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Capítulo 4
ОглавлениеProstituta.
Ben se encogió mientras lo escribía.
No, no había forma de que Molly Jennings fuera prostituta. Era dulce y lista, y siempre había sido una buena estudiante y una buena hija.
Sin embargo, ¿quiénes eran todos aquellos amigos que tenía? Ella había dicho que no estaba haciendo nada ilegal, pero había dicho mentiras con respecto a una docena de cosas, así que, ¿por qué no iba a mentir también en cuanto a eso?
Miró el ordenador con la tentación de hacer una búsqueda. Sería fácil descubrir si ella tenía algún arresto en sus antecedentes. Sin embargo, le parecía una falta de ética. No tenía ningún motivo de peso para husmear en su vida.
Aunque hubiera sido prostituta en Denver, no tenía nada que ver con él. No iba a salir con ella. Y ella no iba a ejercer su profesión allí; para eso se habría ido a Aspen. Así pues, no pudo convencerse de que tenía algún motivo para buscar información sobre ella.
—Además, no es prostituta —murmuró él.
No era posible que fuera tan mona y tan divertida si hubiera llevado aquel estilo de vida. Tenía un ingenio muy agudo, pero eso era lo único duro de su carácter. Molly Jennings era todo suavidad y luz. Y calor.
Ben tachó aquella palabra ofensiva de la lista, giró el cuello y se pasó las manos por la cara.
Eran casi las siete. Estaba agotado, frustrado y nervioso. Necesitaba una copa.
Se inclinó hacia la izquierda todo lo que pudo para mirar hacia The Bar desde la ventana de su despacho. La hache del letrero se había caído hacía mucho tiempo, y la mitad del pueblo lo llamaba el T-Bar. Era un local viejo y pequeño, pero también era el único sitio de Tumble Creek donde uno podía tomarse una cerveza.
Y ella iba a estar allí.
No podía evitar a Molly; solo había una gasolinera, un supermercado, un bar. Sin embargo, tal vez no fuera buena idea verla aquella noche. Había estado imaginándosela con su gorro rosa, su abrigo blanco y sus botas de tacón… y sin nada más. La veía con un aspecto muy formal, bien abrigada y decorosa, pero cuando ella se soltaba el cinturón del abrigo y se lo abría, estaba completamente desnuda, rosada y pálida.
—Dios Santo, necesito un revolcón —musitó, y se pasó las manos por la cara otra vez. Inmediatamente pensó en Molly, y su cuerpo dio la opinión que tenía con respecto al asunto.
No. No iba a salir con ella. Pero tomarse una copa no era salir, después de todo. Ni flirtear.
Ben apagó el ordenador y se marchó a casa. Se daría una ducha y después… a la cama. Probablemente.
Molly salió de casa muy contenta para reunirse con Lori Love en The Bar. Había tenido una buena noche, después de la tarde desastrosa. Toda aquella desesperación sexual le había venido bien a su trabajo. Había canalizado su lujuria hacia la nueva historia que estaba escribiendo y había completado doce páginas. Doce páginas increíblemente buenas, en su opinión.
Molly recorrió Main Street con una sonrisa que aumentaba a medida que caminaba. Ni siquiera el correo electrónico que le había enviado aquella desagradable señora Gibson había conseguido estropearle el buen humor. Aquella mujer escribía a Molly y a sus colegas de profesión regularmente para llamarles indecentes, pero estaba muy versada en las historias. Algunas veces, la señora Gibson incluso les proporcionaba estadísticas de las palabras verdes que más se usaban y cuántas veces. Aquel nuevo libro iba a sacarla de sus casillas.
Molly nunca había escrito nada tan atrevido, y la señora Gibson no iba a ser la única que se quedara asombrada. Su editora se iba a llevar una sorpresa muy agradable. Aunque Molly no era aficionada al bondage, había un gran mercado para ese tipo de historias.
Y, demonios, aunque a ella no le gustara que la ataran, tal vez cambiara de opinión después de aquel libro. Aquel sheriff estaba como un monumento. Casi tanto como el mismo Ben.
Ben. Si no aparecía en The Bar aquella noche, Molly lo dejaría en paz. Si aparecía… Bueno, entonces las cosas iban a ser muy distintas. Ella, como él, tampoco quería complicaciones en su vida, pero el sexo no tenía nada de complicado.
Se le estaba escapando una risita tonta al pensar en todo aquello cuando la noche se hizo más oscura. Acababa de pasar por delante de todas las casas de su calle, y la luz de los porches había quedado atrás; tenía que atravesar una pequeña zona boscosa que separaba su barrio de Main Street. Tuvo una sensación de inquietud y se detuvo.
No estaba asustada. Aquello era Tumble Creek, después de todo. Sin embargo, se giró lentamente en busca de alguna sombra, de un movimiento. Nada. No era nada, salvo su imaginación de chica urbanita.
La luna llena brillaba en la calle, unos cuantos metros por delante de ella, e iluminaba el aparcamiento trasero del supermercado. El apartamento que había sobre el supermercado era donde vivían Quinn y Ben durante las vacaciones de la universidad. Tenían un alquiler muy barato y en el pueblo había muchos trabajos en verano. Y Molly había estado con ellos todo el tiempo que podía.
Allí se había sentido como en casa, hasta el punto de que entraba en el apartamento sin llamar.
Oh, aquella noche se le había roto el corazón, aunque sus impulsos sexuales se hubieran avivado exponencialmente al ver a Ben desnudo y con una excitación impresionante. Aquella chica no era del pueblo, y estaba…
Los recuerdos de Molly quedaron interrumpidos por el ruido de unas hojas secas a su espalda. Trastabilló ligeramente al mirar hacia atrás. Aquél no era el sonido que hubiera hecho el viento al mover las hojas. Oyó el crujido de una ramita al partirse. Los músculos se le pusieron en tensión.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
No obtuvo respuesta.
Corrió hacia las luces que había delante de ella. Ya había tenido aquella sensación de ser observada, pero eso era en Denver, porque Cameron aparecía en todos los lugares que ella frecuentaba: los restaurantes, el Starbucks de su barrio, incluso las tiendas de ropa femenina. Ella se había quejado al supervisor de Cameron, pero eso solo había tenido como resultado un sermón hacia ella, porque supuestamente estaba lanzando señales contradictorias.
¿Estaba allí, intentando asustarla? ¿Quería acobardarla para que volviera a Denver, donde él podía controlar su vida?
Molly apresuró el paso por la acera. Casi había llegado a la luz, y la esquina de Main Street estaba muy cerca. Salió de entre las sombras con un jadeo, y se atrevió a mirar atrás. Creyó ver una sombra, y rápidamente se dio la vuelta y dobló la esquina. Se apoyó en el muro de ladrillo del supermercado, tomó aire y lo exhaló formando una nube de vapor ante sí.
«Esto es Tumble Creek», se dijo. «Estás en las montañas. Era un mapache o una comadreja, o incluso un alce».
Recuperó un poco la calma y miró alrededor de la esquina. No vio nada. ¿Era posible que aquel café barato tuviera demasiada cafeína? Había estado nerviosa todo el día. Su vibrador no había intentado asesinarla, ni tampoco aquel tejón, o lo que fuera.
Se le escapó una risa temblorosa cuando se apartaba de la pared. The Bar estaba en la acera de enfrente, a menos de una manzana de distancia. Alguien abrió la puerta del pequeño local, y la música sonó por la calle. Alguien salió del aparcamiento del supermercado y condujo hacia ella. La vida recuperó la normalidad. Todo iba bien.
Con una sonrisa forzada se dirigió a The Bar.
—¡Molly Jennings! —exclamó el camarero en cuanto ella entró por la puerta.
Molly ladeó la cabeza, observó su rostro y sonrió.
—¡Juan! Tienes un aspecto estupendo.
Era un poco exagerado, pero él sonrió y se encogió de hombros. Juan tenía dos años más que ella. Había sido uno de los jugadores de fútbol estrella en el Creek County Haigh, pero sus músculos se habían ablandado y se habían convertido en algo que se parecía sospechosamente a la grasa. Su sonrisa, sin embargo, seguía siendo amplia y genuina. Molly se sentó en uno de los taburetes de la barra.
—Ha llamado Lori —le dijo Juan—. Ha dicho que llegará un poco tarde. Ha tenido que sacar un coche de una zanja.
—Gracias, Juan.
—¿Qué tomas? ¿Alguna bebida flojucha? ¿Cosmo? ¿Martini? ¿Un zumo de granada?
—Oh, eh, ¿de verdad tienes zumo de granada?
—No, no. Pero tengo zumo de arándanos y de manzana. ¿Qué te apetece?
Molly miró a su alrededor. La mayoría de las mesas estaban ocupadas, y todo el mundo tenía una cerveza o un vaso de chupito delante. Pero, demonios, ella quería un cóctel Cosmopolitan.
Suspiró, y dijo:
—Tengo que hacerme una buena reputación aquí, Juan. Será mejor que me tome una cerveza.
Juan miró hacia ambos lados de la barra y después se inclinó un poco hacia ella.
—¿Y si te hago un martini con limón y te lo sirvo en una copa grande con hielo? ¿Crees que podrías tomártelo como si fuera un vodka con tónica?
Molly se irguió y se echó a reír.
—Sí, demonios. Adelante —dijo.
Después de todo, parecía que aquella noche iba a ir bien.
Mientras Juan le preparaba la bebida secreta, Molly se acercó a la máquina de música para ver qué canciones había. Parecía que no la habían puesto al día desde los años ochenta. Todo era country clásico o rock. Eligió George Strait y volvió rápidamente a la barra, en busca de su bebida.
Cuando volvió a abrirse la puerta, se volvió para decirle «hola» a Lori. Al ver a Ben entrando en el bar se quedó muda. Oh, demonios, aquella noche iba a ir muy bien.
Él iba mirando al suelo, pero la miró por entre las pestañas. Molly se derritió desde la coronilla a los dedos de los pies.
—Hola, Ben —dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Él alzó la cara; llevaba la máscara de policía.
—Me he dejado caer para comprobar que todo va bien, como hago siempre.
—¡Hola, Jefe! —le gritó Juan desde el otro lado de la barra—. ¿Qué te trae por aquí?
Él se puso muy rojo, pero sonrió.
—Ponme una cerveza —respondió.
Molly sonrió, pero al mirarlo con atención, la sonrisa se le borró de la cara. Ben no iba de uniforme aquella noche. Llevaba vaqueros, botas y un viejo abrigo marrón, pero además de eso llevaba una camiseta verde un poco descolorida que le marcaba el pecho. Cuando se quitó el sombrero y el abrigo, ella se sintió como si lo estuviera viendo desnudo, y se excitó.
Oh, Dios, realmente había ensanchado de hombros, y sus brazos se habían vuelto más fuertes. Tenía el pelo ligeramente húmedo. Molly tuvo que contener un gruñido, y contener el impulso de ir hacia él y besarlo.
Nunca había besado a aquel hombre, pero quería comérselo entero, llevárselo a casa para tener una sesión de sexo ardiente. Era joven, guapísimo y delicioso. Y estaba allí. Con ella.
Molly tomó la copa y se bebió la mitad de cuatro tragos.
—Tal vez debería prepararte otra —sugirió Juan, y Molly asintió mientras Ben se sentaba a su lado.
Ella no lo miró. Estaba segura de que, con su instinto de policía, iba a darse cuenta de que estaba a cien.
—Bueno, y… —Ben carraspeó—. ¿Has tenido un día agradable?
—Sí.
Él se movió en el taburete, y su rodilla se rozó con las de ella, y Molly dio un respingo.
—Disculpa —dijo Ben, y alejó un poco la rodilla.
Molly apuró el resto de la copa. Comenzó a sentir un calor agradable en los músculos, y cierta despreocupación. ¿Así que estaba excitada? No era ningún crimen, aunque estuviera pensando en acosar a un policía.
—Estás enfadada, ¿no? —le preguntó Ben suavemente—. No quería ofenderte antes. Hacer preguntas es mi trabajo.
—No pasa nada.
Juan le sirvió la segunda copa a Molly, y ella la tomó entre las manos.
—Lo que pasa es que no entiendo qué estás ocultando, ni por qué. Si me lo dijeras…
—Ni lo sueñes, Jefe —dijo ella. Animada por el siguiente trago de martini, giró su taburete y dejó que sus rodillas le presionaran la cadera a Ben—. Mi secreto es lo más interesante que hay sobre mí. ¡Míralo! ¡Tú ni siquiera puedes alejarte de mí! No niegues que has venido a verme. Ni siquiera estás de servicio.
—Tal vez —dijo él, y miró sus rodillas. Ella llevaba unas mallas negras debajo de la minifalda—. ¿Significa eso que me has perdonado?
—Bueno, mis piernas sí te han perdonado, ¿y no es eso lo importante?
La expresión de Ben se hizo más cálida, y cuando la miró a los ojos, con alcohol o sin alcohol, Molly volvió a sentir una lujuria abrasadora.
—No voy a negar la importancia de eso —murmuró él. Entonces, apartó su mirada sexy de ella y alzó la botella para indicar que estaba vacía, y que quería otra.
La puerta se abrió detrás de ellos, y Molly rogó que no fuera Lori.
«Que haya habido un accidente… ¡sin heridos! Algo pequeño que haya provocado un enorme atasco en el aparcamiento de la gasolinera, y que la tenga ocupada durante una hora más».
Se daba cuenta de que la determinación de Ben estaba flaqueando, como si fuera a quitarse la ropa allí mismo y…
—¡Cuánto tiempo! —exclamó Lori a su espalda.
Ben inclinó la cabeza y se levantó.
—Bueno, os dejo para que os pongáis al día.
—No tienes por qué… —intentó decir ella, pero él ya estaba alejándose. Molly lo vio marchar con una mirada de pena.
—¡No me digas que Miles ha dado en el clavo!
—¿Qué? —preguntó Molly distraída. Qué trasero tan magnífico tenía aquel hombre, todo músculo y…
—¿Estáis liados Ben y tú? ¿No acabas de llegar al pueblo —preguntó Lori, y miró su reloj— hace setenta y dos horas?
—No —dijo Molly, y se echó a reír mientras Lori ocupaba el taburete que Ben acababa de dejar libre—. Llevo cuatro días enteros aquí. Bueno, espera, ¿cuántas horas son cuatro días? ¿Más de setenta y dos?
—Tomaré lo mismo que ella —dijo Lori rápidamente.
Juan arqueó una ceja mirando a Molly.
—Es un martini con limón —confesó ella en un susurro.
—Perfecto.
—Y he estado esperando diez años para estar con ese hombre, así que no me regañes.
—¿Solo diez? —preguntó Lori, con los ojos brillantes como el jade pulido.
—Bueno, es cierto, más bien doce. Ya no aguanto más. Hay algo que se va a caer si no lo uso ya.
—Oh, no, en eso no tienes mi comprensión, Molly. Llevo en este pueblo toda la vida, y la mayoría de los hombres casaderos piensan que soy lesbiana. Tú te fuiste a Denver y extendiste las alas. Y las piernas.
Molly estuvo a punto de escupir el trago que acababa de tomar al estallar en carcajadas. Juan se había ruborizado, así que debía de haberlo oído, pero bueno, seguramente había oído cosas peores.
Cuando se recuperó, Molly miró la cintura y las caderas esbeltas de su vieja amiga, y después, los rizos de su melena corta.
—¿Y por qué piensa la gente que eres lesbiana?
—En primer lugar, porque en el instituto nunca me enrollé con nadie. En segundo lugar, me negué a hacerle una felación a Jess Germaine en el asiento trasero de su coche cuando por fin comencé a salir con chicos. Y tercero, soy mecánica. Todo encaja.
—Bueno, entonces intentaré que no se me caigan las llaves delante de ti.
—Oh, me lanzaría sobre ti como una loca.
Las dos se desternillaron en voz tan alta que algunos parroquianos las miraron.
—Disculpad —dijo Molly—. No es nada.
Los hombres volvieron a sus cervezas, salvo Ben, que estaba sentado al otro lado de la barra, mirándolas como si fueran una película. Miró con desaprobación su copa, pero Molly pidió otra.
—Me he fijado en que has pintado los camiones del Love’s Garage de color lavanda.
—¿A que están preciosos?
—¿Y a tu padre no le importa? ¿Y cómo está, a propósito?
—Murió hace unos meses, Molly.
—¡Oh! ¡Oh, mierda! Lo siento muchísimo, Lori. No me lo había dicho nadie.
—No pasa nada. Hacía mucho tiempo que no vivías aquí.
—Yo… Lo último que supe es que le iba muy bien. Oh, Lori… Lo siento.
—No, era su momento. Estaba listo. Yo lo veía en su mirada.
Molly asintió.
—Entonces, ¿ahora el garaje es tuyo?
—Sí. El garaje, la grúa, las quitanieves, y la gloria, por supuesto.
El tono de su amiga desdecía sus palabras.
—Es estupendo —dijo Molly cuidadosamente—. Pero… Yo creía que solo ibas a dejar los estudios durante un par de años.
—Yo también.
—¿No habías conseguido una beca para Europa, o algo así?
Lori sonrió, pero tenía una mirada de tristeza.
—Algunas veces, la responsabilidad es un rollo, ¿sabes? —agitó la cabeza, y los rizos se le movieron de un lado a otro—. Bueno, ya está bien de hablar de mí. Vamos a hablar de Ben. ¿Alguna vez tuvisteis algo juntos? Yo creía que salías con Ricky Nowell.
—Sí… Demonios, no seguirá viviendo aquí, ¿verdad?
—No, ¿por qué?
—Porque les he contado a muchas personas lo pequeño que tenía el pene, así que sería algo muy embarazoso.
Lori soltó un resoplido, y el martini se le metió por la nariz. Entonces se pasó un minuto tosiendo y enjugándose los ojos. Todos las miraron de nuevo.
Y después de eso, la cosa solo fue a peor.
Ben asintió hacia las dos mujeres achispadas.
—Creo que será mejor que las lleve a casa, señoritas —dijo, como si solo estuviera siendo amable, y no fuera un oficial de policía.
Molly descartó su ofrecimiento con un gesto lánguido de la mano.
—Oh, yo he venido andando, no te preocupes.
—Entonces, insisto.
—¿Qué pasa? ¿Es que piensas que mañana por la mañana me vas a encontrar enterrada en la nieve?
—Todavía no hay nieve suficiente para eso —dijo él, y la llevó hacia la puerta. Molly consiguió caminar sin tambalearse.
Lori los siguió entre risitas.
—Yo solo estoy a dos calles, Ben. No tienes que llevarme.
—Me sentiré mejor si lo hago.
—Sí —añadió Molly—. Además, todo el mundo hablaría de nosotros si nos fuéramos solos. Lori está loca por mí, Ben. Y tal vez te dejemos mirar si nos lo pides con amabilidad.
Dios Santo. Ni la imagen ni el chismorreo que él necesitaba.
—Trato hecho —dijo—. Vamos a mi casa —añadió, y con eso, le cerró la boca rápidamente. Lori se dejó caer contra su espalda, riéndose a mandíbula batiente, y él no pudo evitar sonreír—. Bueno, chicas. Vamos a ver si puedo llevaros a casa antes de que hagáis algo vergonzoso —dijo, y eso provocó otro ataque de risa en ellas—. Nadie va a vomitar, ¿de acuerdo?
—¡Si solo he bebido tres copas! —protestó Molly, pero cuando él se detuvo para abrir la puerta del pasajero de su camioneta, la miró con severidad.
—Bueno, es verdad, cuatro. Pero la primera fue hace dos horas.
—Entonces, ¿esa hilaridad tuya es algo natural?
—¡Sí! ¿Es que no lo sabías?
Sí lo sabía, en realidad, y también sabía que era preciosa antes de que ella apareciera con las botas negras y las mallas y aquella diminuta minifalda. Y llevaba un jersey de cuello alto rosa, un poco ajustado. Rosa, rosa, rosa. Se había convertido en su color favorito.
—Lori, ¿necesitas ayuda?
—No, yo puedo —dijo mientras trepaba a duras penas al asiento trasero. Ben no se molestó en pedirle que se pusiera el cinturón de seguridad. Solo estaban a treinta metros de su casa.
Molly empezó a subir al asiento a cámara lenta, así que, ¿qué podía hacer él, salvo agarrarla por la cintura y ayudarla? Su jersey era muy fino, y Ben sintió la calidez de su piel. Tuvo la tentación de tenderla en el amplio asiento delantero y cubrirla con su cuerpo.
Claro que todo el equipamiento informático que había en medio podía aguar un poco la fiesta. No era exactamente un lecho de plumas.
—¿Ben? —susurró ella.
—¿Umm?
Ella abrió unos ojos como platos y alzó la cara hacia él. Se humedeció los labios, y él se fijó en su boca, que era de su nuevo color favorito… y entonces ella se echó a reír.
Bien. Se le había olvidado por un momento lo de la borrachera.
—Vamos, Jefe —dijo Lori desde atrás, recordándole que también había una amiga. Y además, estaba la complicación del posible intercambio de sexo por dinero.
—Está bien —murmuró él, y cerró la puerta de Molly.
Solo había tomado dos cervezas aquella noche, así que estaba bien para conducir, pero parecía que no estaba tan bien como para poner la mano sobre la curva cálida de la cintura de Molly.
Intentó convencerse a sí mismo de que no tenía una erección en mitad de Main Street, mientras pasaba de un lado del coche al otro y se sentaba tras el volante.
Lori movió la mano desde el asiento trasero mientras él arrancaba el motor y encendía la calefacción.
—Ben, ¿tú crees que soy lesbiana?
—Eh… No, no había pensado en… ¿Por qué? Estás intentando… encontrarte a ti misma o…
—¡Solo quiero tener una cita en condiciones! —gimoteó ella—. ¡Y que no sea con alguien como Ricky Nowell!
—Um, mmm —murmuró él. Con el paso de los años, había descubierto que lo mejor con los borrachos era fingir que los comprendía.
—Si alguna vez surge la oportunidad, ¿me mandarías a un tipo agradable? Yo solo quiero ir al cine, ¿sabes? Y tal vez, un poco de marcha después… ¿Es tan malo eso?
—Por supuesto que no.
Molly estaba agitando la cabeza con seriedad, demostrando toda su solidaridad.
—Lo de que Lori y yo íbamos a hacerlo delante de ti era una broma, Ben.
—Sí, eso ya lo sabía.
—Lori no es lesbiana.
—Sí, también me estoy dando cuenta. ¡Ya hemos llegado!
Lori se incorporó del asiento, y su frente se apoyó directamente en el reposa cabezas de Ben.
—Oh.
Aquello respondió la pregunta de Ben sobre si ella necesitaba que la acompañara a la puerta de su casa. Terminó metiéndola en casa y acostándola en el sofá. Cuando volvió a la furgoneta, Molly estaba acurrucada, con la mejilla apoyada en el respaldo del asiento y los pies metidos debajo de las piernas.
—Hola, Ben —dijo, y abrió los ojos con una sonrisa lenta, somnolienta. Fue el demonio, o tal vez un sátiro errante, el que le susurró que así era exactamente como estaba ella después de haber pasado una noche llena de relaciones sexuales. Así era exactamente como iba a estar a la mañana siguiente.
Ben encendió el motor con fuerza extra, y oyó el chirrido de indignación del motor. Magnífico.
—¿Qué le pasa a tu furgoneta?
—Que está cachonda —murmuró él.
—Ummm.
De nuevo, ella agitó la cabeza comprensivamente. Debía de parecerle completamente normal.
Aunque conocía perfectamente el límite de velocidad, Ben lo rebasó de camino a casa de Molly. Tal vez fuera el profesor Lógico durante el día, pero aquella noche estaba descubriendo una parte nueva de su personalidad. No le importaban las complicaciones, ni los misterios, ni la intoxicación etílica. Sabía que iba a importarle al día siguiente, y eso tampoco le importaba. Deseaba a Molly con todas sus fuerzas.
Las dos horas que había pasado en el bar habían sido un puro placer para él. Había reconocido a la vieja Molly que le gustaba tanto de joven. Ella estaba boba e inmadura, riéndose como una niña, pero confortable, cómoda consigo misma.
Atraía las miradas sin darse cuenta, y no se sentía azorada con la atención, aunque no la necesitaba tampoco. Y se reía. Mucho. Él no se reía demasiado, y pensaba que sería una bendición en su vida oír reírse a una mujer todos los días, todas las horas. Oír la risa de una mujer en su cama.
Hubo algo que se le removió en el pecho y le asustó. Ben disminuyó la velocidad. Tenía que controlarse, o iba a cometer un error grave. No sabía nada de ella, en realidad.
En cuanto paró en su calle, apagó el motor y se giró hacia ella.
—Por favor, dime lo que haces para ganarte la vida.
Ella arqueó una ceja.
—¿Estás intentando medir mi nivel de alcoholemia?
—Por supuesto. Me conoces, Molly. Ya sabes lo mucho que odio los secretos. Sabes que nunca podría confiar en alguien que no fuera sincero.
—Yo estoy siendo sincera —dijo ella. No parecía que estuviera enfadada, solo triste. Seguía acurrucada y somnolienta, sin darse cuenta de que él tenía un nudo en el estómago.
—Debes de hacer algo que te avergüenza, o no lo ocultarías.
—No, no me avergüenza.
En vez de golpearse la cabeza contra el volante, Ben hizo un movimiento calculado, pero placentero de todos modos. Se inclinó hacia ella, acortando la distancia que los separaba en el asiento del coche, y le acarició la sien con la yema del dedo pulgar.
—¿Por qué no me lo dices?
Ella cerró los ojos, y emitió un pequeño sonido, un zumbido, mientras él le pasaba los nudillos por la piel suave. Entonces, le acarició con el pulgar el labio inferior.
—¿Por qué, Molly? —susurró.
Ella abrió los ojos con una mirada de tristeza.
—Hay muchos motivos. Mis padres… Quinn es tan listo, y tiene tanto éxito… Ellos están muy orgullosos de él, como debe ser. Mi hermano es increíble. Sin embargo, yo nunca he sido tan lista como él. Nunca se me dio tan bien el colegio. Ellos entienden que, seguramente, se decepcionarían si supieran qué hago, pero no lo saben con certeza. No pueden estar seguros del todo. Tal vez yo sea espía. Tal vez sea una artista. Sea lo que sea, no pueden medir mis logros contra los de Quinn, porque yo no se lo voy a permitir.
—Por Dios, Moll. Ellos siempre han estado muy orgullosos con las notas y los premios de Quinn, pero a ti te quieren igual.
—Sí, y me gustaría que siguiera siendo así.
—¿Qué significa eso? Dímelo. Te prometo que no le diré nada a Quinn. Dime lo que haces.
Ella se giró y miró por la ventanilla.
—No. Si quieres pensar que soy mala persona, adelante. Mira, sé que dije cosas muy malas sobre Ricky Nowell, y las chicas buenas no hacen esas cosas, pero él fue horrible conmigo aquella noche, y yo…
—¿Ricky Nowell? Yo no… ¿No era tu novio durante el instituto?
—¡Sí, por desgracia! ¡Así que no me juzgues!
—Molly, no sé de qué estás hablando.
—¡Estoy hablando de que no hago nada malo! ¡Si no te gusto, no me importa! Quédate ahí sentado y sé guapo y mírame con desaprobación. Y sé sexy. Y… Yo no tengo que…
Él se inclinó y la besó, y Molly tomó aire bruscamente, y lo contuvo en los pulmones. Ben sonrió contra su boca y aprovechó aquel momento de silencio para explorar la textura de seda de sus labios. Eran tan suaves como él había pensado, cálida y dócil. Sin embargo, no tenía un sabor rosa, sino más bien amarillo.
—¿Por qué sabes a caramelo de limón?
—Oh. He tomado martini con limón.
Entonces, él siguió la dulzura hacia el calor y la humedad. Ella abrió los labios y Ben olvidó todo acerca de los limones. Ella le permitió que la explorara lentamente durante un instante, pero después quiso más, y él también, así que gimió y lo animó a que se hundiera más en su boca.
El deseo se apoderó de él. Era como si siempre hubiera estado esperando aquello, durante incontables fantasías de juventud, cuando sus hormonas habían estado a punto de volverlo loco. Ben la agarró de las caderas y la levantó por encima de los obstáculos que los separaban.
—Oh, Dios mío —exclamó ella, moviéndose contra él para conseguir poner una rodilla a cada lado de sus piernas—. Eso es muy sexy…
Aquel comentario hizo reír a Ben, pero su risa se convirtió en un gruñido cuando, por fin, ella consiguió subirse la falda lo suficiente como para sentarse cómodamente en su regazo. Él posó las manos en sus muslos, porque, ¿qué otra cosa podía hacer? Y la tela negra era como el cachemir, tan suave que pedía caricias.
—Oh, sí, Ben —susurró ella, dándole pequeños besos por la mandíbula—. Tus manos son tan calientes. Tan calientes y tan… grandes.
Dios Santo, ¿le estaba diciendo cosas verdes? Nadie le había hablado así antes, pero estaba muy seguro de que le gustaba. La besó con fuerza y bajó las manos hasta su trasero, y lo tomó en ambas palmas. Encajaba perfectamente. Todo aquel músculo firme y flexible y… además, su boca tenía un sabor celestial.
Y los ruidos que hacía tampoco eran desagradables, precisamente. Le subió más la falda, por las caderas, hasta que consiguió tocar con los dedos la piel desnuda que había por encima de las mallas. Su piel era más suave, incluso, que el cachemir, y estaba ardiendo.
Molly se arqueó hacia atrás, presionándolo con su sexo, y Ben, para facilitar el contacto, la elevó y se deslizó un poco hacia abajo. Cuando ella volvió a balancearse hacia delante, encajó perfectamente sobre el bulto de sus pantalones.
—Ah —suspiraron al unísono.
—Oh, Ben —continuó ella—, esto es realmente bueno…
Demonios, sí, él se sentía realmente bien. Ella comenzó a mecerse hacia delante y hacia atrás, y él soltó sus caderas y metió la mano por debajo de su jersey rosa. Mientras le subía el bajo del jersey, pensó en que más tarde tenía que recordar cómo estaba Molly con aquel sujetador de encaje blanco. Ahora, su prioridad era deshacerse de él, y parecía que ella opinaba lo mismo. Se quitó el abrigo, se agarró el bajo del jersey y se lo sacó por la cabeza. El pelo suelto le cayó por los hombros desnudos.
El delicado sujetador tenía un cierre delantero, así que él solo tuvo que desengancharlo y apartarlo. Ella tenía unos pechos blancos, pequeños y perfectos, y pedían su atención. Él lamió uno de los pezones rosados, dibujando lentamente un círculo a su alrededor.
Ella suspiró, y comenzó a mover las caderas con más rapidez.
—Ben. Sí. Oh, sí. He deseado esto durante tanto tiempo… Desde aquella noche. Te vi, y quise ser ella. Quería estar de rodillas delante de ti, tomándote en mi boca…
Dios Santo. Ben se dio cuenta de que le estaba hundiendo los dedos con demasiada fuerza en la cintura, pero no podía contenerse, como tampoco pudo impedir que su boca fuera demasiado brusca. Pasó los dientes por encima del pezón endurecido de Molly, y ella gimió. Y cuando él le agarró la nuca para mantenerla pegada a sus labios, volvió a gemir de aprobación.
Ben sabía que ella estaba muy cerca del orgasmo, y su fricción también lo estaba llevando a él al borde del éxtasis. Tenía la cabeza llena de ideas contradictorias. Quería llevarla más allá, que tuviera un orgasmo intenso que la hiciera gritar, y también quería levantarla de su regazo, bajarse la cremallera y hundirse en ella profundamente para que llegaran juntos al clímax. Quería llevársela a su casa y hacer aquello bien hecho, en condiciones, en una cama y en privado, durante horas.
Y, Dios Santo, quería que ella siguiera hablándole durante todo el tiempo.
—Ben —jadeó Molly.
—Sí.
—Por favor, yo… Oh, Dios.
Él se trasladó al otro pecho, y lo lamió con más suavidad, porque sabía qué era lo que quería. Y lo consiguió.
Molly comenzó a rogarle.
—Ben, por favor. Por favor. Estoy tan cerca…
Ella metió los dedos entre su pelo, a modo de exigencia y de ruego a la vez. Él se negó a ceder hasta que ella comenzó a sollozar su nombre una y otra vez. Al final, succionó con fuerza, y la tomó cuidadosamente entre los dientes.
Ella tomó aire profundamente y alzó una mano hasta el techo, para apretarse con más fuerza contra su miembro viril. Todos sus músculos se tensaron… y entonces, Ben vio estrellas, y ella estaba gritando, y el mundo explotó en colores y en… ¿sirenas?
Ben, que estaba justo al borde del orgasmo, miró hacia arriba y vio que Molly había apretado el control de la luz de la furgoneta. La sirena estaba aullando y las luces rojas y azules bailaban e iluminaban la casa de Molly. Y las de los vecinos.
—Oh, mierda.
Ella todavía estaba estremeciéndose contra él.
—¡Molly! ¡Molly! —exclamó él. Intentó apagar las luces y la sirena, pero ella no movía los dedos—. ¡Aparta la mano, Molly!
Ella movió la mano que no era y le soltó el pelo.
Por fin, él pudo aflojar sus dedos del control, y apagó la luz y el sonido. Pero, por supuesto, era demasiado tarde. Las luces de los porches comenzaron a encenderse. Ben se preguntó si habría estado encendido el altavoz.
Mierda, mierda, mierda. Un segundo más y aquello habría terminado para él en un orgasmo como los del instituto; y sin embargo, ahora tenía que pensar en la mejor manera de salir de aquello. Tomó el jersey de Molly y se lo puso por la cabeza. Ella pestañeó por encima del cuello alto.
—Será mejor que te vistas, nena. Estamos a punto de tener compañía.
—Oh, Dios, lo siento —dijo ella con la voz temblorosa, mientras metía los brazos por las mangas del jersey—. Lo siento mucho.
—No pasa nada, Molly. No pasa nada. Cálmate.
—¡Sí pasa!
Varias sombras oscuras salieron a los porches y se acercaron a los escalones con el cuello estirado.
—No creo que nadie se haya dado cuenta. Recoge tu abrigo y te acompañaré a la puerta de casa.
—¿Nadie se ha dado cuenta? —preguntó ella, y comenzó a mirar a su alrededor, así que Ben tomó su abrigo y se lo dio.
—Ten. Tu gorro está debajo de mi pie, ¿puedes recogerlo?
Con aquello, la distrajo lo suficiente como para que la mayoría de los vecinos se rindieran a causa de la nieve y entraran a espiar desde la ventana.
Él no sabía por qué estaba intentando protegerla. La edición del jueves de aquel periodicucho iba a contarlo todo con detalle. Sin embargo, a él no le parecía bien que su placer terminara así, con mortificación y arrepentimiento.
—¿Molly?
—¿Sí?
Ella, que se estaba poniendo el gorro, lo miró, y él le dio un beso suave, sencillo.
—Me he divertido esta noche.
—Oh —dijo ella, y con un suspiro, cerró los ojos y sonrió—. Oh, yo también.
No había nada más que hacer, así que Ben la acompañó a la puerta, le echó un sermón porque a ella se le había olvidado cerrarla con llave, declinó su invitación a pasar la noche allí y se despidió.
Ben volvió a la furgoneta sintiéndose contento de que, al menos uno de ellos, fuera a pasar una noche plácida y satisfecha.
Increíble. Molly Jennings había perdido el control.
Un búho ululó desde algún árbol cercano, seguramente, molesto por el humano que estaba oculto entre los arbustos, asustándole a todas las presas. Pero la sombra que acechaba a Molly no le prestó atención.
Aquella chica acababa de mantener relaciones sexuales en una furgoneta, en público, con un hombre a quien apenas conocía. Y solo llevaba cuatro días en Tumble Creek.
Cuando cerró la puerta de su casa, no parecía que estuviera muy avergonzada de sí misma. Seguramente, incluso sabía que la habían estado mirando y se lo había pasado bien de todos modos. Eso encajaba con su personalidad. Siempre estaba llamando la atención.
Tal vez tuviera la costumbre de acostarse con hombres extraños en público. Tal vez se había acostado con todos los clientes del bar aquella noche, antes de marcharse con el Jefe Lawson.
Y seguramente se sentía segura allí, viviendo una vida de ensueño en aquellas montañas; sin embargo, los picos afilados y las noches heladas habían destrozado a miles de hombres durante los siglos. Sería fácil conseguir que cambiara de opinión y que se marchara del pueblo.
El dispositivo para abrir cerraduras se movió en su bolsa. Era una herramienta pesada, pero muy valiosa. La gente, las mujeres solteras en concreto, cerraban las puertas con llave por la noche, y se sentían seguras, pero eso era por pura ignorancia. Todos los cerrajeros tenían uno de aquellos aparatos con el que podían abrirse cerraduras baratas. Todos los cerrajeros… y todos los departamentos de policía.
Molly dormiría profundamente aquella noche porque no sabía que era vulnerable. No sabía que alguien podía pasearse por su casa sin miedo, que podía incluso situarse junto a su cama para verla dormir.
Sin embargo, muy pronto iba a comprender su error. Su instinto femenino intentaría advertírselo, y el miedo se abriría paso poco a poco en su cabeza, pero ella no tendría prueba de nada, ninguna señal de que su terror tenía alguna base.
Tendría miedo. Se sentiría confusa. Y pronto tendría paranoia. Y entonces, se marcharía de Tumble Creek y volvería a Denver, que era donde debía estar.