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19/5/2007 Excepcionalismos

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Parece que el excepcionalismo ya no es nada excepcional. El término excepcionalismo, en materia de relaciones internacionales, suele reservarse casi en exclusiva a Estados Unidos, que no es un país que se diga hecho por la historia sino por una idea. Otra excepción es Israel, cuyo motor fundacional fue el sionismo. Y si rebuscamos en los libros de historia, daremos con la Unión Soviética, producto de otra ideología. Pero en Europa es la historia la que manda, aunque eso no quita que Francia haya sido vista históricamente como una excepción o que Gordon Brown, el próximo sucesor de Tony Blair, hable ahora de un «excepcionalismo británico».

El excepcionalismo es una teoría o creencia por la que alguien, pero especialmente una nación, se considera diferente al resto. Es lo que ocurre con Estados Unidos. Alexis de Tocqueville fue el primero en calificarlo de país excepcional. Pero al decir excepcional, Tocqueville no quería decir que fuera mejor o peor que otros países, sino simplemente distinto. Y ¿por qué sería diferente? G. K. Chesterton lo explicó de manera bien clara: «América es la única nación que se ha fundado sobre un credo». Ser estadounidense supone, de esta manera, la aceptación de un compromiso ideológico, basado en la libertad, el individualismo y el libre mercado, y no una cuestión de nacimiento o de historia. Seymour Martin Lipset, uno de los inspiradores del movimiento neoconservador, explicó el excepcionalismo estadounidense en los siguientes términos: «Los americanos son moralistas utópicos que pretenden institucionalizar la virtud, destruir al diablo y eliminar las instituciones y prácticas malignas» (American Exceptionalism: a Double Edged Sword, W. W. Norton & Company, 1996). Si esto es así, de Paul Wolfowitz, que esta semana ha anunciado su dimisión como presidente del Banco Mundial, podría decirse que es la excepción del excepcionalismo.

Quien fuera uno de los influyentes ideólogos de la intervención militar estadounidense en Iraq ha aceptado abandonar el cargo, pero no sin antes salvar algunos muebles. Wolfowitz decidió, de forma arbitraria, ascender y aumentarle el sueldo a su pareja; ahora ha logrado pactar, ante el disgusto de más de un europeo, que el Banco Mundial reconozca que el compañero de viaje de Lipset actuó éticamente y de buena fe. Wolfowitz, pues, es un caso bien excepcional. En Europa, las naciones se consideran deudoras de la historia y no de una ideología. Winston Churchill, que fue un realista excepcional, explicó la diferencia un día de 1940 en la Cámara de los Comunes. A Churchill le pidieron en aquellos tiempos, que eran de guerra, que promoviera la ilegalización del Partido Comunista, entonces contrario a intervenir en el conflicto. En su respuesta, el líder conservador dijo que el Partido Comunista estaba integrado por ingleses y que él no tenía nada que temer de un inglés. Gordon Brown parece tener ahora una idea excepcional del Reino Unido. Los amigos del actual ministro de Finanzas, según cuenta Mark Leonard, antiguo director del Foreign Policy Centre, dicen que Brown está decidido a desarrollar una filosofía del «excepcionalismo británico» («The Question Mark over Gordon Brown», International Herald Tribune, 11 de mayo de 2007). ¿Significa esto que es partidario de una política exterior idealista en el país realista por excelencia? Básicamente, trata de marcar distancias con su antecesor, cuyos diez años de gobierno han acabado como el rosario de la aurora por culpa de Iraq. Cuando los amigos de Brown hablan de excepcionalismo, lo que quieren decir es que el sucesor de Blair está decidido a defender los valores británicos y a poner el acento en la defensa de los intereses británicos, que, en su opinión, fueron ignorados por Blair cuando sugirió la incorporación de la libra esterlina al euro y cuando optó por seguir a pies juntillas a George W. Bush en la guerra de Iraq. Brown, según Leonard, no se entusiasma con la idea neoconservadora de democratizar Oriente Medio ni apoya un cambio de régimen por las bravas en Teherán. Es decir, Brown sería un realista en estado casi puro. Sarkozy, el flamante presidente francés, lo ha hecho al revés que Brown: en la campaña electoral no echó mano de la excepción francesa. De Gaulle compartía la creencia de que Francia estaba señalada por la Providencia para disfrutar de «un destino excepcional», pero Sarkozy dijo en la campaña que quiere cambiar el país para adaptarlo al mundo globalizado, no al revés. Siempre puede haber, sin embargo, una excepción.

Después de la victoria, Sarkozy advirtió a los gobiernos europeos de la necesidad de combatir el miedo de los ciudadanos que ven en la Unión Europea un caballo de Troya de la globalización. ¿Una declaración destinada al consumo interno en un país que se considera amenazado por la globalización? Puede ser, pero los comunitarios, que han recibido a Sarkozy con alivio porque no quieren más referendos sobre el tratado constitucional, temen que a cambio pida que, excepcionalmente, sea el escudo europeo el que proteja los intereses nacionales de Francia.

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