Читать книгу De crisálida a mariposa - Yolanda Gónzalez Vara - Страница 12
Оглавление¡Cuánto miedo da la adolescencia! ¡Cuántas emociones despierta!
Mientras que el miedo es la emoción predominante en unos casos, en otros lo es la vivencia de la incertidumbre, siendo en la generalidad el despertar de diversas sensaciones expectantes ante el tránsito de la infancia a la adolescencia.
Lo más sorprendente ante nuestra actitud de desconcierto, malestar, preocupación o temor frente a esta etapa del desarrollo es la realidad incuestionable de que ¡también hemos sido adolescentes! Por supuesto que «no era lo mismo», expresión habitual presente en cualquier generación anterior a la presente, y, evidentemente, tampoco el contexto era similar.
Sin embargo, salvando las diferencias que siempre se producen generacionalmente, los procesos internos de cambio y transformación podrían ser muy reconocibles, salvo si hemos olvidado, reprimido o idealizado esta etapa crucial, como ocurre en tantas ocasiones con la historia personal de quien relata los acontecimientos.
Efectivamente, detrás de tantas creencias y emociones subyace el sentimiento de una etapa difícil de comprender y, sobre todo, de aceptar y acompañar, como muy probablemente nos ocurrió al experimentarla.
Cada etapa de la vida constituye, generalmente, una crisis vital subjetiva que se presenta con variados matices en función del contexto histórico, social y familiar. La infancia y la adolescencia remueven los cimientos, conscientes e inconscientes, de la estructura individual materna y paterna; nadie queda indiferente ante una criatura o un adolescente salvo que su estructura caracterial sea tan rígida que impida una movilización interna natural ante el despliegue de las potencialidades de un nuevo ser humano.
No cabe duda de que existe un hilo conductor que permite construir el relato de cada historia individual, desde el nacimiento hasta la primera juventud, mediante las diferentes etapas madurativas del ser humano. Este tránsito a través del desarrollo psicoafectivo permitirá afrontar y dar un paso más en el desarrollo biológico, psicológico y social, individual y colectivo.
Dependiendo de múltiples factores, dicho proceso natural transcurrirá con intensas tormentas emocionales o sin grandes sobresaltos, sorteando los vaivenes de las olas de la existencia. Uno de los factores esenciales para comprender el desenvolvimiento de esta etapa de la vida está relacionado intrínsecamente con la raíz de la existencia, es decir, con el proceso madurativo de la primera infancia.
No obstante, antes de retomar brevemente las raíces de esta etapa, es interesante aproximarnos al concepto de adolescencia desde la etimología. La palabra adolescencia proviene del latín, del verbo adolescere (ad + oloscere): «condición o proceso de crecimiento». Sin embargo, en no pocas ocasiones se lo relaciona con otro significado «adolecer»: estar carente o falto de algo y otras veces con la «indolencia»: pereza, desidia e insensibilidad. En ambos casos ignoramos que estas atribuciones, secundarias, pero en ocasiones presentes al pensar en el «adolescente», responden a nuestra habitual dificultad de entender, aceptar y empatizar con su proceso de crecimiento y transformación interna.
Ya en el siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau consideraba la adolescencia como el segundo nacimiento: «Nacemos, por decirlo así, en dos veces: una para existir y la otra para vivir. Una para la especie y la otra para el sexo... tal como el bramido del mar precede con mucha anterioridad a la tempestad, esta tormentosa revolución se anuncia por medio de las pasiones nacientes. Una sorda fermentación advierte de la proximidad del peligro. Un cambio en el humor, arrebatos frecuentes, una continua agitación del ánimo hacen al niño casi indisciplinable. Se vuelve sordo a la voz que le mantenía dócil: es un león enfebrecido. No conoce a su guía y no quiere seguir siendo gobernado».1 ¿Es así totalmente? ¿Podemos hacer algo para mejorar nuestra relación con nuestra hija o hijo? ¿De quién depende?
La palabra adolescencia proviene del latín, del verbo adolescere: «crecer, desarrollarse».
Probablemente muchas madres y padres consideran que toda la dificultad en la relación con su retoño adolescente proviene del revuelo de unas hormonas que lo hacen insoportable y convierten la convivencia en una pesadilla. Otras personas considerarán que su criatura se ha convertido en un auténtico desconocido o desconocida y añoran una infancia no tan lejana, pero más llevadera en su memoria, donde la comunicación y el afecto eran dos aspectos muy disfrutables en la interacción. Por otro lado, algunos adultos sentirán que la pesadilla que vivieron en la infancia con sus peques —en forma de mordiscos, berrinches y peleas que no entendían o aceptaban—, ahora, en la adolescencia, adopta otra forma de conducta todavía más compleja para la que no les sirve ningún recurso utilizado en la niñez, por adecuado o inadecuado que resultara.
Unas pocas familias, aunque cada vez más numerosas, se plantean que algo no va bien en la interacción y cada discusión inacabada satisfactoriamente las impregna de un sabor amargo que les encoge el corazón. Sin embargo, más allá de su interés en la resolución de estos desencuentros, los progenitores suelen desconocer, parcial o totalmente, cómo manejar y mejorar cada confrontación, incomunicación o situación potencialmente peligrosa o de cualquier índole que crea zozobra y sufrimiento para ambos protagonistas, atrapados como están en una interacción difícil.
SER ADOLESCENTE Y LA MATERNIDAD/PATERNIDAD CONFRONTADA
Ser adolescente no es fácil. Vivir la maternidad/paternidad con un hijo adolescente tampoco lo es, ni, por supuesto, ser profesor de secundaria con adolescentes.
Sin enumerar ni analizar las patologías o los problemas graves que pudieran presentarse en esta etapa, por responder a otro ámbito de intervención, y centrándonos, principalmente, en la amplia mayoría de la población, la adolescencia es un período que es experimentado con algunas turbulencias, de distinto grado, que se manifiestan en un abanico amplio de emociones diversas. Mientras, en la otra orilla, los adultos la viven con inquietudes, miedos y dificultades de diferente intensidad que les revuelven internamente, con mayor o menor profundidad según diversos factores.
¿Por qué? ¿Qué le pasa al adulto ante un adolescente?
Básicamente, la interacción adolescente-adulto nos despierta y nos confronta, sin adornos ni distracciones, con el adolescente que llevamos dentro.
Es decir, cada adolescente nos activa los modelos internos de interacción que se formaron a lo largo de nuestra historia personal en relación con nuestros propios progenitores, y, por tanto, emerge, de forma consciente o inconsciente, todo aquello que vivimos y sentimos durante este período de transición y cambio. Esto a veces no resulta fácil de digerir ni de asimilar, sobre todo sin la luz de la consciencia alumbrando el proceso.
¿Qué le pasa al adulto ante un adolescente? Básicamente, la interacción adolescente-adulto nos despierta y nos confronta, sin adornos ni distracciones, con el adolescente que llevamos dentro.
La experiencia formativa con profesorado de la ESO y de bachillerato, así como con los grupos de madres y padres de esta franja de desarrollo madurativo, me ha permitido constatar la gran dificultad que sentimos los adultos para pararnos. Pararnos a escuchar antes de intervenir, a mirar antes de juzgar. Pararnos para sustituir los gritos, los castigos o las amenazas por un acompañamiento y presencia reales en esta transformación profunda que atraviesa el adolescente en su camino hacia la adultez.
Estamos demasiado estresados, tenemos demasiados prejuicios, tópicos culturales y sociales como para poder detenernos y respirar con cierta serenidad ante los estados emocionales fluctuantes del adolescente.
Cuando eran criaturas pequeñas y dependientes todo resultaba relativamente más sencillo. Su vulnerabilidad natural nos permitía afrontar cualquier conflicto o dificultad, bien desde la empatía, bien desde un autoritarismo o desconocimiento muy difícil de tolerar a edades tempranas, salvo con las descargas inevitables de rabietas o llantos. En esa etapa nos necesitaban y dependían totalmente de nuestra presencia, amorosa o no, empática o distante, pero básicamente presencia, incluso en los casos de una presencia ausente emocionalmente.
Sus necesidades y expectativas imperiosas de afecto y cuidado estaban siempre presentes, independientemente de la respuesta adulta. Respuesta, por otro lado, nunca inocua para el desarrollo psicoafectivo infantil y que se constata a través de diversas consecuencias para la salud psíquica y somática en función de nuestra respuesta adecuada o incorrecta.
No es fácil, como adultos, estar presentes y disponibles sin perder los papeles en muchas situaciones. No es nada fácil establecer puentes de conexión sin caer en el «coleguismo» o en el autoritarismo. Pero es posible.
Sin embargo, en la etapa adolescente todo cambia. Pretender la gestión de los desencuentros desde posiciones de poder suele generar dos reacciones en el adolescente: la rebeldía o el sometimiento. En ambos casos, la comunicación está rota o fragmentada. No obstante, existe una realidad que solemos olvidar: al margen de su conducta desconcertante, indiferente o provocadora, también nos necesitan, aunque de otra manera y desde otro lugar.
Nos cuesta entender por qué razón los modos de reacción del adolescente nos descolocan y nos cuestionan, despertándonos, en frecuentes ocasiones, emociones y reacciones poco facilitadoras para suscitar un encuentro desde el corazón. Por el contrario, nuestro razonamiento o racionalización en cada desencuentro o, incluso, la propia impulsividad nos pueden llevar a imponer nuestra posición adulto céntrica como única verdad ante un adolescente que está inmerso en una etapa de transición entre la infancia y la etapa adulta, con una auténtica revolución interna y en una búsqueda desesperada por encontrarse a sí mismo, sin la asfixiante tutela materna/paterna.
No es fácil, como adultos, estar presentes y disponibles sin perder los papeles en muchas situaciones. No es nada fácil establecer puentes de conexión sin caer en el «coleguismo» o en el autoritarismo. Pero es posible.
Sigamos avanzando.