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5/9/2009 No todo son clavos (y II)

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El historiador británico Andrew Roberts ha escrito sobre la Segunda Guerra Mundial: «Gran Bretaña puso el tiempo; la Unión Soviética, la sangre, y Estados Unidos, el dinero y el armamento» (The Storm of War, 2009). El resultado de esta conjunción de esfuerzos y sacrificios, desde la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, hasta la rendición de Japón, el 10 de agosto de 1945, cambió el mundo de arriba abajo: significó la derrota de las potencias del Eje; la muerte de entre cincuenta y cinco y sesenta millones de personas, la mayoría civiles; el hundimiento de Europa; la aparición de un mundo bipolar, con Estados Unidos y la Unión Soviética como superpotencias; el inicio de la era nuclear; el arranque del movimiento descolonizador, y, como corolario, la guerra fría. No faltan quienes responsabilizan de este desenlace a Yalta, pero la conferencia celebrada en Crimea en febrero de 1945 fue la consecuencia, no la causa.

El presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt llamó «Tío Jo» a Josif Stalin, pero no fue el responsable de la división de Europa después de la derrota del Tercer Reich. El frente del este se había convertido en el escenario central, con lo que la Unión Soviética llevó el mayor peso de la guerra en Europa hasta el desembarco en Normandía, y eso condujo a la ocupación soviética de Europa central y del Este, no Yalta. La mayor parte de los muertos alemanes se contabilizó en el frente oriental y, cuando se celebró la Conferencia de Yalta, los soviéticos estaban a tan solo setenta kilómetros de Berlín; estadounidenses y británicos ya no podían esperar grandes concesiones por parte de Stalin. La Conferencia de Yalta, que reunió a Roosevelt, Churchill y Stalin, tuvo oficialmente dos objetivos. Primero, la coordinación final para derrotar a las potencias del Eje y la obtención del compromiso soviético de entrar en guerra contra Japón después de la derrota alemana; y segundo, la concertación de los aliados ante el inmediato futuro, principalmente en Europa, aunque el carácter extraordinariamente ambiguo del acuerdo permitió todas las interpretaciones y ambiciones de los soviéticos, que no tardaron en ignorar los principios pactados de democratización y desmilitarización de las respectivas zonas de ocupación.

La guerra fría fue el resultado de la violación de las decisiones de Yalta y de las desconfianzas y ambiciones de cada bando. Pero Roosevelt no dividió Europa. Churchill fue decisivo en la victoria, aunque fue precisamente él, no Roosevelt, quien ofreció a Stalin un reparto cínico. Mucho antes de Yalta, el primer ministro británico propuso al líder máximo soviético lo siguiente, según consta de su puño y letra: «El 90% de Rumanía para Rusia y el 90% de Grecia para Gran Bretaña». Las rendiciones de Alemania y Japón pusieron fin a la guerra total, pero no a las guerras pequeñas. En 1918, el británico Lloyd George dijo: «La guerra de los gigantes ha terminado; ahora empezará la de los pigmeos». Y así sucedió, desde Turquía hasta Polonia, como también pasó a partir de 1945. En Grecia, la guerra se transformó en un conflicto civil que se extendió hasta 1949. En Palestina, después del horror del holocausto, nació el Estado de Israel, cuya fundación provocó la primera guerra árabe-israelí. Los conflictos considerados de liberación nacional se prolongaron durante años, en algunos casos hasta hoy.

La última guerra entre gigantes fue fría (1947-1989/1991). Fría en el centro y caliente en la periferia, donde modificó perversamente la mayoría de los conflictos locales o regionales. Hoy, después del «momento unipolar» dominado por Estados Unidos en la posguerra fría, el escenario mundial conoce una difusión del poder que puede compararse a la existente antes de la Primera Guerra Mundial, aunque con otros protagonistas. Y la naturaleza de los conflictos, al menos de momento, ha cambiado: ahora no se libra entre gigantes, sino asimétricos.

Estados Unidos posee el ejército más poderoso de la historia, pero le cuesta imponerse en Iraq y en Afganistán; el ejército israelí es infinitamente superior a Hezbollah, pero no fue capaz de derrotarle en la guerra librada en Líbano en el verano del 2006. Europa se autodestruyó en las guerras del siglo pasado, pero aprendió la lección. La Paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los Treinta Años en 1648, consagró la soberanía del Estado, pero la rivalidad entre los Estados, que son un invento europeo, destruyó Europa siglos después. Por eso los europeos se dieron en la segunda mitad del siglo XX la Unión Europea, organismo de carácter intergubernamental y supranacional, que no recurre a la fuerza para atajar los conflictos. Mark Twain lo advirtió: «Al hombre que tiene un martillo todos los problemas le parecen clavos». Pero no todos los problemas son clavos.71

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