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29/8/2009 Una guerra de treinta años (I)

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La primera gran guerra europea empezó con la defenestración de tres consejeros imperiales católicos. El 23 de mayo de 1618, un puñado de encolerizados protestantes arrojó al vacío a los tres consejeros desde el cuarto piso del castillo de Hradschin, que domina Praga. La caída de los consejeros fue el detonante de una guerra que asoló Europa durante treinta años, aunque no se trató solo de un conflicto religioso; también fue político, ya que se enfrentaron partidarios y enemigos del Sacro Imperio Romano Germánico (Primer Reich), que no era sagrado ni imperio.

La última gran guerra europea que ha conocido la historia empezó, el 1 de septiembre de 1939, con una patraña sangrienta. La Wehrmacht recibió la orden de invadir Polonia al amanecer de aquel día, pero las primeras víctimas se registraron una noche antes, cerca de la población de Gleiwitz (o Gliwice), próxima a la frontera con Polonia. Soldados de las SS sacaron a doce prisioneros del campo de concentración de Oranienburg —en las afueras de Berlín—, les obligaron a vestirse con unos uniformes y los mataron. Los cadáveres fueron expuestos después ante la prensa extranjera como «bajas polacas». Los miembros de las SS tomaron a continuación la emisora de radio de Gleiwitz. Hablaban en polaco y, a micrófono abierto, anunciaron que sus camaradas estaban invadiendo Alemania.

Otro preso de Oranienburg fue entonces asesinado y abandonado como «baja polaca». Al día siguiente, Hitler utilizó la patraña para justificar la invasión de Polonia. «Por primera vez, soldados polacos han atacado nuestro territorio; desde las 5.45 horas estamos contraatacando», dijo Hitler a los diputados alemanes. Gleiwitz no fue la causa de la Segunda Guerra Mundial. La derrota alemana en la Primera Guerra Mundial —«un conflicto trágico e innecesario de orígenes misteriosos», como ha escrito John Keegan— se selló con un tratado de paz firmado en el Salón de los Espejos de Versalles, donde medio siglo antes había sido proclamado el Imperio alemán (Segundo Reich). Por parte aliada, el documento fue suscrito por el presidente estadounidense, Woodrow Wilson; el primer ministro británico, David Lloyd George, y el presidente del Gobierno francés, Georges Clemenceau. Considerado un diktat por los alemanes, el tratado puso de manifiesto la dureza de los vencedores, que aprobaron, pese a las reservas de Wilson, unas vengativas reparaciones de guerra. Pero el Parlamento alemán acabó aceptándolo. Y el Gobierno del socialdemócrata Otto Bauer asumió la responsabilidad; la derecha y el Estado Mayor Imperial se opusieron, lo que marcó el inicio de la leyenda de la puñalada por la espalda, que fue fatal para la República de Weimar. Después de Versalles, Estados Unidos impulsó la Sociedad de Naciones, pero no formó parte de ella, y eso hizo que Francia y Gran Bretaña dominaran el escenario, aunque divididos por Alemania.

Francia, que sufrió la guerra en su casa, no perdonó; Gran Bretaña, que se consideraba recompensada con las colonias y la flota alemana, que logró a precio de saldo, favorecía la reintegración de Alemania. Estas diferencias alimentaron la ambición de Hitler. Primero se retiró de la Sociedad de Naciones; en 1935 violó las cláusulas de desarme; en 1936 envió tropas a la zona desmilitarizada; en marzo de 1938 anexionó Austria a Alemania; seis meses después, en Múnich, el británico Neville Chamberlain y el francés Édouard Daladier aceptaron la anexión de los Sudetes (Checoslovaquia), y en agosto de 1939 Berlín firmó un pacto de no agresión con Moscú. ¿Qué provocó, entonces, la guerra? ¿Las vengativas reparaciones de Versalles, como advirtió sabiamente John Maynard Keynes, o el caos de la economía alemana de entreguerras? La conflagración se debió a dos fracasos ante el síndrome milenarista y la demonología antisemita del nazismo: el fracaso de los que se creían realistas y el de los que se decían idealistas. Los primeros bendijeron un tratado de paz que pretendía ser realista, pero que logró lo contrario de lo que consiguió el realismo con Alemania después de 1945. La guerra que pretendía acabar con todas las guerras solo hizo que esta cambiara a peor, y que preparara el camino hacia otro conflicto. Y los idealistas también fracasaron porque la Sociedad de Naciones, sin Estados Unidos, se demostró inoperante.

La Paz de Westfalia puso fin a la guerra de los Treinta Años y fue la puntilla para el Sacro Imperio, después enterrado por Napoleón. Y la Segunda Guerra Mundial fue la prolongación de la Primera, que así duró tres decenios.70 La idea de que el mundo se dirige en el siglo XXI hacia un escenario en el que ya no habrá más conflictos a causa de la naturaleza de los Estados solo debe interpretarse como un pensamiento utópico.

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