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Capítulo 8

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Moderadora de páginas de cibersexo.

No era prostituta ni era telefonista de una línea erótica. Ben lo sabía porque la había visto a través de las ventanas cuando había subido por el sendero a inspeccionar la mina. Ella estaba acurrucada en la cama, con un ordenador portátil en las rodillas y unas gafitas apoyadas en la nariz. Y cuando hacía el camino de bajada, ella estaba en el mismo sitio, tecleando afanosamente. ¿Haciendo qué?

Estaba decidido a averiguarlo.

Cuando cruzó la calle, con los ojos fijos en la puerta de The Bar, su cerebro estaba intentando explicarle a su cuerpo, con todo lujo de detalles, que no iba a encontrar las respuestas que quería bajo su minifalda escocesa.

Ni tampoco dentro de su sujetador rojo.

«Pero la voy a debilitar», respondió su cuerpo. «Voy a trabajar con ella hasta que… hasta que ella se rinda y confiese».

—Exacto —dijo Ben, que se puso del lado de su cuerpo y le indicó a su cerebro que dejara de molestar.

Abrió la puerta y paseó la vista por el local en busca de Molly. Y la encontró. Estaba sentada junto a aquel gigoló de Aaron.

—¿No puede arrestar a ese tipo, o algo así? —le preguntó Juan desde la barra.

Ben se dio cuenta de que estaban pensando en el mismo tipo.

—¿Tienes alguna información que pudiera serme útil?

—No. Por desgracia.

—Bueno, veré lo que puedo hacer.

Entonces, tomó la cerveza que le ofrecía Juan y fue rápidamente hacia la mesa.

Sintió cierta satisfacción, que mitigó algunos de sus celos, al ver que Molly lo veía acercarse con expresión de deleite. Sin embargo, no estaba de más librarse de aquel gusano.

—¡Aaron! —le gritó Ben desde detrás de su cabeza. El hombre dio un respingo y se derramó la cerveza en el regazo.

—¡Mierda! —exclamó Aaron, y comenzó a secarse los pantalones.

—Eh, hay una chica de dieciocho años ahí fuera que quiere que alguien la invite a una cerveza.

—¿Es Jasmine?

Él se inclinó hasta que captó la mirada de Aaron.

—¿Cómo?

—¡Jefe! ¡Mierda! Yo… eh… Solo era una broma.

Ben puso cara de furia y rodeó la silla de Aaron hasta que estuvo frente a él.

—Si te pillo en alguna situación en la que esté involucrado alguien menor de edad junto al sexo o al alcohol, te ahogaré en ese río que adoras tanto, ¿entendido?

—Sí, señor.

—Y ahora, levántate de mi silla.

—Sí, señor —repitió Aaron, y se fue tan rápidamente que se echó el resto de la cerveza en los pantalones.

Ben se dejó caer en la silla y miró con severidad a las mujeres.

—Señoras. ¿Es que alguna de ustedes tiene debilidad por los chicos guapos?

—¡Yo! —respondió Molly—. ¡Me gustan los chicos suaves y perfumados como si fueran la chica de un harén!

Lori puso los ojos en blanco.

—Entonces estás de suerte. Aaron huele bien y me apuesto lo que quieras a que se depila los…

—Ya basta —le dijo Ben, alzando una mano—. Ya he tenido suficientes imágenes horripilantes por hoy. Esa me llevaría al límite.

Molly hizo un mohín.

—Espero que no hables de mí.

—¿Ummm?

—Por lo de las imágenes horripilantes.

—¿Eh? ¡Ah! —exclamó él. Al ver la risa en los ojos brillantes de Molly, sonrió sin poder evitarlo—. Bueno, ha habido un momento en el que toda mi vida ha pasado ante mis ojos, pero yo no…

—Ya basta —dijo entonces Lori, moviendo ambas manos ante él, y Ben salió de su enfrascamiento. Acababa de estar hablando con Lori, ¿cómo era posible que hubiera olvidado que seguía allí?

Carraspeó, e intentó no ruborizarse otra vez.

—Pero no te preocupes —dijo Molly—. Aaron cree que soy la novia de Lori.

—Gracias por eso, a propósito —dijo Lori.

—Eh, él solito llegó a esa conclusión.

El gesto de molestia de su amiga se transformó en una sonrisa.

—Tal vez yo le indujera a pensarlo durante el invierno pasado, cuando no dejaba de venir por el garaje para verme cambiar el aceite de los motores.

—Entonces, ¿por qué me has dado una patada?

—¿Es que de veras crees que ibas a desanimarlo haciéndole que nos imaginara juntas en la cama?

—No sabía que era un pervertido.

Ben arqueó una ceja.

—Eso no tiene nada de pervertido —dijo. Alzó la cerveza para hacer un brindis y se bebió la mitad justo antes de que Molly le diera una patada en la espinilla—. ¿Acabas de darme una patada?

—Deja de ser un pervertido. Tú eres un agente de la ley.

De repente, Molly comenzó a reírse.

—¿Qué pasa?

—Nada, nada. Solo estaba pensando en los agentes de la ley pervertidos.

—¿Como quiénes?

—Nadie. Solo un sheriff que conocía.

«Y un cuerno», pensó Ben. «Está pensando en Cameron Kasten».

Tomó la jarra de cerveza con ambas manos y la apretó. Miró fijamente a la mesa para contener el impulso de ordenarle a Molly que se lo contara todo en aquel mismo momento.

De repente, un plato de frutas cortadas apareció ante él en la mesa y lo distrajo. Miró hacia arriba y vio a Juan.

—Señoritas, parece que les gusta poner fruta en sus bebidas. Pensé que… tal vez… como siempre os coméis las naranjas y las cerezas y…

Entonces se ruborizó intensamente.

—¿Queréis otra copa? —preguntó tartamudeando.

Ellas negaron con la cabeza, y él se dio la vuelta para marcharse. Helen Stowe se levantó a medias, pero después volvió a dejarse caer en la silla.

—¡Gracias! —le gritó a Juan, que se alejaba. Después de unos segundos, miró la fruta y susurró—. Qué amable.

Ben agitó la cabeza. Se le había pasado el enfado, pero no la determinación.

—Bueno, ¿estáis listas para que nos marchemos ya?

—Yo no necesito que me lleves —protestó Lori, pero Ben se encogió de hombros.

—Pues tendrás que seguirme la corriente. Está todo helado, y tengo que mantener mi reputación, Safo —le dijo él. Terminó la cerveza y se puso en pie—. Vamos, os llevo. A ti también, Helen, si no tienes coche.

—No, gracias.

—¿Seguro?

—Sí, no te preocupes. Creo que me… eh…

—Va a quedarse un rato más —dijo Molly mientras se ponía el abrigo—. Hasta luego, Helen. ¡Hasta luego, Juan! —añadió, mientras iban hacia la barra.

Ben abrió la puerta para que salieran y les cedió el paso. Casi había salido él también cuando un hombre le gritó:

—¡Jefe!

Era Wilhelm Smythe, un borrachín inofensivo, que se acercó a ellos corriendo.

—¡Jefe! Jefe, ¿le importaría llevarme a mí también?

Oh, Dios.

—No, no puedo.

—Me he tomado siete cervezas, Jefe, y no puedo conducir…

—Pues ve andando.

—Ahora estoy viviendo junto al risco sur. Es demasiada distancia.

Ben miró hacia fuera. Lori no estaba a la vista, pero Molly se estaba agachando para arreglarse el zapato. Demasiado agachada. Dios Santo. Con una mirada asesina, le hizo un gesto a Wilhelm para que lo acompañara.

—Que sea la última vez que sucede algo así, ¿entendido?

El hombre asintió mientras seguía a Ben hacia la furgoneta, tambaleándose.

—¿Dónde está Lori? —preguntó Ben.

—Se ha ido andando a casa.

—Vaya. Siento esto.

—¡No, va a ser divertido! Es como si tuviéramos una cita en el instituto y tuviéramos que llevar al pesado de tu amigo a casa antes de poder besuquearnos.

—¿Una cita? Esa es una gran palabra para describirlo, en realidad.

—He dicho «como si tuviéramos una cita», Ben. Tú ni siquiera me has invitado a una copa.

Él estiró el brazo para agarrarla y volver a entrar en el bar, pero ella se alejó riéndose.

—No, no. Ya es tarde.

—Estamos saliendo, Molly.

—No. Se llama «ligar», Ben. Todos los chicos lo hacen.

—Yo no soy ningún chico y, pese a tu aspecto de esta noche, tú tampoco eres una adolescente.

—¿Y no te alegras de eso? —le preguntó ella con un ronroneo.

Claro que se alegraba. Y mucho.

—Yo sí me alegro —dijo Wilhem, que seguía junto al vehículo.

Dios Santo. Se le había olvidado que tenían compañía. Otra vez. Estaba perdiendo el control de la situación.

Ben rodeó la furgoneta, abrió la puerta y se sentó tras el volante.

—Entra en el coche y no digas una palabra más —le ordenó a Wilhem.

Wilhem obedeció y se sentó en el asiento trasero.

—Gracias por llevarnos, Jefe Lawson. Es usted muy generoso —dijo Molly mientras se sentaba junto a Ben.

Tenía que saber que la falda se le había subido tanto que estaba enseñando los muslos. Y cuando se giró para abrocharse el cinturón de seguridad, se le subió todavía más.

—Te veo la ropa interior —le susurró Ben frenéticamente, pensando que hablaba en voz baja.

—¡Oh, lo siento, Jefe! —dijo Wilhem desde atrás.

La furgoneta se agitó cuando él elevó el cuerpo para abrocharse los botones de los vaqueros.

Molly se tapó la boca con ambas manos para contener la risa y de paso, para enseñar más de sus braguitas color rojo.

Medias negras, braguitas rojas. A Ben se le aceleró el corazón. Pensó en sus altos tacones negros y en el ribete negro de su sujetador. Recordó lo sexy que estaba ella la noche anterior con un sencillo pijama de algodón rosa y blanco.

—¿Dónde demonios quieres que te lleve, Wilhelm? —le ladró a su pasajero.

—A dos kilómetros y medio hacia el sur. Teddy me ha prestado su vieja caravana.

Ben intentó no derrapar mientras tomaba la curva. Mantuvo la vista fija en la carretera y se concentró en la conducción. No había ninguna mujer con los muslos desnudos en el asiento de al lado, con la promesa de unas relaciones sexuales abrasadoras en los ojos. No iba a cometer un exceso de velocidad ni a conducir de manera temeraria, se dijo.

Entonces, Molly le tomó la mano y se la colocó en el muslo izquierdo. Él notó que se le aceleraba el pulso, y apretó el acelerador.

Era cálido e increíblemente suave… Acarició con los dedos la textura sedosa de las medias y rozó la piel de su muslo.

Podría haberse apartado, debería haberlo hecho, pero ella le estaba sujetando la mano sobre su cuerpo. Tenía que apartarse, pero quería estirar el dedo meñique para acariciar el borde de sus braguitas, así que eligió el camino de la menor resistencia y se quedó inmóvil, absorbiendo su calor por todas las terminaciones nerviosas.

Bien; él podía hacer aquello. Pese al jugueteo de Molly, ninguno de los dos era adolescente, y él podía controlar su libido. Podía acariciarle el muslo a una mujer y conducir al mismo tiempo.

Ella se movió, y los músculos se le tensaron tanto como para que él se acordara de cómo le temblaban cuando llegaba al orgasmo. Ben había tenido una ligera erección desde que había visto sus braguitas rojas, pero en aquel momento se excitó por completo. Tenía la respiración entrecortada y miraba el salpicadero como si fuera su enemigo.

—Vaya más despacio —le dijo Wilhelm—. Hay una curva.

«Más despacio, más despacio».

Molly extendió los dedos y dirigió el meñique de Ben hacia el borde de sus braguitas. Allí, su piel ardía, y ella exhaló un pequeño suspiro.

Él se obligó a frenar suavemente y a conducir como una persona cuerda; sin embargo, al pasar el dedo por la tela, la notó húmeda, y supo lo que le esperaba. Calor y deseo. Gemidos y placer.

Las luces de la furgoneta iluminaron la vieja caravana, y Ben pisó el freno bruscamente y derrapó un poco sobre la gravilla.

Wilhelm soltó un gruñido de sorpresa, pero Molly subió las caderas y dejó que el dedo de Ben se colara por debajo del satén. Él tomó una bocanada de aire e intentó seguir concentrado en la carretera, pero ella estaba ronroneando a su lado, emitiendo sonidos de necesidad tan dulces que él tuvo que apretar los dientes para conservar el control de la situación.

Salvo que no tenía ningún control. Aminoró la velocidad y deslizó la mano hacia abajo para poder tomar aquella humedad con todos los dedos.

—Sí —susurró ella.

—Sí, aquí es —confirmó Wilhelm—. Puede dejarme justo aquí, Jefe.

La furgoneta se deslizó unos tres metros por la gravilla antes de detenerse. Wilhelm refunfuñó algo sobre los conductores jóvenes e imprudentes mientras bajaba y cerraba la puerta, pero Ben apenas se dio cuenta. Dobló el dedo corazón y lo hundió.

—Oh, sí —dijo Molly, apretando la mano de Ben contra su cuerpo y frotándose contra él.

—¿Quieres matarme, o solo que me despidan?

—Solo quiero que estés dentro de mí.

—Demonios —dijo él, y apartó la mano con un gran esfuerzo—. Espera un segundo. Espera…

Puso la marcha atrás y retrocedió unos trescientos metros por aquella estrecha carretera. Cuando estuvo en el punto en el que no podían verlos desde la carretera principal, ni tampoco desde la caravana de Wilhelm, apagó las luces y el motor y deslizó el asiento hacia atrás para alejarse del volante todo lo posible.

—Parece que te has propuesto volverme loco —se quejó, o más bien, fingió que se quejaba de la situación mientras la levantaba y la colocaba en su asiento.

—Solo distraerte.

—¿De qué?

Ella colocó cada rodilla a un lado de él y se subió la falda hasta la parte superior de los muslos. Ben pensó que estaba empezando a quererla.

«¡No!», gritó su cerebro. «¡Estás empezando a querer a su falda! No a ella».

Su cuerpo se deshizo de aquel dilema. No le importaba nada la semántica.

—¿Distraerme de qué? —preguntó mientras le acariciaba las medias para disfrutar del contraste entre su piel y la seda.

Molly se desabotonó la camisa.

—Estoy intentando distraerte del hecho de que odias esto.

—¿Qué?

—Tú odias esto, solo un poco —repitió ella con una sonrisa triste.

Él dejó de explorar sus muslos y le tomó las manos para detenerla antes de que se desabrochara el último botón de la camisa.

—¿De qué demonios estás hablando, Molly?

Ella se rio, apartó sus manos y terminó de abrirse la camisa.

—Tú preferirías estar haciendo esto con otra chica que no tuviera secretos.

—No.

—Alguien que no te causara tantas preocupaciones —insistió ella. Le tomó las manos y se las colocó sobre los pechos.

Pese a que él estaba confuso, comenzó a acariciarle los pezones y se dio cuenta de que se endurecían al más mínimo roce. Ella arqueó la espalda hacia atrás y se apoyó en el volante. Milagrosamente, la bocina no sonó.

—Yo no quiero estar con nadie más que contigo en este momento, Molly.

—¿Estás seguro?

—Te deseaba incluso cuando no debía.

—No es cierto.

Ella se quitó la camisa y metió las manos de Ben bajo su camiseta de tirantes negra. Ben encontró el cierre delantero del sujetador y lo abrió. Cuando le acarició los senos desnudos y le pellizcó suavemente los pezones, a Molly se le cortó la respiración.

Tenía los ojos cerrados, los labios separados, las mejillas sonrojadas de placer. Él quería verla siempre así, llena de deseo hacia él, feliz y lujuriosa.

—Cuando estabas en el instituto —le susurró— yo intentaba imaginarme cómo serías desnuda, pero eso era… Tú eras demasiado joven.

—Ummm. Ya no.

—Pues lo pareces, so fresca.

Ella se rio.

—Y a ti te gusta.

—Eso sería de pervertido, cariño.

—Bueno, yo te ayudaré a mantener las apariencias en público, pero los dos sabemos que en realidad eres un chico malo.

En realidad, no lo era, o por lo menos nunca lo había sido, pero quería ser malo con Molly, eso lo sabía con seguridad.

Volvió a pellizcarle los pezones, en aquella ocasión un poco más fuerte, y disfrutó del modo en que a ella se le entrecortaba la respiración.

—Tú tenías novias —dijo Molly, cuando recuperó el aliento— en el instituto.

—Sí.

Ella le pasó los nudillos por los pantalones vaqueros, y le envió pequeñas descargas de electricidad por el miembro viril.

—¿Y qué hacías con ellas en la vieja camioneta de tu padre?

—Yo…

Ella lo acarició con más firmeza, y después lo tomó a través de los vaqueros, intentando abarcar el grosor de su erección con los dedos. Él vio unas luces, pero en aquella ocasión no tuvieron nada que ver con la sirena de la furgoneta.

—¿Alguna de esas chicas te masturbó?

—Yo… —jadeó Ben. Se imaginó los dedos de Molly alrededor de su miembro, y casi pudo sentir su contacto—. No sabría decirte.

—Ummm… Eso me suena muy caballeroso —dijo ella mientras lo acariciaba de arriba abajo, lentamente—. Yo me perdí esto contigo en el instituto, aunque no fue por falta de ganas.

Molly estaba haciendo un buen trabajo para enviarlo quince años atrás, a los días en que las caricias sexuales eran demasiado difíciles de soportar y no eran suficientes. Aquella vieja necesidad desesperada volvió a apoderarse de su cuerpo. Volvió a sentir el deseo incontenible de averiguar cómo se sentiría si una chica posaba su mano sobre su miembro desnudo.

Había olvidado la tortura que podía representar la tela de unos pantalones vaqueros. Ella le estaba provocando cosquillas y escalofríos en el sexo, tentándolo para que le pidiera más, por favor, más. Solo un poco. Solo lo suficiente.

—Todavía nos queda una hora antes de que tengas que volver a casa —le dijo con la voz ronca, y ella se echó a reír otra vez.

—Eso es cierto —susurró Molly—. Pero, ¿y si se entera alguien?

—Yo no se lo voy a decir a nadie, te lo prometo.

—Bueno… Tal vez un poco…

Dejó de torturarlo con las manos y le desabrochó el pantalón. Y entonces, gracias a Dios, bajó la cremallera y aquella presión horrible cesó un momento, antes de convertirse en una excitación incluso más grande.

Molly metió la mano por debajo de la cintura elástica de sus calzoncillos y, de repente, su mano fría fue como un cepo alrededor de su miembro.

—Oh, por el amor de Dios —gruñó él.

—Ummm —murmuró ella. Lo soltó, y ronroneó de excitación—. ¿Alguna de esas chicas te dijo alguna vez que eres muy grande, Ben? ¿Que tienes un miembro grueso, duro y fabuloso?

Dios. No. No, porque si él recordara una noche como esta habría terminado en aquel mismo instante con un gran estallido.

—Pues lo tienes —susurró ella, agarrándolo—. Eres perfecto. Casi demasiado grande para mi mano. Es como acero debajo de una piel de seda. Yo siempre me lo imaginaba así.

Entonces aflojó la presión y pasó la mano hacia arriba, ligeramente, jugueteando. Después bajó, explorándolo. Giró la mano y palpó con delicadeza sus testículos. Ben emitió un silbido y apretó los dientes.

—¿Te gusta eso?

—Sí.

—Ummm…

Ella lo tuvo en la palma de la mano durante un momento, y después volvió a acariciarle el miembro, cada vez con más presión.

Dios, ¿cuánto tiempo hacía que no experimentaba algo tan sencillo, tan erótico y tan bueno? Ella comenzó a masturbarlo un poco más rápido, y a él se le escapó un gruñido de aprobación.

—¿Te gusta, Ben?

—Sí… Sí. No pares. Por favor, Molly.

Ella sonreía. Se estaba mordiendo el labio y tenía los ojos entrecerrados de concentración. Parecía una muchacha joven que estaba haciendo algo que no debía.

Ben le subió la camisa y tomó sus pechos con las palmas de las manos.

—Dios, qué guapa eres.

Su mano vaciló un momento antes de que ella encontrara de nuevo su ritmo. En aquella ocasión fue más rápido, más fuerte.

—Quiero que entres en mi cuerpo.

Él negó con la cabeza. Estaba demasiado excitado como para hablar.

—Eres tan grande… Quiero que me llenes. Hazme gritar.

—A él se le cayó una gota de sudor por la frente.

—No puedo —jadeó él.

—Por favor.

—Molly… Yo… no tengo preservativos. Iba a comprar, pero… ¿Tienes tú alguno?

—En casa. No he traído el bolso.

Demonios. Sus dedos encontraron la presión perfecta, el camino más dulce…

Molly agitó la cabeza y se rio.

—Supongo que tendrás que empezar de nuevo cuando lleguemos a casa.

—Te lo prometo —dijo él, volando hacia el cielo. Casi había llegado.

—¡Jefe! —gritó una voz chirriante y metálica en la penumbra del coche.

Molly gritó y lo soltó, y Ben cerró con fuerza los ojos.

—¿Jefe? —gritó de nuevo la radio.

—Por Dios —susurró Ben. Tomó aire y se controló para no volver a poner la mano de Molly donde había estado—. Será mejor que alguien haya muerto.

Molly todavía estaba mirando a su alrededor con desconcierto, pero al darse cuenta de lo que había ocurrido, se echó a reír.

—¿Qué es?

—Es esto —ladró Ben, y descolgó el transmisor de la radio de su gancho—. Aquí el Jefe Lawson. ¿Qué sucede?

—Jefe —repitió Brenda—. ¿Va todo bien?

Tuvo ganas de gritar que no, pero volvió a respirar profundamente antes de apretar el botón.

—Sí. ¿Hay algún problema?

—Ha llamado Sylvia Jones para decir que lo ha visto entrar en la desviación de South Ridge Road desde la Autopista Diez, pero que no lo ha visto salir. Me preocupaba que hubiera tenido algún problema.

Increíble.

—No estoy de servicio, Brenda.

—Entonces, ¿va todo bien?

—¡Sí!

—Pero, ¿qué está haciendo en el South Ridge?

No iba a gritarla. Y no iba a estrangular a Molly por tenerse que tapar la boca para no estallar en carcajadas.

Cuando controló su furia, volvió a hablar por radio.

—Estaba dejando en casa a un amigo, Brenda. ¿Algo más?

—No, solo que me alegro de que esté bien. Que tenga buena noche, Jefe.

—Gracias —respondió él, y dejó el transmisor en su gancho.

Entonces Molly comenzó a reírse, y él apoyó la cabeza en el respaldo e intentó no morirse.

—Dime que no estoy aquí sentado, en mi coche oficial de policía, medio desnudo y con mi novia riéndose de mí.

—Lo siento —dijo ella entre risotadas, enjugándose las lágrimas.

—Oh, no. No te preocupes. Todo va perfectamente.

En aquel momento, Ben recordó otro sentimiento que había experimentado durante el instituto: la frustración sexual. Era raro cómo se olvidaban las cosas.

—No tenemos muy buena suerte en esta camioneta. O, por lo menos, tú no la tienes.

—Cierto —dijo Ben. Se arregló la ropa de nuevo y prosiguió—: Tienes razón. Este coche está maldito. Invítame a tu casa. Allí he tenido muchísima suerte. Además, estoy temiendo que cualquiera de mis buenos conciudadanos aparezca en cualquier momento a prestarme su ayuda —añadió mientras movía la cabeza—. Y yo que creía que aquí, apartados de la carretera, estaríamos a salvo.

Por lo menos no había parado nadie. Él estaba muy entregado a su fantasía de instituto, pero no hasta el punto de ser interrumpidos por un anciano indignado.

Aunque su excitación había disminuido considerablemente, no había desaparecido. Chisporroteó en sus dedos cuando metió las manos bajo la camisa de Molly para abrocharle el sujetador.

—Yo puedo hacerlo, Ben.

—Ya lo sé —respondió él. Sin embargo, le colocó también la falda, palpando suavemente las curvas de su cuerpo—. Vamos, invítame a tu casa.

Ella sonrió.

—Por supuesto. Ven a casa conmigo, Ben.

—Ummm —él se inclinó hacia ella y besó su sonrisa—. No sé, Molly. ¿Y tus padres? ¿Y si me pillan colándome en tu habitación?

—No te preocupes. Mis padres van a pasar la noche en la ciudad. Aunque me hicieron prometer que iba a cumplir las normas.

—Bueno… —murmuró Ben. Le pasó la lengua por el labio inferior, y succionó hasta que ella exhaló un suspiro—. Entonces tendremos que establecer unas buenas normas.

Ella se apartó de él y se sentó en su sitio. Después, señaló el volante.

—¿A qué estás esperando? Vamos.

Ben resistió el impulso de poner la sirena y las luces para atravesar el pueblo a toda velocidad, pero con un gran esfuerzo. Sin embargo, se las arregló para hacer todo el camino hasta el garaje de Molly sin frenar ni una sola vez.

Molly subió corriendo las escaleras por delante de él, disfrutando del hecho de que él pudiera ver lo que había bajo su falda. Todavía no sabía que sus braguitas rojas eran, en realidad, un tanga, y…

—Por Dios… —murmuró él, a su espalda, y Molly sonrió. Por fin se había dado cuenta—. Eres una chica muy traviesa.

—Eso intento.

Él le estaba rozando el muslo con los dedos cuando ella aceleró y salió corriendo hacia su habitación. Se había desabotonado la falda casi entera cuando él entró por la puerta. Entonces, ella tuvo un escalofrío.

Ben arrojó su abrigo y se desabrochó los botones.

—Será mejor que encienda la estufa.

—Ya está preparada.

—Muy bien. No te había imaginado escondida debajo de las mantas esta noche —respondió él. Acercó una cerilla encendida a las astillas y le hizo un gesto para que se acercara—. ¿Por qué no vienes y entras en calor, cariño?

Con solo una mirada de aquellos ojos del color del chocolate, Molly dejó de temblar. Dejó caer la camisa blanca al suelo y balanceó las caderas al acercarse hacia él. Ben la devoró con la mirada de pies a cabeza. Ella tuvo una sensación de poder mientras se quitaba la camiseta de tirantes y agitaba la melena.

Ben entrecerró los ojos y se concentró en el satén rojo y el encaje negro que cubría sus senos. Ella se detuvo a dos metros de distancia.

—Ahora, la falda —le dijo él con la voz ronca. Sin embargo, ella no estaba interesada en ser obediente. En vez de terminar de quitarse la falda, agarró las tablas de la tela con las manos y las subió un poco.

—Primero, tu camisa —le respondió, justo cuando mostraba la parte superior de las medias.

Él asintió y se sacó la camisa de la cintura de los pantalones, sin apartar la vista de sus muslos mientras se desabrochaba rápidamente los botones. Llevaba una camiseta bajo la camisa, pero se la quitó antes de que ella tuviera que pedírselo.

—Ahora, date la vuelta —dijo él, y Molly obedeció. Separó los tacones treinta centímetros entre sí y se subió más la falda.

—Más —dijo él.

Molly notó que aquella palabra entraba en ella y recorría su cuerpo hasta que se convertía en chispas entre sus piernas. Se subió la falda lentamente, deslizándola hacia arriba por la curva de las nalgas, centímetro a centímetro, sabiendo que él iba a disfrutar de la tortura.

No oyó nada a sus espaldas, aparte del crepitar del fuego. O Ben estaba conteniendo la respiración, o respiraba tan ligeramente que ella no lo oía.

Molly estaba a punto de volverse cuando él la tocó. Sus músculos se contrajeron al sentir la palma de su mano en el trasero, justo antes de que él la deslizara por su cadera y se metiera en sus braguitas. Él le deslizó los dedos en el cuerpo sin vacilación, y a ella se le escapó un grito al sentir aquella invasión.

—No importaría que odiara esto —le murmuró al oído—. De todos modos no podría detenerlo.

No, no podría. Entre ellos había una química muy fuerte. La había, incluso, desde que eran demasiado jóvenes como para darse cuenta.

Ben atrajo las caderas de Molly hacia sí y se apretó contra su trasero desnudo. Sus vaqueros eran ásperos y estaban calientes, y ella notó su erección gruesa bajo la tela. Él comenzó a acariciarla, a meter y sacar los dedos de su cuerpo, y a rozarle el clítoris a cada movimiento. Molly se arqueó hacia atrás y se frotó contra su miembro.

Él le mordió el cuello, lamió la piel y volvió a morder, y el cuerpo de Molly ardió, y ardió…

—No quiero… —gimió, y después tuvo que detenerse para pensar en lo que quería decir. Ah, sí—. No quiero tener un orgasmo todavía.

Ben emitió un ruidito comprensivo, pero no se detuvo. Ella sentía su pecho caliente contra la espalda, y su brazo musculoso alrededor de la cintura. Y sus dedos… resbaladizos, anchos, implacables.

Pero quería más.

—Espera.

Cuando le agarró la muñeca, él le permitió que le alzara la mano y sus dedos quedaron libres.

—Espera —repitió Molly.

Ella rebuscó el botón de su falda mientras intentaba recuperar la confianza sexual que había sentido momentos antes, pero era una tarea difícil, teniendo en cuenta que le temblaban las rodillas y que se le había derretido el cerebro. Sin embargo, sabía lo que quería, y lo había estado planeando durante toda su vida de adulta.

Y el hecho de saber que estaba a punto de hacer realidad sus sueños le proporcionó la compostura que necesitaba para quitarse la falda y volverse hacia él con una sonrisa de seguridad.

—Te toca a ti —le dijo.

Él sonrió.

—Lo siento, cariño, pero no llevo tanga.

Ella se echó a reír.

—No sabes cuánto me alegro de eso.

—No te conozco lo suficiente como para ponérmelo. Todavía.

Ella se puso en jarras y lo miró con severidad.

—Este no es momento de hacerse el gracioso.

—¿Lo quieres serio?

Ella tuvo miedo de aceptar aquel desafío, así que pasó a la ofensiva.

—Vamos, desabróchate los pantalones.

—Sí, señora.

Él se desabrochó el botón. Después se detuvo.

—Ahora, la cremallera.

Él se bajó la cremallera y se quedó ante ella con los vaqueros abiertos, el pecho desnudo, mirándola fijamente, como en las fantasías que había tenido Molly durante los diez años anteriores.

Con el corazón acelerado, caminó hacia él y le acarició la clavícula con las yemas de los dedos. Él se estremeció, y Molly le besó la mandíbula y comenzó a descender por su cuerpo. Ben mantuvo las manos a los lados del cuerpo, apretando los puños, como si se hubiera dado cuenta de que ella quería el control. Bien.

Molly le acarició el pecho con las palmas de las manos, y las costillas. Le lamió un hombro y lo arañó con los dientes hasta que él suspiró. Entonces, se apoyó con las manos en sus caderas y se puso de rodillas.

A él se le encogió el vientre cuando ella se lo besó; o tal vez fuera que tomó aire bruscamente. Molly no lo sabía, porque el corazón le latía con fuerza en los oídos y le enviaba sangre a todas las terminaciones nerviosas del cuerpo.

Se tomó su tiempo, porque sabía que nunca volvería a haber una primera vez como aquella. Le acarició el estómago firme con la mejilla y hundió la lengua en su ombligo. Inhaló su esencia y probó su piel mientras a él se le tensaban los músculos.

Por fin, ella lo tomó en su mano, lo liberó de los vaqueros y lo sostuvo.

—¿Sabes cuánto tiempo he deseado hacer esto? —le preguntó con un susurro.

Él tragó saliva, con tanta fuerza que ella lo oyó incluso por encima de su pulso.

—Cuando entré y vi a esa chica… —Molly arrastró los labios por su miembro, acariciándoselo rápidamente, ligeramente. Dejó que su aliento lo tocara a cada palabra—. La vi besándote, succionándote…

A él se le entrecortó la respiración.

—Y, cuando lo vi, quise ser ella. Quise que te despidieras de ella y que me dijeras que tomara su lugar, que me enseñaras cómo debía satisfacerte.

Lamió la diminuta gota de fluido que había surgido en el extremo del miembro y saboreó la sal y el sexo, y dibujó un círculo con la lengua sobre el borde, y después otro, antes de cubrir de besos la humedad que había creado.

—Habría dado cualquier cosa por ser la que estaba de rodillas ante ti, Ben. Quería tomarte en mi boca, quería conseguir que tuvieras un orgasmo.

—Molly…

—Ummm —murmuró ella contra su piel, y entonces, separó los labios y lo atrapó en su boca. Al principio lo hizo ligeramente, y después, todo lo profundamente que pudo.

Notó su peso y sus latidos contra la lengua. Era perfecto, justo lo que ella había querido siempre. Lo tomó más profundamente de lo que nunca hubiera tomado a otro hombre, y oyó que él gruñía su nombre. Lamió y succionó, y sintió que él aumentaba de tamaño solo para ella. Ben metió los dedos entre su pelo.

La tensión se apoderó de su vientre, y ella se apretó el sexo con las piernas. Se había masturbado tantas veces con aquella fantasía que sabía que casi no iba a necesitar tocarse para llegar al clímax. Su cuerpo había memorizado a Ben hacía mucho tiempo, en sueños.

Cuando él le agarró el pelo, ella gimió con aprobación, pero él no siguió. Ben era demasiado caballeroso como para ser agresivo. ¿Cuándo iba a darse cuenta de que ella no quería ternura? Esperaba que lo entendiera.

Molly lo soltó. Lo lamió y lo besó de manera juguetona, no profundamente como él quería, y lo atormentó hasta que él le tiró ligeramente del pelo y la acercó con suavidad. Ella lo complació hasta que él volvió a relajar la tensión, y, entonces, jugueteó un poco más. Siguieron dibujando aquel círculo hasta que, por fin, él cedió.

Ben extendió la palma de la mano por su nuca y guió su boca hacia su miembro, y la apretó profundamente contra sí mientras imponía el ritmo que necesitaba.

Oh, Dios. Molly notó que su clítoris iba a estallar. Cada vez que apretaba los muslos sentía descargas de placer por todo el cuerpo. Contrajo los músculos de su sexo al ritmo del deslizamiento del miembro de Ben en su boca.

Cuando eso ya no era suficiente, metió la mano en sus braguitas y se acarició, gruñendo de éxtasis. Incluso entre la marea de su propio placer, notó que él cambiaba de postura, y saboreó algo salado y dulce en la lengua.

—Molly… —gruñó él—. Molly, voy a tener un orgasmo. ¿Quieres…. ¿Quieres…

Oh, sí, ella quería. Como respuesta, le frotó con la lengua la parte inferior del miembro y succionó con más fuerza, y se hundió los dedos en el cuerpo. Él le agarró el pelo con el puño para sujetarla mientras llegaba al clímax.

Ella también llegó al éxtasis, al mismo tiempo que él, tragándose sus propios gritos de placer junto a su simiente, mientras todo explotaba en dardos de luz.

Ben le estaba acariciando la nuca, y Molly tuvo ganas de ronronear.

—De acuerdo —murmuró él—. De acuerdo. Creo que necesito tumbarme.

Molly se humedeció los labios y se rio.

—Por no mencionar que tengo que ocuparme de ti —añadió él.

—Oh, ya me he ocupado yo —respondió ella, moviendo la mano ante él. Ben se la agarró y tiró de ella para levantarla del suelo.

—Vaya, tramposilla. Eso es trampa. Y, además, increíblemente excitante.

—¡Y pensar que solo lo hacía por mí!

Él la llevó hacia la cama, donde se dejó caer boca arriba. Empezó a quitarse las botas empujando una con la puntera de la otra.

—Creo que ya he solucionado los problemas que todavía pudiera tener con las felaciones.

Ella, que quería ver su cuerpo, le quitó el resto de la ropa. Después se quitó los zapatos de tacón y trepó por su cuerpo. Él ya había cerrado los ojos, y ella pensó que iba a quedarse dormido. Sin embargo, se llevó una sorpresa cuando Ben la tendió sobre la cama boca arriba y se irguió sobre ella.

—Me gusta muchísimo tu ropa interior —murmuró.

—Gracias.

—Pero prefiero verte desnuda. ¿Puedo?

Aquella pregunta llegaba un poco tarde, teniendo en cuenta que ya le había desabrochado el sujetador y estaba mirándole los pechos, pero ella no iba a quejarse.

Le bajó las braguitas, y después le quitó ambas medias y las dejó caer al suelo.

—Mucho mejor —dijo, pasándole las manos por las marcas que le habían dejado el elástico de las medias en los muslos—. Pobrecita —murmuró. Entonces, comenzó a besarle aquellas marcas mientras Molly se deshacía en el colchón.

Cuando él se detuvo, ella se quedó a la expectativa, conteniendo la respiración.

—¿Todavía te queda tarta de manzana?

—¿Qué? —preguntó Molly. Alzó la cabeza y vio que él tenía los labios a pocos centímetros de su sexo—. ¿Y qué vas a hacer con la tarta?

—Comérmela. Me muero de hambre. No he comido.

—Ah. Vaya, creía que íbamos a hacerlo otra vez.

—¡Solo te pido unos minutos de descanso y un poco de tarta!

Ella empezó a reírse, pero sus carcajadas se convirtieron en un gritito cuando él la empujó y le dio un azote en el trasero.

—¡Dame un poco de tarta, mujer!

—¡No queda!

Él le acarició las nalgas.

—¿Cómo que no queda?

—Me la he comido.

—¡Pero si la hiciste ayer! ¿Te has comido una tarta entera en un día?

—Eh, tú también te comiste un trozo. Y yo vivo sola. Si no como rápido, se echa todo a perder.

—¿Qué clase de chica se come una tarta entera en veinticuatro horas?

—Este trasero que tanto te gusta no se mantiene solo, ¿sabes?

Él le besó aquella parte del cuerpo en cuestión.

—¿Tienes algo de comer ahí abajo?

—Ummm… Ahí abajo, ¿dónde?

—En la nevera, Molly.

—Ah. ¿Estás seguro de que quieres bajar?

Él se rio contra su cadera.

—Lo otro también llegará, te lo prometo. No me lo perdería por nada del mundo —dijo. En aquel momento le gruñó el estómago, y aquel sonido le quitó a sus palabras todo el tono erótico. Ella soltó un resoplido.

—Sí, hay comida en la nevera. Come todo lo que tú quieras.

Él se levantó y se puso los vaqueros.

—¿Quieres que te traiga algo?

—Ummm… Bueno, tal vez una taza de vino.

—¿Una taza de vino?

—Todavía no he encontrado las copas perfectas. Además, yo soy así de original.

—Sí, verdaderamente original… —murmuró él mientras salía. Ella se preguntó qué iba a pensar Ben cuando viera que su vino era de tetrabrick. Toda una urbanita sofisticada.

Molly esperó hasta que lo oyó llegar al piso de abajo. Entonces enterró la cara en la almohada y gritó:

—¡Oh, Dios mío!

Se había muerto y había ido al cielo. Nunca en la vida, ni cuando sabía que iba a volver a vivir a su pueblo, hubiera pensado que iba a tener una aventura con Ben. Y mucho menos hubiera pensado que las cosas iban a ser como en sus fantasías. Y, sin embargo, era tal y como había soñado: dulce, fuerte y generoso en la cama, como en las demás facetas de su vida. El amante que ella siempre había imaginado.

Molly se dio cuenta de que su pobre corazón iba a llevarse una buena paliza.

Estaba imaginándoselo por la cocina en vaqueros, cuando el suelo crujió junto a su cama. Ben había vuelto, pero no con una taza de vino.

—¿Qué demonios es esto? —le preguntó él, arrojando una hoja de papel sobre el colchón.

Molly la vio bajar flotando sin saber qué podía ser. Cuando aterrizó, leyó lo que ponía y notó que se le encogía el corazón. ¿Vas a ponértelo para mí? La maldición de Cameron. Otra vez.

—¿Dónde lo has encontrado?

—Dímelo —insistió él—. Dime que no tiene nada que ver con esta noche.

Ella agitó la cabeza con confusión.

—¿A qué te refieres?

—A la ropa interior sexy, a las medias. ¿Te las has puesto por mí, o porque te lo ha pedido otro?

—¿Quién?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¿Quién te pide que te pongas ropa sexy, Molly? ¿El sargento Kasten? ¿O uno de tus clientes?

¿El sargento Kasten?

—¿Lo has mirado en Internet, incluso después de que yo te pidiera que no lo hicieras?

—Responde a mi pregunta.

—¡No! ¡Yo no soy la sospechosa de ninguno de tus casos! No he hecho nada malo. Ni siquiera soy tu novia, así que deja de comportarte como si tuvieras derecho a algo.

La expresión de frustración de Ben se convirtió en una de frialdad.

—Entiendo. Gracias por recordarme que no soy nada para ti. Lo necesitaba.

Ben recogió su camisa del suelo.

A ella se le encogió el estómago. Sintió pánico y arrepentimiento, y se tapó el pecho con la sábana.

—No puedes pedirme que aguante estas acusaciones constantes. Te he dicho lo que podía decirte, ¿por qué no lo dejas así?

—Porque no puedo.

—Solo tienes que confiar en mí.

—Estás de broma. ¿Y si yo tuviera un trabajo misterioso que ni siquiera quisiera mencionar? ¿Y si eludiera cualquier pregunta personal con una bromita tonta? ¿No crees que eso te inquietaría?

—Si no puedes soportarlo, entonces déjame en paz, don Perfecto.

—Muy bien. Yo no soy perfecto, Molly, pero no voy a vivir como si esto fuera un Programa de Protección de Testigos. Soy normal, y parece que tú perdiste el contacto con ese estado hace mucho tiempo.

—¡Vete a la mierda! —gritó ella mientras él salía de la habitación. Seguía sintiendo pánico. ¿Por qué había dicho esas cosas? ¿Y por qué demonios se le había olvidado aquella maldita nota en el vestíbulo, si había tirado todo lo demás?

Saltó de la cama y bajó corriendo, desnuda, las escaleras.

—¡Ben! ¡Espera!

Sintió una ráfaga de aire helado que entraba por la puerta, pero cuando Ben la vio bajando así los escalones, cerró de golpe.

—Vuélvete a la cama, Molly.

—Espera. Lo siento. No debería haberte dicho eso.

—No tienes por qué disculparte. Algunas veces la verdad es dolorosa.

—No, escucha… Yo…

Cuando, por fin, él la miró a los ojos, Molly lamentó no estar vestida. No había ni una gota de chocolate fundido en aquella mirada. Ella estaba ante un muro de café sólido. Ben era el Jefe de la Policía, y ella era una mujer desnuda que estaba causando estragos en su mundo.

—Ben, lo siento. Sé que esto es difícil de aceptar.

—Es imposible de aceptar. Si estuviéramos saliendo te diría adiós y te explicaría por qué rompemos. Pero como no estamos saliendo… me marcho.

—Esa nota no significa nada.

—Me alegro de saberlo —dijo él, y tomó el pomo de la puerta.

—¡Espera! Ben, lo siento. Tú no lo entiendes…

—Claro que no. ¿Vas a apartarte de la puerta, o quieres que todo el mundo te vea?

Molly se cruzó de brazos.

—No me voy a ir a ningún sitio hasta que me escuches.

—¿Es que tienes algo que decirme, o solo quieres distraerme otra vez?

—Esa… esa nota no significa nada, y yo nunca me había puesto la ropa interior roja para nadie, salvo para ti.

—Estupendo. ¿Eso es todo?

Claramente, Ben no aceptaba más jueguecitos. Ella podía dejar que se marchara, o ceder un poco. Pero solo era miércoles, y ella quería estar con él por lo menos hasta el sábado. Era hora de aplicar la estrategia.

—Está bien. Tenías razón en cuanto a Cameron. Es mi exnovio. Lo dejamos hace seis meses. Eso está completamente acabado.

—Pero él te sigue mandando ropa interior, y quiere que te la pongas. Para él.

—Se engaña. Y yo he tirado su regalo a la basura. No ha tenido nada que ver con lo de esta noche.

—Entonces, ¿por qué todos esos secretos? ¿Y por qué las mentiras?

—Yo no he menti…

—Me dijiste, específicamente, que él no era un exnovio.

—Está bien. Eso fue una mentira. Pero tú y yo ni siquiera nos habíamos besado cuando te lo dije. No estoy obligada a contarle mi vida privada a todo el que me pregunta.

—¿Y ahora?

—¿Ahora? Ahora ya te lo he dicho.

—No me has dicho nada —replicó él, y se movió hacia la puerta—. Será mejor que te apartes de ahí.

El pomo giró.

La puerta se abrió y el viento helado entró en la casa. Ben salió, y ni siquiera miró hacia atrás para ver si ella se había escondido.

—¡Está bien! ¡Para! Salí con Cameron durante menos de un año. Es oficial de policía, pero eso tú ya lo sabes. Es negociador de secuestros del Departamento de Policía de Denver. Rompí con él hace seis meses porque… porque es muy manipulador. Y desde entonces no he tenido muchas citas.

Ben volvió a entrar y cerró lentamente. Sin embargo, volvió a hablar con tanta frialdad como antes.

—¿Y qué tiene él que ver con tu trabajo?

—Nada. Yo nunca le conté nada de mi trabajo.

Él la miró con incredulidad.

—Sí, claro.

—Es cierto. En realidad, él tampoco me hizo demasiadas preguntas sobre eso. Ya ves cómo era nuestra relación.

—¿Y saliste con él durante un año?

—Sí. Estaba… confundida.

—Está bien. Y si rompiste con él hace tanto tiempo, ¿por qué sigue enviándote ropa interior?

—Ha sido un malentendido. Él pensaba que iba a venir a visitarme. ¡Yo no! —añadió rápidamente, al ver que Ben enrojecía.

Él se pasó una mano por el pelo y se apoyó en la puerta.

—¿Eso es todo? ¿No vas a contarme nada más?

Molly se frotó los brazos. Estaba helada.

—Te lo he dejado claro desde el principio, Ben. Mi trabajo es algo privado. He sido sincera en eso, y me parece que tú eres el deshonesto.

—¿Yo?

—Has sido traicionero. Has buscado información en Internet, has llamado a mi hermano y has investigado como si yo hubiera hecho algo malo. Creo que incluso has podido llamar a Cameron.

—No lo he hecho.

—¿No? De acuerdo. ¿Cuántas veces has buscado mi nombre en Google esta semana?

—Eso… eso es aceptable. Todo el mundo lo hace.

—Yo no te he buscado, idiota. Si quisiera saber a cuánta gente has disparado o cuántos turistas has sacado del río, te lo preguntaría.

—¡Y yo te lo diría!

—Eso sería una elección tuya. Tú podrías elegir. Déjame elegir a mí también, Ben, por favor —le rogó Molly. Entonces se estremeció de frío y Ben, entre maldiciones, se quitó el abrigo y se lo puso por los hombros. Ella se arrebujó en su calor y tragó saliva para que no se le cayeran las lágrimas—. Cuando dije que no tenías derecho a nada, quería decir que quiero que respetes mis derechos. Me conoces desde que era niña, pero ahora tengo una vida entera, y la vivo así por buenas razones. ¿No puedes respetar eso?

Él siguió mirándola en silencio, fríamente. Sin embargo, ella notó que la tensión había disminuido. Ben, con las manos en las caderas, bajó la cabeza y miró al suelo. Después suspiró y volvió a mirarla.

—Lo siento —dijo—. Tanto secreto me ha causado angustia, y me he sobrepasado. Me disculpo.

—¿De verdad? —preguntó ella, que estaba a punto de echarse a llorar.

—Molly, no —dijo él al darse cuenta, y se acercó. Entonces le tomó la cara entre ambas manos, y cuando ella intentó frotarse la nariz, no pudo porque su brazo estaba en medio.

—¡Tengo que sonarme la nariz! —gimoteó.

—Shhh. No pasa nada.

—Sí, sí pasa. ¡Estoy desnuda y tengo mocos!

—Si te doy un pañuelo, ¿vas a dejar de llorar?

En vez de esperar la respuesta, Ben fue hacia la cocina, y apareció dos segundos más tarde con una caja de pañuelos de papel que le entregó a Molly inmediatamente.

Molly se sonó la nariz.

—Disculpa.

—No llores.

—Es que… no sé. Es tarde.

—¿Quieres que me vaya?

Aquella pregunta le provocó a Molly otro acceso de lágrimas, y tuvo que sonarse la nariz de nuevo.

—¿Quieres irte?

Ben sacudió la cabeza.

—No, pese a todo lo que he dicho. Parece que soy un idiota sin orgullo y con muy poco control sobre sí mismo, porque lo que quiero hacer en realidad es llevarte a la habitación y echar más leña en la estufa.

—Pero si todavía no has comido nada.

—He perdido el apetito. Pero me tomaré una taza de vino contigo, si me invitas.

Por fin, Molly sonrió. Parecía que él había aceptado la derrota, pero aquello solo había sido temporal. Pronto iba a terminar todo, así que ella pensaba disfrutarlo hasta el último minuto.

—Por supuesto que sí —dijo, y se dio la vuelta para volver a la habitación—. Las tazas están encima del lavaplatos. ¿Nos vemos en el dormitorio?

Cuando ella se había acurrucado bajo la manta, él ya estaba subiendo las escaleras. Entró en el cuarto con dos vasos de zumo llenos de vino blanco.

—Tu… eh… tetrabrick está casi vacío, braguitas sexis.

—Hay otro en la despensa, y no llevo bragas.

—Sí, ya me he dado cuenta —respondió él mientras se sentaba junto a ella en la cama y le daba uno de los vasos.

—Entonces, ¿tenemos una tregua?

—Sí. Dejaré el tema, pero solo por ahora, Molly. En algún momento tendrás que decidirte entre tus secretos o yo. No puedo ofrecerte nada más que eso.

—No me esperaba nada más.

Ambos bebieron en silencio, hasta que la tensión empezó a desaparecer.

—Deja que te prepare algo de comer —se ofreció Molly, pero él negó con la cabeza.

—Estoy cansado. Me apetece dormir un poco.

—¿De verdad?

A ella debió de notársele mucho que se había alarmado, porque Ben se echó a reír.

—No, no es verdad. Solo estaba buscando una excusa para quitarme la ropa y meterme en la cama contigo.

—Una excusa, ¿eh? ¡Se me ocurre una idea! ¿Y si tenemos relaciones sexuales?

—Cariño, eres todo un genio.

Él se había desnudado en menos de un minuto, y le dijo:

—Preservativos. Esta vez quiero estar preparado.

—¡Como un buen Boy Scout! —exclamó ella, y señaló la mesilla de noche. Él abrió el cajón.

Iba a meter la mano para sacar los preservativos, pero la sacó rápidamente.

—¿Qué demonios es eso?

Molly se puso de rodillas para mirar por encima del hombro desnudo de Ben.

—Ah, es el pequeño Azulito.

—No es tan pequeño.

—No, en realidad no. Es un nombre cariñoso.

Él tocó cuidadosamente, con un dedo, el juguete sexual.

—Entonces, ¿usas… eh… esa cosa?

—Eso me temo —respondió Molly. Estaba ruborizándose cada vez más, así que le señaló el paquete de preservativos—. Sácalo. La reunión comienza dentro de dos minutos.

—Ummm —dijo él, y siguió observando el interior del cajón. Después se volvió hacia ella, y después volvió a fijarse en el cajón—. ¿Puedo mirar?

—¿Mirar? ¿Mirar el qué?

Él tomó el vibrador.

—No importa —dijo. Sin embargo, cuando se giró hacia ella de nuevo, tenía una gran sonrisa de picardía en los labios—. No me gusta limitarme a mirar.

Presionó uno de los botones con el pulgar, y el juguete comenzó a vibrar. Ben frunció las cejas de la sorpresa, pero la sonrisa no se apagó.

—Túmbate, Molly. Ben quiere jugar.

—¡Espera un segundo, pervertido!

Sus gritos y sus risas se acallaron muy pronto y se convirtieron en jadeos, porque Ben comenzó a probar ángulos y colocaciones diferentes, con una completa concentración en lo que estaba haciendo.

El último pensamiento coherente de Molly fue que los hombres silenciosos siempre le sorprendían a una. Y, claramente, Ben había pasado años en silencio.

Habían desaparecido en el interior de la casa varias horas antes. No tenían ni la menor idea de que alguien los estaba vigilando. Molly no parecía nerviosa. De hecho se estaba riendo. Se había apropiado de Ben Lawson como la pequeña prostituta que era, pensando que no tenía nada de que preocuparse ahora que contaba con la protección de un hombre fuerte.

Era necesario aumentar su sensación de vulnerabilidad, destruir su seguridad y su confianza. Pero no en aquel momento, cuando estaba con el Jefe. Él solo había ido a su casa para tener relaciones sexuales, y seguro que se marcharía muy pronto.

Parecía que había habido una oportunidad poco después de que hubieran entrado. La puerta se había abierto después de media hora. Solo se veía el borde de aquella puerta, porque la ocultaba el enorme pino negro que había al borde de la parcela de Molly.

En la luz que salía por el hueco de la puerta se había movido una sombra. Se había oído el murmullo de unas voces que hablaban en tono de angustia y de ira.

Parecía que, después de terminar con el sexo, se habían hartado el uno del otro.

Si Ben Lawson se hubiera marchado en aquel momento, habría sido posible pasar toda la noche registrando la casa de aquella fulana y decidir cuál era la mejor manera de asustarla, de ahuyentarla. Sin embargo, la puerta se había cerrado, y al final, la casa se había quedado oscura y en silencio.

Pero no importaba. Él se marcharía aquella noche, o por la mañana, y entonces Molly se quedaría sola de nuevo. Sería vulnerable.

Un coyote aulló al otro lado del risco, como si aquella idea le gustara. Entonces, una manada entera lo secundó en la noche fría, lanzándole a Molly Jennings una advertencia de peligro que ella ni siquiera reconocería.

E-Pack HQN Victoria Dahl 1

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