje no verbal le imponía siempre que se disponía a anunciar un asunto de excepcional gravedad.

—Adrien, lo que voy a proponerte es por mi cuenta. Nadie me lo ha encargado, y no lo dudes: lo hago exclusivamente por ti.

—Te lo agradezco.

“O te maldeciré”.

—Y otra cosa también tiene que quedar muy clara: lo que te voy a comentar no puede salir de aquí. Es secreto de Estado.

—Por supuesto —concedió Bélanger.

—Agárrate: nuestros científicos van a desarrollar algo muy importante, algo diferente. Algo revolucionario. —Stéphanie se quedó observando fijamente a un intrigado Bélanger, agitó sus párpados no menos de trescientas veces en un segundo, y prosiguió—. El departamento científico de la Dirección General de Seguridad Exterior está trabajando en un proyecto para desarrollar las capacidades cognitivas de los agentes de campo: afirman que, si sus previsiones son correctas, podrían aumentar estas capacidades hasta niveles extrasensoriales.

Los modestos ojos de Bélanger se abrieron al doble de su capacidad:

—¿Cómo?

—Parece que han encontrado una manera de desarrollar poderes telepáticos, visión remota… Cosas así.

—Perdona, perdona, a ver si te he entendido bien —la interrumpió Bélanger—. ¿Me estás diciendo que quieren crear videntes?

—Espías psíquicos, en efecto —corrigió Stéphanie.

—La hostia. —Fue lo único que le salió a Bélanger. Esperaba que Stéphanie le propusiera una misión en África, infiltrarse en el ISIS o hasta ejercer de catador del diplomático destinado en Corea del Norte; todo menos participar en un experimento paranormal. Tras el desconcierto inicial, estalló en una carcajada, que tal vez sonó demasiado desdeñosa:

—La madre que parió a Scooby-Doo… Y… ¿en qué consiste la prueba? ¿Van a hacernos mirar una cabra hasta que le reviente la cabeza? ¿Cotillear las fantasías masturbatorias de un grumete en un submarino? ¿Hacer una ouija para contactar con Jesucristo, o con M…?

—Sé que parece una locura —admitió Stéphanie—. Pero va muy en serio.

Bélanger la miró pasmado.

—Muchacha, si no te conociera tan bien pensaría que te estás quedando conmigo… ¿Y cómo leches han conseguido hacer eso?

—No estoy al corriente de los pormenores técnicos —reconoció la espía—, pero las pruebas con animales han resultado bastante concluyentes.

—Con animales —repitió incrédulo Bélanger—, o sea, que han conseguido que un perro adivine los resultados de la liga de fútbol...

—No —respondió Stéphanie con una media sonrisa—. Pero sí que lea la mente.

—Ahora sí que me tomas el pelo. ¿Y cómo se lo ha hecho saber el perro a los científicos? ¿Ladraba en morse?

—Todos estos temas te los explicarán el doctor Vipond y su equipo —repuso Stéphanie—, siempre que aceptes participar en el primer ensayo que se realizará con humanos.

—No me puedo creer que nosotros seamos los primeros en esto. ¿Cómo puede ser que los americanos no hayan desarrollado todavía nada así? ¿O los rusos? Por lo que cuentan, ellos llevan metidos en estas historias desde los años cincuenta.

—Quizás es que por fin hemos vuelto a la vanguardia. —La voz de Stéphanie dejaba traslucir el orgullo del pueblo francés, tocado, pero no hundido.

—¿Y por qué me lo propones a mí? —se extrañó Bélanger—. ¿De verdad crees que después de lo sucedió me readmitirían?

Stéphanie entrecerró los ojos.

—Buscan gente con unas características especiales —dijo—. Con reactividad e ingenio, por un lado, porque al parecer esos aspectos potencian las habilidades psíquicas, y por otro… —Stéphanie dudó.

—¿El qué? —apremió Bélanger.

—... por otro lado, la inestabilidad, las tendencias depresivas y la falta de autocontrol podrían facilitar los cambios que deben producirse en la consciencia para que el experimento tenga éxito. Como te he dicho, las pruebas con humanos están en una etapa embrionaria.

—¡Por Dios! —exclamó Bélanger—. O sea, que no habéis encontrado nadie en todo el SI que esté tan colgado como yo...

—Adrien —le cortó Stéphanie con impaciencia—, hay muchos otros candidatos que cumplen con el perfil. Te estoy dando la opción de aprovechar mi influencia para que accedan a considerarte uno de los aspirantes. El proceso de selección hasta la fase de experimentación lo deberás superar tú solito.

Bélanger se pasó los dedos por la cabeza hasta llegar a la nuca, y empezó a masajearse.

—No lo tengo claro, Stéphanie. Supongamos que lo consigo, supongamos que regreso. Tú ya sabes lo que pasó…, por qué acabó todo. No podría soportar cometer el mismo...

—No tiene por qué volver a ocurrir. Y, por otra parte, dudo que lo que tengas ahora te pueda ofrecer el futuro que deseas.

—A ti ni puedo ni quiero engañarte. —Bélanger puso las manos encima de la mesa, casi hasta tocar las de ella, que no habían cesado de acariciar la taza de té—. Mi situación no es para tirar cohetes, y lo sabes bien…

—Volverás a tener algo por lo que luchar y vivir. Aún eres joven, no renuncies a tu futuro.

—No sé si luchar por la “razón de Estado” es algo que valga la pena.

—¿Y dejar que los terroristas y enemigos de Francia se salgan con la suya? No seas cínico.

—Quizás lo sea. —Bélanger la miró, intentando parecer lo más asertivo posible—. Déjame pensarlo unos días.

—No pueden ser muchos. El proceso de selección empieza dentro de una semana.

—Entonces el jueves te doy mi respuesta definitiva. ¿Nos vemos aquí?

—No hace falta, Adrien. Si el jueves a las doce en punto acudes a esta dirección, entenderé que has aceptado. Adiós.

Stéphanie dejó un billete de cinco euros y una nota encima de la mesa. A continuación, se levantó y se fue sin despedirse. Bélanger la vio alejarse con ese andar pausado que conocía tan bien. Nada más la perdió de vista, llamó al camarero y pidió un gin-tonic. Probablemente aquella noche la volvería a pasar en el sofá de Bartel.

El cazador de escarabajos

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