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Capítulo 2
Оглавление—¿Jefe?
Ben se despertó de la breve cabezada que estaba echando ante el ordenador.
—¿Sí?
Brenda agitó la cabeza.
—Son las ocho. Tiene que irse a casa a descansar. Tiene un permiso de veinticuatro horas.
—Es cierto —dijo él.
Repasó el horario de diciembre por última vez antes de cerrar el documento. Estaba muy claro. En invierno, el trabajo decaía mucho en Tumble Creek. No había ciclismo de montaña ni rafting, y el paso hacia Aspen quedaba cubierto de nieve hasta mayo. Después de la locura de la primavera, el verano y el otoño, el invierno era un descanso bien merecido.
Y, hablando de Aspen… Ben se frotó los ojos y miró el reloj del pasillo. Quinn Jennings tenía que estar ya en su despacho. Aquel hombre era un obseso en lo referente a su trabajo.
Una mujer respondió al primer tono.
—Arquitectura Jennings.
—Hola, buenos días, ¿podría hablar con Quinn?
—Buenos días, Jefe Lawson. Sí, espere un momento, por favor.
Ben asintió y esperó. En otras ocasiones había intentado mantener una conversación de cortesía con la telefonista de Quinn, pero la mujer no se lo había permitido.
—Ben —gruñó Quinn desde el otro lado de la línea, abstraído, como siempre que estaba concentrado en algún plano.
—Deja el bolígrafo y apóyate lentamente en el respaldo de la silla.
—¿Umm?
Ben puso los ojos en blanco.
—La última vez que te llamé prometí que no iba a volver a tener una conversación contigo mientras estás dibujando. Me quedé esperando en aquel bar hasta las nueve en punto.
—Es cierto, pero ya te dije que lo sentía mucho. De veras, no recordaba para nada la conversación.
—A eso me refiero —repuso Ben—. Bueno, no me habías dicho que tu hermana iba a venir a vivir al pueblo.
—Ah, ya. Es que lo decidió rápidamente. Yo me enteré la semana pasada.
—¿Seguro?
—Bueno, ella dice que me lo contó en septiembre, pero yo juraría que miente.
—Ya.
—Bueno, ¿entonces ya ha venido? ¿Quieres comprobar qué tal está de mi parte? Mi madre está preocupada.
Ben se pasó la mano por el pelo.
—¿Quieres que pase por su casa?
—Sí, ya sabes. Comprueba la seguridad. Es una mujer soltera con una madre obsesiva.
—Vivía sola en una gran ciudad. Creo que aquí estará bien.
—Eso díselo a mi madre. Está convencida de que Molly va a encender la chimenea sin abrir el tiro, y que va a morir por inhalación de monóxido de carbono.
Ben miró de nuevo el reloj. Las ocho y cuarto. ¿Estaría despierta? ¿Se habría vestido, o estaría medio desnuda y con cara de sueño?
—Está bien. Pasaré por allí.
—Gracias.
—De nada, de nada —dijo él. Solo iba a hacerle un favor a un amigo—. Eh, ya debéis de haber averiguado en qué trabaja Molly, ¿no?
—No.
—Lo único que sé es que ella jura y perjura que no es ilegal.
—Entonces, ¿por qué no quiere decirlo?
—¿Quién sabe? Creo que ahora ya se ha acostumbrado al misterio. Sería un horror enterarnos de que es inspectora de Hacienda a estas alturas. Ella está bien, y tiene salud, y yo he conseguido, por fin, convencer a mi madre de que la deje tranquila.
Demonios. Él ya la había buscado en Google, pero no había averiguado nada. A él no le gustaban los misterios. A casi ningún policía.
Ben prometió una vez más que pasaría por casa de Molly, se despidió de Quinn y tomó su abrigo y su sombrero.
Solo iba a hacerle un favor a un amigo. No tenía nada que ver con la camiseta ajustada de Molly, ni el hecho de que la hubiera visto fugazmente por la ventana de la cocina al pasar al lado de su casa el día anterior, cuando volvía de correr. No tenía nada que ver con el brillo de picardía de sus ojos cuando le había sonreído en el supermercado. Y, ciertamente, no importaba que él se hubiera pasado casi todo el turno de trabajo preguntándose si su trasero era tan respingón como diez años antes.
Dios Santo, ella lo había vuelto loco aquel verano, siempre paseándose en pantalón corto y camisetas de tirantes. Se suponía que él no podía fijarse en una chica dulce e inocente como Molly. Así que se había obligado a no fijarse. La conocía desde que era un bebé. Sus piernas suaves y bronceadas no existían para él. Tampoco sus pechos firmes, ni su trasero redondo. No. Nada de nada.
Y tampoco existían ahora. Ella solo era otra ciudadana. Una responsabilidad. Un favor para un amigo. Una persona que seguramente ya estaba despierta y totalmente vestida.
Ben puso su cara de policía más grave cuando detuvo la furgoneta negra delante de su casa, en Pine Road. Entonces, vio el coche que había en la entrada de su garaje, y se quedó boquiabierto.
Llamó a su puerta con un poco más de fuerza de la que quería, pero después de dos minutos, ella todavía no había abierto. Ben volvió a llamar, respiró profundamente y comenzó a contar hasta veinte. La puerta se abrió en el diecinueve.
—Dime que ese no es tu coche.
Ella escondió un bostezo tapándose la boca con la mano.
—Hola, Ben.
—Tendrás otro vehículo en el garaje, ¿no?
—El garaje está lleno de coches.
—No puedes conducir en eso durante el invierno.
Ella se inclinó un poco hacia delante para mirar su Mini Cooper azul.
—Le puse neumáticos nuevos antes de salir de Denver. Está bien.
—No. No, no está bien. En primer lugar, estoy casi seguro de que no hacen neumáticos de doce pulgadas para nieve. En segundo lugar, vas a derrapar en el primer surco de nieve que te encuentres. En tercer lugar, chocarás con alguno de los trescientos todoterrenos que conducen los habitantes de este pueblo, todos más cuerdos que tú.
Ella se apoyó en el marco de la puerta y asintió.
—Umm. Fascinante. ¿Te ha llamado mi madre?
—No, pero me llamará. Y no tengo hombres suficientes a mi cargo como para mandarlos a tu casa cada vez que nieve solo para tranquilizarla. Tampoco tengo hombres suficientes para que te rescaten de tu propia entrada al garaje dos veces a la semana.
—Ya he llamado a Love’s Garage para que la retiren.
—Bueno, pues no tengo hombres suficientes para que te rescaten del aparcamiento del supermercado todos los sábados.
Ella se cruzó de brazos y le sonrió.
—Te pones muy sexy cuando estás al mando. ¿Te lo habían dicho?
Entonces fue cuando él se fijó en su camiseta. Su camiseta larga y desgastada, prácticamente transparente. En sus piernas desnudas. En los pies descalzos y en las uñas pintadas de rosa. Ella volvió a bostezar y se estremeció, y aclaró el misterio de si llevaba sujetador.
—Discúlpame —dijo Ben, en un tono cuidadosamente formal—. ¿Te he despertado?
—Sí, pero tengo que llevar un horario civilizado o me quedaré sola. Nadie se queda despierto hasta las tres de la mañana por aquí. Bueno, tal vez tú sí. Estaríamos solos tú y yo… y el quitanieves.
«Solos tú y yo…».
—Me encanta tu sombrero —dijo ella, con los ojos brillantes de nuevo—. Me encanta, de verdad.
Ben se tocó el ala del sombrero sin darse cuenta, y se obligó a bajar la mano. Era el mismo tipo de Stetson que llevaban la mayoría de los policías en las Montañas Rocosas. Nada especial que pudiera hacer que ella pareciera tan… traviesa.
—Volviendo al coche —gruñó él—. Si es que se le puede llamar así.
Molly abrió la puerta y la brisa entró en casa, moldeando la camiseta a su pecho. Ben estuvo a punto de tragarse la lengua al ver sus pezones endurecidos perfectamente marcados en aquel fino algodón blanco.
—¿Quieres un poco de café?
Molly se dio la vuelta y dejó la puerta abierta para que él entrara, y Ben pasó a modo de defensa propia. Tenía que cerrar la puerta antes de que otra ráfaga de viento le moldeara la camiseta contra el trasero. Aunque su cerebro estuviera lanzando vítores.
—Dios Santo —murmuró él, y se quedó junto a la puerta. Era hora de irse. Ni siquiera se acordaba de por qué había ido allí en primer lugar. Ella todavía tenía que aceptar lo del cochecito de juguete, pero era el momento idóneo para que él hiciera su retirada.
—¿Quieres leche y azúcar? —le preguntó ella desde la cocina.
—No, yo…
Sonó un teléfono antiguo que interrumpió su respuesta.
—¡Espera! —dijo Molly.
Ben la oyó responder alegremente, y después, su voz adquirió un tono ominoso que despertó todo su instinto de policía.
—¿Cómo has conseguido este número? —gruñó ella.
Ben fue directamente a la cocina.
—Sí, he apagado el teléfono móvil. Date por aludido, Cameron.
Él se detuvo al llegar al arco que daba paso a la cocina, pero ella había dejado de hablar. Estaba de pie, con la mano en la frente, murmurando «Umm, umm», de vez en cuando.
Molly cerró los ojos con fuerza, y cuando los abrió, vio que Ben la estaba mirando. Arqueó las cejas con una expresión de alarma y se giró hacia el fregadero, pero él todavía pudo oír el resto de la conversación.
—No. ¿Está claro? No. Y ahora, adiós.
Al volverse hacia él de nuevo, Molly tenía una sonrisa resplandeciente. Colgó el teléfono y dijo:
—¡El café ya casi está listo!
—¿Quién era?
—¿Quién?
—El del teléfono.
Ella no perdió la sonrisa y agitó la cabeza para fingir confusión.
—Creo que has dicho que era «Cameron».
—Ah, Cameron. Solo es un tipo de Denver.
—¿Un ex?
—¿Eh? No, no. Claro que no. ¿Por qué?
—No, por nada.
Más secretos. Perfecto.
—Bueno, entonces, ¿leche y azúcar?
Molly se movía por la cocina con despreocupación, completamente cómoda vestida con casi nada delante de él. ¿Quién era aquella chica a la que conocía de toda la vida? Aquella chica con secretos y con… pezones.
—Sí —dijo él—. Con leche y azúcar.
Ella le lanzó una sonrisa por encima del hombro mientras servía el café.
—Un hombre de verdad, ¿eh? Lo suficientemente seguro de sí mismo como para tomar un café de chica. Estoy impresionada.
—¿Un café de chica? Vaya. Gracias, Molly.
—He dicho que estaba impresionada.
—Sí.
Le dio la taza y después se apoyó en la encimera, agarrando la suya con ambas manos. Ben se dio cuenta de que le pasaba la mirada por el cuerpo, deteniéndose en su pecho y en su boca. Y él se fijó en sus muslos dorados y esbeltos, y totalmente prohibidos, ¿y qué demonios estaba haciendo allí?
Cerró los ojos y se llevó la taza a los labios.
—Bueno… —dijo ella—. En cuanto a aquella noche…
El café explotó en su garganta, quemándolo y ahogándolo. Ben estornudó y tosió hasta que pudo respirar de nuevo. Después abrió los ojos y oyó claramente su maravillosa risa.
—¿Estás bien? —le preguntó Molly entre jadeos.
—Lo has hecho a propósito.
—¿El qué?
Ben dejó la taza en la encimera de golpe.
—Será mejor que me marche.
—Hace diez años, Ben. Solo quería disculparme. Nunca debería haber entrado de ese modo, y mucho menos haber mirado.
Él se quedó inmovilizado en el acto de darse la vuelta. Se le contrajeron los músculos y el estómago de espanto.
—¿Disculpa?
—No sabía que tenías… eh… compañía. Y entonces, yo…
—¿Qué quieres decir con eso de que miraste?
—Oh… bueno…
—No. Yo miré hacia arriba y tú estabas junto a la puerta. Acababas de llegar.
—Sí, bueno… tal vez pasaran unos segundos mientras yo entré y tú te diste cuenta de que había entrado. Estabas un poco distraído con aquella rubia. Ella estaba…
—Sé lo que estaba haciendo. Por el amor de Dios, Molly.
—Bueno… De todos modos, solo quería decir que, si te hice pasar vergüenza, lo siento.
¿Vergüenza? Fue una tortura. Mortificación. Culpabilidad. El hecho de saber que había corrompido a una niña. El completo asombro de sus ojos cuando él la había visto. Ella estaba tapándose la boca con ambas manos. El interminable momento en que sus músculos se habían negado a reaccionar, en que había intentado detener las ávidas atenciones de la chica de su cita. Ben no había vuelto a poder disfrutar de una felación durante los dos años siguientes.
Y ahora, Molly le confesaba que había estado allí, mirando, durante… ¿cuánto tiempo?
—Oh, Dios —murmuró, poniéndose la mano en la frente—. Solo eras una niña.
—Eh… No, en realidad no. Yo perdí la virginidad esa noche, y cumplí dieciocho años una semana más tarde. Y después vino la universidad.
—¡Ya basta! —exclamó Ben, y se tapó los oídos con las manos—. ¡Oh, Dios mío!
Oyó la risa amortiguada de Molly.
—Ben, ¿qué te pasa?
Se imaginó a sí mismo. Estaba en la cocina de Molly Jennings, con los ojos cerrados y las manos en las orejas. Ben hizo acopio de dignidad y bajó los brazos. Después, exhaló un suspiro.
—Eras como una hermana pequeña para mí. Fue muy inquietante.
—Oh, a mí también me inquietó —dijo ella, y sonrió—.
Pero si te sirve de consuelo, tú nunca fuiste como un hermano para mí, Ben Lawson.
—Yo…
Ella se inclinó hacia él y se quedó a pocos centímetros de distancia. Ben percibió el olor a café, y a algo suave y dulce. Su champú, o su crema, o algo femenino. Los labios de Molly eran rosados, y sus ojos, como un imán.
—Y, claramente, fuiste mucho menos como un hermano para mí después de aquella noche.
—Molly… —Dios Santo—. Supongo que solo te vas a quedar para el invierno, ¿no?
Ella retrocedió con el ceño fruncido.
—No, ¿por qué?
—No, por nada. Tengo que marcharme. Consíguete un coche de verdad y revisa el tiro antes de encender la chimenea. Adiós.
—¡Gracias, oficial! —dijo ella, mientras él salía rápidamente hacia la puerta.
El aire frío le abofeteó la cara y lo devolvió a la realidad en cuanto puso un pie en la calle. Ben cerró de un portazo y se detuvo. Giró los hombros y apretó la mandíbula.
Sí, Molly se había convertido en una mujer despampanante, pero seguía siendo algo prohibido. Nada había cambiado. Nada.
Casi había llegado a su furgoneta cuando apareció un pickup blanco por el oeste. Ralentizó la marcha y casi se paró ante el vehículo de Ben. A través de la ventanilla, él vio la cara arrugada de Miles Webster, el dueño del periódico del pueblo, que salía cada dos semanas, que estaba observando con curiosidad la escena.
—Mierda —susurró Ben.
Miró a los ojos a Miles, con cuidado de no mostrar nerviosismo ni culpabilidad. «No tienes nada contra mí, viejo», le transmitió con la mirada. Entonces, los ojos del hombre cambiaron de dirección, y Ben la siguió, volviéndose hacia la casa de Molly.
Ella estaba en el hueco de la puerta, saludando, con la luz de la mañana reflejándose en sus piernas.
—Oh, mierda —gruñó Ben.
Miles sonrió con petulancia cuando Ben se giró de nuevo, y después se alejó dejando una nube de humo de diésel.
Ben se las había arreglado para estar fuera de la sección de chismorreos del periódico durante treinta y dos años. El jueves siguiente, aquello iba a cambiar.
Y si había algo que él odiara más que los secretos era el escándalo.
Cuando Molly se sentó a trabajar aquella mañana, le pareció que su ordenador ronroneaba. O tal vez fuera su cuerpo. Había recuperado la inspiración, y lo notaba. Era magnífico.
Ya sabía de qué iba a tratar su siguiente historia. Habían pasado meses sin que se le ocurriera una sola idea, pero ahora ya lo sabía. Un vaquero serio y curtido. No, un momento. Un sheriff. Sin embargo, no en un pueblo de montaña. Ya había cometido antes aquel error. Usaría de nuevo a Ben Lawson, pero solo para conservar la inspiración, no como un hombre de carne y hueso hecho fantasía.
Su primera historia, la que la había convertido en una estrella, la que todavía se vendía mejor que ningún otro de sus libros… Aquella se parecía demasiado a la realidad como para sentirse cómoda leyéndola. Había escrito sobre Ben, sobre aquella noche. Incluso lo había identificado como el mejor amigo del hermano mayor de la protagonista. En un pequeño pueblo. En Colorado. Entonces, de repente, había vendido su primer intento en la ficción erótica, lo había visto publicado, y leído por miles de personas… y era demasiado personal. No podía contarle a nadie lo que había hecho.
El mayor secreto de su vida había sido completamente accidental, pero supuso que eso era lo mejor. Tenía una profesión maravillosa que adoraba, unos ingresos decentes y un poco de misterio para aderezar su aburrida existencia. Y además, acababa de recuperar su musa.
Aquel primer libro había sido el más inspirado de todos, pero tenía la sensación de que podía conseguir que aquel que iba a empezar fuera incluso mejor. Era mayor, y más sabia, y tenía unas cuantas buenas ideas de lo que quería hacer con cierto Jefe de Policía curtido y serio.
—Sheriff —se corrigió a sí misma—. El sheriff de un pueblo del Salvaje Oeste, con los ojos marrones y un corazón de acero. Y tal vez, con algunas necesidades algo pervertidillas que no puede satisfacer con las mujeres temerosas de Dios que viven en esa parte del país.
A Molly se le escapó una risita nerviosa. Oh, sí. El sheriff era un hombre solitario, hasta que una viuda misteriosa llegó para vivir a la casa de al lado. Una viuda que dejaba las cortinas abiertas por las noches, con las lámparas encendidas. Incluso un ángel tendría la tentación de mirar el espectáculo, y el sheriff estaba muy lejos de ser un ángel. Sin embargo, la exhibición indecente era un delito, y el policía tenía la determinación de hacer que ella pagara con su propia disciplina privada.
Se imaginó a Ben con los vaqueros, desabotonados, y con el sombrero de vaquero inclinado sobre la cara, y con nada más.
—Esto —murmuró Molly mientras tecleaba las primeras palabras— va a ser muy bueno.