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Ejemplo

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En ocasiones, en mi práctica clínica he visto la conveniencia de convocar a la madre y el padre de un paciente adulto concreto. Su historia personal y la divergencia en la interiorización del afecto recibido en la interacción «paciente-padres» han requerido la presencia de ambos.

Es un proceso delicado que requiere un encuadre y cuidado terapéutico específico para lograr el objetivo de encuentro y confrontación con la realidad psicológica del sistema familiar.

De una forma somera, y sin entrar en detalles que no proceden, vamos a ver un breve diálogo.

La paciente, de treinta y dos años de edad, invita a sus padres a acudir a mi consulta. Los progenitores, próximos a los sesenta años, aceptan con cierta inquietud.

Después de un tiempo de diálogo destinado a favorecer su apertura y elaborando algunas resistencias, Ana (nombre figurado) comienza a verbalizar:

—Os he convocado aquí porque siento la necesidad de deciros cómo me he sentido con vosotros. Y no me sentía con fuerzas de hacerlo yo sola.

—Dinos, hija, ¿qué pasa? —respondieron amables los padres.

—No pasa nada ahora. Pasó cuando era pequeña... —contestó Ana.

—¿Qué pasó? —preguntaron los padres con incomodidad.

Ana me miró a mí con actitud dubitativa. Llevaba meses queriendo expresar su dolor a sus padres, sabiendo que estos habían idealizado siempre su función maternal y paternal e ignoraban absolutamente sus sentimientos en la etapa infantil.

Ante su mirada angustiada, tan solo tuve que asentir con la cabeza, mientras la invitaba a hablar sin miedo.

—Yo sé que habéis hecho todo lo que considerabais como lo mejor para mí. Pero yo...

Como es natural, emergió la emoción contenida durante tantos años y sepultada en el rol de hija «feliz» para satisfacer la expectativa de sus padres.

Los padres asistían a la expresión emocional de Ana con perplejidad.

Después de unos segundos, retomó su comunicación con más firmeza.

—No quiero reprocharos nada. Pero quiero que sepáis cómo me he sentido: me han faltado los abrazos, mamá. Nunca me he sentido importante para ti. Papá, siempre te esperaba entusiasmada para jugar, pero tú llegabas cansado y yo me sentía ignorada y muy pequeña...

—¡Pero hija! —exclamaron los padres—.Te hemos dado todo lo mejor, hemos trabajado todo el día para que no te faltara de nada...

—¡Ya!... —interrumpió la hija—. ¡¡Lo sé!! ¡¡Pero no me he sentido querida, mamá!! Estabais tan ocupados... siempre había otras cosas que hacer. ¡Y yo os necesitaba a vosotros! —expresaba Ana mientras las lágrimas fluían por su rostro.

—Cómo no te vamos a querer, hija, si todo lo hemos hecho por ti... —respondieron los padres intentando comprender lo que pasaba.

—¡No es lo mismo que digáis que me queréis que yo me sienta querida! —respondió Ana armándose de valor.

No quería dañar a sus padres, pero tampoco deseaba renunciar a establecer una relación auténtica con ellos, y para ello necesitaba el reconocimiento de su vivencia infantil.

La sesión continuó.

Los padres, después del impacto inicial, escucharon con atención a la hija.

Cada cierto tiempo, como psicóloga clínica, yo intervenía para reconducir la sesión y favorecer en los progenitores una mayor comprensión y aceptación de su hija. El objetivo terapéutico en ningún momento pretendía generar el menor sentimiento de culpa y mucho menos una confrontación sin salida. Esto habría representado un fracaso.

Por el contrario, el trabajo previo terapéutico había preparado el terreno para que esta paciente pudiera ser franca con sus progenitores, pudiendo abandonar el rol de «chica obediente y complaciente» que había vivido toda su vida.

El encuentro real que se produjo al finalizar la sesión fue un regalo para Ana y sus padres. Y una satisfacción para mí.

La práctica clínica con pacientes me permite y autoriza para insistir sobre la importancia de garantizar que el sentimiento de amor parental se traduzca en percepción interiorizada de dicho afecto en los hijos e hijas. Ellos son los receptores del amor que necesitan o del desamor que perciben.

No basta con sentir que les queremos. No basta con plantar una semilla.

Se trata de regarla de la manera que esa semilla y más tarde planta necesita: tierra, agua, sol y abono son imprescindibles para que la planta se sienta amada.

Respeto, escucha y afecto verbal y corporal son los ingredientes imprescindibles para que un hijo se sienta querido y valorado. Poco vale verbalizar «te quiero» si las amenazas, los castigos, los gritos y los desencuentros interfieren y dinamitan esa expresión verbal.

Poco vale sentir «te quiero» si no hay tiempo de calidad y presencia para compartir la vida con nuestros hijos e hijas según su necesidad, pues no necesariamente existe una correspondencia entre su derecho natural de recibir amor y nuestro imaginario de amarlos.

¿Por qué ocurre este «desfase»?

Habitualmente, los padres y madres desean lo mejor para sus hijos e hijas, pero el estilo educativo, el tipo de apego y otras consideraciones de la historia personal pueden dificultar la construcción de lazos afectivos saludables y sólidos en muchos sistemas familiares.

Efectivamente, y no me cansaré de reiterarlo, con mucha frecuencia compruebo que los problemas o dificultades en la relación con el mundo preadolescente y adolescente derivan del desconocimiento del desarrollo psíquico de cada etapa del desarrollo. Ya no solo en esta franja madurativa, sino también y con variable intensidad en etapas precedentes infantiles.

El caso más doloroso y destructivo para un ser humano es la vivencia de maltrato o negligencia ejercida por quien debiera proteger, cuidar y amar: los progenitores.

Sentir amor por los hijos no es suficiente. El estilo educativo, el tipo de apego y otras consideraciones de la historia personal pueden dificultar la construcción de lazos afectivos saludables y sólidos en muchos sistemas familiares.

De crisálida a mariposa

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