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17/1/2009 El tercer líder global

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George W. Bush termina el martes su segundo mandato como tercer presidente estadounidense global. Una vez acabada la guerra fría y desaparecida la Unión Soviética, el presidente de Estados Unidos, como ha escrito Zbigniew Brzezinski, ahora asesor de Barack Obama, empezó a ejercer de líder mundial, sin contar con ningún beneplácito internacional previo. Como si fuera Napoleón, quien arrebató al Papa la corona imperial, o la reina Victoria. El primer presidente en ser proclamado líder global fue George H. W. Bush (1989-1993), y el segundo, el demócrata Bill Clinton (1993-2001). Después de la victoria en la guerra del Golfo (1990-1991), provocada por la invasión de Kuwait por parte de Iraq, Bush padre resucitó la retórica de Woodrow Wilson para anunciar un nuevo orden internacional.

Bush fue ambicioso al definir lo que vio emerger de las cenizas de la guerra fría: «Un orden en el que ninguna nación deba renunciar a su propia soberanía; un orden caracterizado por el gobierno de la ley más que por el recurso a la fuerza, por la solución de las disputas mediante la cooperación en vez de la anarquía y el derramamiento de sangre, y por una confianza ilimitada en los derechos humanos». Como declaración de principios fue impecable, pero la euforia duró poco. Bush padre fue un líder global experimentado y con tacto diplomático, pero, según Brzezinski, «no le guió ningún proyecto audaz de futuro» (Tres presidentes, Paidós, 2007). Bush padre prefirió el statu quo. Después de Bush padre, Clinton y Bush hijo sí tuvieron visiones de futuro que dominaron el debate estadounidense sobre cómo debería organizarse el mundo después de la guerra fría.

El término que mejor definió la visión del presidente demócrata fue la globalización, un concepto que proyecta la visión de un mundo cada vez más interdependiente y que progresa a través de la cooperación multilateral. Según los partidarios de Clinton, Estados Unidos, como punta de lanza de la globalización, reforzó material y moralmente su liderazgo. Thomas L. Friedman, columnista de The New York Times que ve el mundo plano gracias a la globalización, se subió con entusiasmo a este carro. «América mantiene el mundo en orden», escribió. No todos en Estados Unidos se entusiasmaron con la visión organizadora del mundo que tenía Clinton. George Will, analista conservador pero no neoconservador, definió la década de 1990 de manera ocurrente. «En los años noventa, la historia se tomó unas vacaciones», escribió en un artículo que fue una crítica a Clinton, quien optó por reforzar o ampliar los organismos internacionales ya existentes como prueba de su voluntad multilateralista.

La doctrina rival que dominó la era de Bush hijo fue el neoconservadurismo, una cosmovisión maniquea según la cual Clinton no aprovechó la ocasión, cuando Estados Unidos era la hiperpotencia, para imponer una gran estrategia americana. Todo empezó a moverse en 1992 con un informe del Pentágono («Proyecto para un nuevo siglo americano»), elaborado por Paul Wolfowitz, en el que se sentenció que Estados Unidos debería evitar después de la guerra fría «la emergencia de cualquier futuro competidor global». Clinton, después de derrotar a Bush padre, hizo caso omiso de este documento por considerarlo radical. Pero Bush hijo lo rescató después del 11 de septiembre de 2001, cuando el temor y la ira facilitaron a los neoconservadores la puesta en práctica de una doctrina que, entre otras cosas, afirmaba que el antiguo desafío soviético se había transfigurado en islamismo combativo.

Los derrocamientos del régimen talibán (2001) y de Sadam Husein (2003) marcaron el punto culminante neoconservador. Pero la visión neoconservadora para rehacer el mundo no ha ganado para disgustos desde entonces. La ilusión de la doctrina de Bush fue la anunciada democratización de Oriente Medio, pero las elecciones celebradas entre los árabes en los últimos años solo han propiciado el avance del islamismo, como ha ocurrido en Egipto, o han reforzado a las fuerzas radicales a las que apoya Irán: Hamas y Hezbollah. Y la guerra contra el terrorismo dejó en segundo término los acontecimientos que se desarrollaban en Latinoamérica, donde no cesa el populismo, y en Asia, donde crecen las dos superpotencias emergentes: China e India. George W. Bush invirtió su primer mandato en la búsqueda de armamento de destrucción masiva que, se decía, tenía Sadam Husein. Al acabar su segundo mandato ya se sabe que el armamento de destrucción masiva —las denominadas hipotecas subprime— se hallaba en los subterráneos de Wall Street. Ocho años después, George W. Bush utilizó el 11 de septiembre contra el statu quo. Donald Rumsfeld, su primer secretario de Defensa, afirmó que el 11 de septiembre contenía la «oportunidad que la Segunda Guerra Mundial ofreció para remodelar el mundo». Este ha sido el resultado. Bush desencadenó el 7 de octubre de 2001 la guerra de Afganistán con el objetivo de eliminar a Osama bin Laden, líder de Al Qaeda. Lo que el mundo entendió que sería una represalia ejemplar se ha convertido en un conflicto que pone a prueba la credibilidad de la OTAN.

Bush derrocó a Sadam Husein en 2003, pero ha desestabilizado Oriente Medio. Irán, con Mahmud Ahmadineyad como presidente, se ha convertido en una potencia regional. El conflicto palestino-israelí se ha agravado. Y las autocracias árabes prooccidentales han aumentado su descrédito. Mientras tanto, movimientos no estatales (Al Qaeda, Hezbollah, Hamas, Ejército del Mahdi) se han visto confirmados como actores.

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