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Capítulo 5

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Actriz erótica online.

—Dios Santo —murmuró Ben, y suspiró.

Era una posibilidad factible. Mejor que las dos primeras. No era nada ilegal, podía hacerlo desde casa y podía ganar un montón de dinero. ¿Y cómo demonios iba él a descartarlo, o a darlo por válido?

Tenía el informe de sus antecedentes en el monitor, y la pantalla lo bañaba con una luz de censura. Nada. Ni siquiera una infracción de tráfico. Molly Jennings era una buena chica, por lo menos respecto a la ley. Respecto a él, era mala de una manera fascinante. Sin embargo, todavía no sabía hasta qué punto era mala.

Pocos días antes no habría sido capaz de imaginársela haciendo espectáculos de sexo por dinero, pero ahora se la imaginaba perfectamente. Era muy fácil de… mirar. E incluso más fácil de escuchar, y demonios, ¿y si era así como había aprendido a excitarlo a él con tanta facilidad como apretar un interruptor?

—Por favor, no —le susurró al ordenador.

El vasto universo del sexo online apareció en su horizonte. Era brillante, ominoso y peligroso. Nunca la encontraría allí, aunque se dedicara a buscarla durante semanas. Lo cual también le planteaba la pregunta de cómo iba a buscarla, de todos modos. En casa estaba conectado a Internet por el teléfono, y no se no imaginaba cómo iba a explicarle al alcalde el motivo por el que había visitado cientos de páginas de contenido sexual en el despacho de la comisaría, acechando a una ciudadana que no había infringido ninguna ley.

Magnífico. Aquel era justo el tipo de comportamiento al que Ben había aspirado durante toda su vida.

Tomó su café, que se había quedado helado, y que estaba sobre un ejemplar del último número del Tumble Creek Tribune. Había llamado a Molly el viernes por la mañana para disculparse y advertirle lo que se avecinaba, pero no parecía que a ella le hubiera preocupado mucho. Él, por su parte, había tenido ardor de estómago durante el resto del fin de semana, pero al encontrar el periódico en su porche, aquella mañana, la columna solo le había resultado ligeramente irritante.

Declaro oficialmente que nuestro estimado Jefe Lawson es un adicto al trabajo. Tal vez recuerden que la semana pasada fue a saludar a nuestra nueva vecina, Molly Jennings, con un entusiasmo inesperado. Esta semana se ha convertido en una brigada de bomberos de un solo hombre que ha ido a apagar un incendio a casa de la señorita Jennings en mitad de la noche. Incluso utilizó la sirena para anunciar su llegada.

En cuanto a la señorita Jennings, representa todo un misterio. Su propio hermano ha confirmado que mantiene en secreto su ocupación laboral… ¡incluso con su familia! El jueves que viene, más detalles.

Así pues, nadie había visto a Molly medio desnuda en su furgoneta, o nadie se lo había dicho a Miles, aunque aquel desgraciado había olisqueado por fin el quid de la cuestión. ¿Quién era Molly Jennings? Sin duda, Miles iba a agarrarse a aquello como un pit bull hasta que consiguiera saber la verdad. Ben tenía que averiguarla antes que él.

Que el Jefe de Policía saliera con una mujer soltera no tenía nada de escandaloso. Tal vez la gente sonriera al leer aquellos detalles, y tal vez hablara de ello con sus amigos, pero eso no era un escándalo. Ben había vivido un auténtico escándalo, y sabía cuál era la diferencia.

Había visto a la gente pararse en mitad de sus recados para quedarse mirando a su familia. Había visto a los padres de sus amigos apartar a sus hijos antes de que ellos pudieran acercarse. Había visto una diversión odiosa en caras que conocía de toda la vida. Y pena. Y asco. Y hostilidad. Burla, superioridad, deleite y tristeza.

Todo lo que él sabía sobre sí mismo se había resquebrajado y se había desmoronado el día en que su padre se había acostado con una muchacha que solo tenía un año más que él. Era una suerte que la muchacha tuviera dieciocho años en aquel momento, pero no que todavía estuviera en el instituto. Al principio había habido negación, después detalles irrefutables, y finalmente, admisión, confesiones y disculpas. La policía había investigado, y la junta escolar había celebrado reuniones de urgencia. Su padre había sido despedido, y la familia había pasado dificultades económicas. La gente del pueblo se había indignado, su madre había pasado un calvario de horror y de dolor y él, de confusión y de ira. Hubo habladurías sobre la vida sexual de su padre, y finalmente, el divorcio. La quiebra económica. Y todo ello había sido narrado con todo lujo de detalles en el periódico de Miles.

Por lo tanto, Ben sabía cuál era la diferencia entre un chismorreo inofensivo y un escándalo verdadero. Un escándalo de verdad sería que el Jefe de Policía de Tumble Creek saliera con una prostituta o una estrella del porno. A Miles le encantaría. Y él se convertiría en una imagen de su padre. No podía salir con Molly Jennings hasta que supiera la verdad.

—¡Feliz Halloween, Jefe de Bomberos! —le dijo su segundo al mando, cuando pasaba a su lado, y agitó el periódico ante él, por si acaso Ben no entendía la broma.

—Vete a la porra, Frank —le respondió Ben alegremente.

Brenda apareció casi al instante en la puerta y miró con desaprobación hacia la espalda de Frank.

—Lo siento, Jefe. Usted no tiene por qué soportar estas tonterías.

—No pasa nada, Brenda, de veras.

—A Miles Webster deberían fusilarlo.

—Solo está haciendo su trabajo —dijo él. Se le atragantaron las palabras, pero consiguió pronunciarlas.

—Trabajo —repitió Brenda, y se sonrojó de ira.

—¿Tienes algún mensaje para mí? —le preguntó él rápidamente.

Ella se calmó.

—No, pero quería que le recordara que debía ir a inspeccionar las puertas de la mina antes de esta noche.

Él suspiró.

—Es cierto. Ayer fui a ver tres de ellas, pero me falta la que está en lo alto del risco. Por ahora parece que todo está en orden.

—Tenga cuidado si sube allí. Parece que está un poco cansado.

—No, estoy bien.

—Ah, casi se me olvidaba —dijo ella, y se acercó para dejar un tupperware en su escritorio.

Ben sonrió al percibir el aroma del tomate y las especias.

Su estómago emitió un gruñido.

—¿Chili?

—Sí, señor —dijo ella. Le brillaron los ojos de satisfacción, y sus mejillas se convirtieron en dos globos sonrosados cuando sonrió. Verdaderamente, se parecía a su madre.

—Gracias, Brenda. Esto me va a ayudar a pasar una noche muy larga.

—Trabaja demasiado —dijo ella, agitando la cabeza—. Intente no meterse en ningún lío, ¿de acuerdo?

Ben no respondió. No podía, porque lo que realmente quería hacer era meterse en un lío. Completamente. Como si nunca hubiera aprendido nada en absoluto de su padre.

—Love’s Garage.

—Lori, soy Molly. ¿Podría pedirte un favor?

—No será nada relacionado con el martini, ¿verdad? Todavía tengo resaca.

Molly se echó a reír.

—Tenemos que sacarte de casa más a menudo.

—Yo… ¿de veras? Bueno, estoy de acuerdo. Es como un entrenamiento, ¿no? La práctica lleva a la perfección.

—Empezaremos mañana. Pero primero… Mira, se supone que va a nevar este fin de semana, y necesito que me hagas un favor. Si me quedo atascada en la nieve, ¿podrías sacarme y… lo más importante de todo, no decírselo a Ben?

—Bueno, yo no le informo normalmente, así que no hay problema. Pero, si estás preocupada, ¿por qué no te haces con un todoterreno?

—Tenía uno elegido en Denver, pero no aceptaron mi oferta. Me voy a quedar con el Mini hasta que pueda convencerlos. Creo que están a punto de ceder.

—Y yo creo que tú estás a punto de romperte la cabeza en ese cochecito.

—Eh. Voy a estar perfectamente. Y mientras, me lo estoy pasando en grande asustando a Ben.

Ambas seguían riéndose cuando Molly colgó, pero su buen humor se esfumó enseguida. Iba a tener que llamar a Cameron, porque estaba empezando a sentirse así otra vez. A sentirse como en Denver. A sentirse observada, a sentir que había cosas que no encajaban.

Primero, los ruidos que había oído mientras iba a The Bar, y después, el hecho de encontrarse abierta la puerta de su casa. Aunque creía que lo había olvidado, a la mañana siguiente se despertó con ello en la cabeza… «Juraría que había cerrado con llave». Pero tal vez no lo había hecho, o tal vez la cerradura fuera difícil de girar. Y ese también era el problema: todos los crujidos y los sonidos que hacía la casa al enfriarse por la noche.

En su paranoia, incluso había dejado que el último correo electrónico de la señora Gibson la afectara. Tal vez aquella viejecita no fuera tan indefensa. Tal vez fuera como Kathy Bates en Misery, y no una abuelita excéntrica. Sin embargo, al lanzar en Google una búsqueda con el nombre y la dirección de la señora Gibson, había obtenido información sobre una mujer de ochenta años que vivía en una residencia de Long Island y escribía con frecuencia cartas al director del periódico local. La señora Gibson no solo se indignaba con la ficción erótica, sino también con las escuelas liberales y los impuestos sobre el consumo.

Así pues, quedaba eliminada como acosadora. Eso solo dejaba a Cameron.

Molly pensó que debería comprarse un arma para poder dormir bien. O un perro.

—Probablemente, un perro —le dijo al teléfono.

Sonó el timbre de la puerta, y Molly dio un respingo. El auricular se le calló al suelo del susto.

—¡Ya va! —gritó, y tomó un cuenco de dulces por el camino. Los niños de aquel pueblo no tenían demasiadas casas que visitar, así que ella había llenado un cuenco de caramelos y paquetes de chicles, y todos sus visitantes se lo habían agradecido, hasta el momento, con grititos de alegría.

—¡Truco o trato! —le gritó una niñita desde detrás de su bufanda, mientras su madre la saludaba desde el final de las escaleras.

Molly sonrió a la niña, que llevaba una parka gruesa, unas mallas blancas, un tutú rosa que sobresalía por debajo de la parka y una coronita sobre el gorro de punto.

—¡Vaya, qué princesa tan guapa! —le dijo Molly, mientras metía una chocolatina en la bolsa de la niña. A la pequeña se le abrieron mucho los ojos. «Oh, sí», pensó Molly, «soy como una estrella de rock en este pueblo»—. Todas las princesas se merecen chocolate.

Los enormes ojos brillaron, y a Molly se le hinchó el corazón. Adoraba a aquella pequeña…

—¡No soy una princesa!

Oooh. Eso no parecía un grito de deleite.

—¡Oh! Lo siento, yo…

A la niña comenzaron a caérsele unas lágrimas enormes sobre la bufanda. Molly miró con desesperación a su madre, pero ella seguía abajo, encogiéndose.

—¡No soy una princesa! —gritó la niña, agitando una varita que previamente llevaba escondida—. ¡Soy un hada! ¡Un hada!

La madre subió para tomarla de la mano.

—Kaelin, vamos, cariño…

—¡No quiero llevar el abrigo! ¡Nadie me ve las alas! —gritó, y se dejó caer al suelo sollozando, rodeada de nylon impermeable—. ¡Te dije que nadie me veía las alas!

—Oh, por el amor de Dios —murmuró la madre, mientras tomaba en brazos a la niña.

—Lo siento —susurró Molly con horror.

La niña se retorció y volvió a gritar que era un hada, antes de que su madre se la llevara.

Molly no se extrañó de que Ben apareciera precisamente en aquel instante. Salió de su furgoneta justo cuando la madre estaba dándole un sermón a la niña en el césped delantero. Él se les acercó y esperó a que la niña dejara de llorar y lo mirara.

—Feliz Halloween, Jefe Lawson —dijo con tristeza.

—Feliz Halloween, Kaelin. Nunca había visto un hada tan guapa. Parece que acabas de salir de un palacio de nieve mágico.

—¿De verdad? —susurró la niña con reverencia—. ¿De verdad?

—Los oficiales de policía no mienten —dijo él; se sacó un paquete de caramelos del bolsillo y se lo puso en la bolsa a la niña. Ella sonrió como si acabara de darle unos diamantes.

—Gracias, Jefe —balbuceó la madre llena de agradecimiento, y después se llevó a la niña a la casa siguiente.

Ben sonrió a medias, con arrogancia.

—¿Haciendo llorar a los niños en Halloween, Moll? ¿Eso es algo que aprendiste en la gran ciudad?

—¿Cómo demonios has sabido que era un hada?

—Por la varita.

A Molly se le hundieron los hombros.

—Yo no había visto la endemoniada varita.

—No es culpa tuya. Yo estoy entrenado para fijarme en los detalles.

—Creo que me gustabas más cuando eras tímido.

La media sonrisa se transformó en una sonrisa resplandeciente, y Molly se quedó sin respiración. Sus siguientes palabras, sin embargo, le causaron una gran ansiedad.

—Hablando de detalles, este paquete estaba encima de tu buzón. Es de Cameron Kasten. ¿Es el tipo que no es un exnovio?

—Sí —dijo ella, preguntándose qué demonios significaba aquello. Aunque él le tendió el paquete, ella se limitó a mirarlo fijamente.

Ben lo miró también, y después volvió a mirarla a ella, con el ceño fruncido.

—¿Vas a decirme qué pasa?

—No —respondió Molly.

Recuperó la compostura, tomó la caja y entró al calor de su casa. Ben la siguió. Oh, claro, ahora sí quería entrar.

Molly arrojó la caja a una mesa y se dirigió hacia la cocina.

—¿Te apetece un trozo de tarta de manzana casera?

—¿Quién la ha hecho?

—Yo.

—¿Tú? ¿Qué te ha pasado?

—¡Café! —exclamó Molly, y con solo decir aquella palabra, se animó—. ¡Me ha llegado el café! —dijo, y señaló un paquete abierto de FedEx.

—Ya veo.

Siguió la mirada de Ben, que a su vez, seguía un rastro de granos de café que había por el suelo y por la encimera.

—Lo siento, estaba muy emocionada. ¿Quieres un café con leche? He puesto a funcionar mi máquina de café de chica de ciudad.

Él ladeó la cabeza como si estuviera pensando en algo. Unos segundos después, sus hombros perdieron la rigidez.

—Tú tienes café y tarta. Yo tengo un tupperware de chili en la furgoneta. Esto parece una cena.

—¿Una cena? ¡Esto es una cita!

Pero Ben ya estaba negando con la cabeza.

—No. Sería una cita de verdad si yo te llevara en coche hasta mi cabaña, donde cenaríamos en frente de la chimenea. Vino. Postre. Y después, tal vez diéramos un paseo hasta los manantiales de agua caliente que hay al borde de mi parcela. Yo te desnudaría y te metería en uno de ellos. Y entonces, Molly, haríamos el amor en la parte más caliente del agua mientras los copos de nieve se deshacían en tu piel. No nos importaría el frío. No nos importaría nada más que conseguir más y más el uno del otro. Eso sería una cita.

Dios Santo, sí lo sería.

Él continuó.

—Sin embargo, no estamos saliendo porque tú te niegas a decirme nada sobre ti misma. Así que vamos a comer chili y tarta en la cocina, y eso es todo.

—¿Eso es todo? —susurró ella.

Él alzó las manos con arrepentimiento.

—¿Ese Cameron Kasten es alguien con quien trabajas?

Molly tuvo que reprimir el impulso de tirarle la tarta a la cabeza.

—Cállate y trae el chili. Y no te pongas tan seguro de ti mismo. ¿Es que crees que no podría conseguir que te quitaras la ropa si quisiera?

Él se marchó sin decir una palabra, aunque a ella le pareció que estaba un poco preocupado. Bien. Le estaría bien empleado, si se desnudara y se tumbara en la mesa de la cocina a esperarlo. Y tenía nata montada, además.

Ummm. Tal vez…

Pero entonces, él ya estaba de vuelta con un gran tupperware.

—¿Por qué llevas chili en la furgoneta?

—¿Por qué has pedido tú que te instalen esa antena de Wi-Fi tan grande en el tejado de tu casa?

—¿Cómo? —respondió ella, pero cambió de tema rápidamente—. Mira, siento muchísimo lo del periódico. No debería haberte seducido para… ya sabes.

—Yo no lo llamaría seducción.

—Espera. ¿Qué demonios significa eso?

—Significa que estabas borracha y que tenías una ligera incoherencia, y que yo debería haber tenido más sentido común.

—¿Una ligera incoherencia? Vaya, qué imagen más bonita acabas de describir.

Ella tenía un recuerdo muy agradable de aquella noche, pero de repente se sintió abrumada con una versión muy distinta. Una escena en la que ella, borracha y torpe, hacía bromas sin gracia y se masturbaba contra un hombre que no quería.

Oh, demonios, había usado a Ben Lawson de juguete sexual.

Molly se tapó los ojos con las manos. No, no podía haber sido así. Bueno, sí, ella lo había usado de juguete sexual, pero él sí quería. De hecho, su boca había sido de lo más amistosa.

Ben le tocó una mano, y ella lo miró por encima de los dedos.

—Te dije que me lo había pasado muy bien, Molly. Y recuerda que los policías no mienten.

—Pero yo creía que te había usado.

—Oh, claro que me usaste. Y estoy tan traumatizado que apenas puedo mantener las manos alejadas de ti, aunque he estado pensando en todas y cada una de las razones por las que no debería hacerlo.

Su mirada, que normalmente era cautelosa y reservada, se iluminó. Los ojos se le llenaron de vida y de calor. De calor ardiente. Y aquel fuego la alcanzó y le quemó los nervios, sobre todo los nervios más importantes.

Ben había vuelto a hacerlo. La había excitado con una mirada. ¿Cómo era posible?

Molly dejó caer las manos lentamente y miró con la boca abierta a aquel hombre que había perdido cualquier rastro de familiaridad. Ya no era el profesor Lógica, era solo sexo, puro y fabuloso.

Y solo había una manera de conseguirlo.

—De acuerdo, te diré…

El timbre de la puerta interrumpió aquella confesión que había estado a punto de hacer dejándose llevar por el ansia de sexo. Ben entrecerró los ojos, y su rayo de súper seducción se intensificó.

—¿Decirme qué, Molly?

El timbre de nuevo.

Oh, Dios, quería decírselo todo para que se la llevara a la cama y la dejara cumplir sus fantasías.

Salvo que no lo haría. Porque sus fantasías eran el problema.

Alguien llamó a la puerta con impaciencia, golpeando con el puño. Molly sacudió la cabeza con disgusto hacia Ben y sus poderes de persuasión.

—¿Te enseñan eso en la academia de policía?

Antes de que él pudiera responder, ella se giró y caminó hacia la puerta.

—Feliz Halloween —les refunfuñó a los tres adolescentes que había en el umbral, y les llenó la bolsa de caramelos.

Ellos le dieron las gracias y se marcharon, y ella cerró la puerta.

—¿Qué era lo que ibas a decirme? —preguntó Ben.

—Nada, nada. Se ha roto el hechizo.

—¿Qué hechizo?

—Ya sabes, el de tus ojos y tu mirada sexy.

—¿Mi mirada sexy? Por el amor de Dios, Moll.

Ben se echó a reír con ganas, y Molly se quedó anonadada al oír su risa contagiosa. No había vuelto a oírle reír así desde que tenía veintidós años y estaba borracho. Se le había olvidado el poder que tenía sobre ella aquel sonido.

—¡Y eso tampoco! A menos que vayas a ceder, claro.

Él apoyó el hombro contra la pared y sonrió.

—Creo que debería llamar a Quinn y averiguar qué medicación tomas, y asegurarme de que tienes todas las medicinas para este invierno. Está claro que has perdido la chaveta.

—Bueno, pues si no vas a ceder, por lo menos haz la cena —le dijo ella, pasando hacia la cocina—. No he comido nada salvo tarta de manzana desde el mediodía. Y caramelos, claro, pero eso no hace falta decirlo. Es Halloween.

Él asintió y comenzó a moverse con calma entre los armarios y el microondas, y puso los platos, los cubiertos, los vasos y las servilletas en la mesa. Molly sabía que debería ayudar, pero el espectáculo era tan agradable que no se movió. Se limitó a seguir apoyada en la encimera y mirar a Ben moviéndose por su cocina. Tenía unas caderas estrechas que acentuaban la anchura de sus hombros y su pecho. Y qué trasero. Y el resto… ella tenía verdaderas ganas de verlo todo. Todavía lo recordaba desnudo aquella memorable noche, totalmente excitado e… impresionante. Era como una obra de arte.

El delicioso olor del chili que se calentaba en el microondas interrumpió sus divagaciones.

—¿Te apetece una cerveza? —le preguntó a Ben—. ¿O prefieres una copa de vino?

Ben miró el reloj y comenzó a servir el chili humeante.

—No, mejor nada de alcohol. Si hay algún problema, me llamarán.

El olor especiado llenó la cocina, y Molly notó que se le hacía la boca agua.

—Ummm… Qué bien huele.

—Lo ha hecho Brenda.

—Bueno, pues por favor, dile a Brenda que es una diosa.

Molly puso música en el reproductor de CDs y se sirvió un refresco.

Comieron en silencio, pero intercambiaron miradas que pronto pasaron de ser cautelosas a desafiantes.

—¿No vas a abrir el paquete? —le preguntó Ben por fin, dejando la cuchara en el plato con algo de brusquedad.

—No.

—Entonces, ¿sabes lo que es?

En realidad, no lo sabía, pero sí sabía que era de Cameron, y eso significaba que lo que hubiera dentro era perfecto y estaba lleno de significado, e iba a hacer que ella vomitara.

—No voy a abrirlo delante de ti solo porque tú seas un cotilla.

—Cameron Kasten —dijo Ben pensativamente, y a Molly se le ocurrió que podía haber problemas.

—Ni se te ocurra —le dijo.

—¿Que no se me ocurra qué?

—No me va a parecer nada agradable que te pongas a remover la porquería a mi alrededor.

Él la miró a los ojos.

—Ya me has investigado, ¿verdad?

Él apretó la mandíbula.

—Eso no es sobre mí.

—Claro que sí. Tú eres el que tienes el problema. No hay nadie más que esté fisgoneando en mi vida por aquí, ¿no?

—¿De veras? Porque Miles llamó a tu hermano para preguntarle cosas sobre ti, y después puso su misteriosa respuesta en un periódico.

—¿Te estás poniendo a la altura de Miles, Ben?

—¡Claro que no!

Ella oyó una risita lejana y la llamada de alguien en la puerta.

—Disculpa. El deber me llama.

Se libró de los niños rápidamente; algo sorprendente, teniendo en cuenta que una de ellas era la nieta de Miles… que iba acompañada por su abuelo, que miró significativamente, y con una sonrisita de petulancia, la camioneta de Ben.

Molly cerró de un portazo y no le dijo nada a Ben. Le dio café y tarta de manzana de postre, y lo mandó a su casa.

E-Pack HQN Victoria Dahl 1

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