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12/6/2004 La teoría y la práctica

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Ronald Reagan no fue un hombre de muchas ideas, pero las que tuvo eran fijas. Desde la presidencia de Franklin D. Roosevelt, los demócratas dominaron el debate durante casi cuarenta años. En palabras del senador Gary Hart, los demócratas construyeron una catedral ideológica cuyos cimientos fueron el Estado de bienestar, el multiculturalismo y los derechos civiles. Pero esta catedral comenzó a tambalearse con la entrada en escena de Reagan, un antiguo demócrata que no era un pozo de sabiduría pero que supo vender con éxito otras ideas distintas. Reagan ofreció más de un crecepelo; sin embargo, sus adversarios le subestimaron: para la mayoría de los estadounidenses no fue Willy Loman, el viajante de Arthur Miller, sino un presidente de película.

En Reagan abundaron las paradojas. Fue el candidato más viejo (sesenta y nueve años) en ser presidente, pero su optimismo fue histórico. Asumió la presidencia después de fomentar la desconfianza hacia el Gobierno, pero acabó sus mandatos habiendo restaurado la confianza de la ciudadanía en el ejecutivo. Habló de reducir el Estado, pero triplicó su deuda. Y le fallaba la memoria, pero fue un gran comunicador. Todas estas paradojas son ya historia, pero las ideas que defendió no le acompañaron ayer hasta la tumba. Reagan es el apellido que se invoca cada vez que se insiste en la confrontación y en la reducción de impuestos. Por eso su funeral, que ha permitido refrescar su legado, le habrá demostrado a Bush que no hay mal que por bien no venga. Las raíces de los neoconservadores que tanto influyen en George W. Bush suelen buscarse en Leo Strauss (1899-1973), filósofo judío alemán que sembró su semilla en la Universidad de Chicago.

Reagan también fue clave. De la desconfianza de Strauss en los demócratas liberales, a los que acusó de la crisis de 1960, se alimentaron sus discípulos, mitad demócratas desilusionados y mitad idealistas wilsonianos. Y si Strauss los crio, Reagan los juntó. El neoconservadurismo no surgió por generación espontánea. Matt Bai afirma que «la ideología de la revolución republicana se cocinó durante décadas en think tanks derechistas» («Notion Building», The New York Times Magazine, 12 de octubre de 2003). Por eso, si Strauss fue el primer creyente, Reagan pudo ser, como practicante, el guía de la revolución. Buena parte de los ideólogos que hoy influyen en la política exterior estadounidense fueron reclutados por Reagan, cuya firmeza atrajo a los demócratas atormentados por lo que tildaban de parálisis liberal. Con Reagan crecieron la derecha cristiana y la primera generación de los think tanks neoconservadores, con Allan Bloom, discípulo de Strauss y fundador del centro de estudios de la Fundación Olin, a la cabeza. Y las visiones tradicionales de la economía y de la política exterior sufrieron entonces una sacudida decisiva. Francis Fukuyama, discípulo de Bloom, escribió El fin de la historia (1989), y Samuel P. Huntington, director del John M. Olin Institute for Strategic Studies, publicó su no menos polémico Choque de civilizaciones (1993).

Estas fueron las clases teóricas. Las prácticas se realizaron en Iraq, cuando Sadam Husein era menos malo que Jomeini; en Nicaragua, cuando Washington protagonizó el escándalo Irangate, con el que la venta de armas al enemigo iraní sirvió para financiar al amigo antisandinista, y en Afganistán, donde los primeros Bin Laden se crecieron ante los soviéticos con la ayuda estadounidense. ¿El resultado de la experiencia? Reagan empujó a los republicanos hacia la derecha por encima del ala moderada de Nelson Rockefeller, exvicepresidente que se sumió en el olvido, acusado de ser acomodaticio con la Unión Soviética, y cambió la escena internacional. «El hombre que derrotó al comunismo», ha resumido The Economist. Tal vez sea exagerado atribuir a Reagan todo el mérito del final de la guerra fría, pero no se le puede negar ni su contribución ni su empeño. «Conciudadanos, es un placer deciros que he firmado la ilegalización de Rusia para siempre. En cinco minutos empezaremos a bombardear», dijo Reagan, sin saber que se le oía mientras probaba un micrófono, el 11 de agosto de 1984. Fue su broma sobre el ataque preventivo. Y Bush hijo, con un empacho de teorías y con poca práctica a sus espaldas, se la tomó en serio.

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