Читать книгу Yora - A. Taring - Страница 12
ОглавлениеSe detiene en un claro, todavía por encima de la masa arbórea que se extiende a sus pies, para buscar en el horizonte lejanas referencias que le ayuden a marcar un rumbo, el que sea; hacia abajo, el valle se abre en una extensa llanura a penas visible en la distancia, y piensa que siguiendo el curso del río podrá alejarse lo más rápido posible. No será fácil.
Una fina lluvia vuelve a humedecer su cara. Lo agradece. El resto del cuerpo permanece seco gracias a su traje. El imperativo silbido de un ruiseñor bastardo, proveniente de una enmarañada zarza, se mezcla con el apacible sonido de la corriente del arroyo que discurre por entre las mullidas praderas. Sus pasos son firmes y seguros, como su determinación. Sin embargo, ya no corre.
Un sonido familiar, aunque atenuado por la distancia, restalla a su espalda. Se gira de manera refleja y mira hacia atrás. No ve nada. El vehículo de transporte ya ha atravesado las densas nubes que cubren el cielo. Está acostumbrado. Nunca le ha llamado la atención. Es algo perpetuo, sin sorpresas, como lo es su vida. Todos los días al atardecer una cápsula se eleva en vertical desde el complejo. En menos de cinco segundos deja de ser visible. No emite ningún sonido, solo se escucha el brusco desgarro que produce en el aire.
En alguna ocasión, no recuerda el momento, preguntó a Maih, algo desganado, de dónde salía. Ella, como de costumbre, trató de contestar a sus preguntas y le animó a que continuara haciéndoselas. Sin embargo, no llegó a preguntar cómo se alzaba tan rápido o a dónde iba. Ella trató de que evocara y consultara las imágenes e información que tenía a su disposición para intentar que se formara una respuesta. Los ojos cerrados, vueltos hacia arriba, y el tiempo que permanecía con el labio inferior entre los dientes tuvo que ser suficiente para que ella lo intentara de otra manera. Utilizando las vivas imágenes que tanto le gustaban a Yora, trató de explicarle su funcionamiento. Entre ellos surgió una viva representación que ella, con ambas manos parecía dar forma, mover y manipular. Con gestos imperceptibles dirigía una orquesta de imágenes que, muy a menudo, dejaban a Yora con la boca abierta, pues tal era su realismo que solo el tamaño y la falta de textura revelaban su naturaleza. Le mostró la cápsula, rotándola para que pudiera ver su forma; la diseccionó, para que supiera las partes en que se dividía, le mostró cómo se elevaba, de dónde salía, así como la frenética actividad que bajo sus pies tenía lugar.
Sin embargo, la animada representación se vio, como de costumbre, interrumpida por un lento e inexorable declive de su concentración. Sin aparente propósito, como de costumbre, ella se mostró extremadamente paciente, intentando avivar la débil llama de su curiosidad a la vez que evitaba que se consumiera, protegiéndola de las erráticas corrientes de su mente que todo dispersaban. Yora no llegó a preguntarse el motivo de tal determinación, pero cuando las cosas son como son, preguntarse si podrían ser de otra manera o cuál es el motivo por el que determinada fuerza actúa en tal dirección y no en la contraria, precisa de una fulgurante curiosidad, avivada por un conocimiento constante y creciente. Con todo, llegó a comprender que, bajo sus pies, a cientos de metros de profundidad, millones de pequeños dispositivos se encargaban de horadar, procesar y extraer algún tipo de mineral o compuesto. Maih le había intentado explicar, no solo en aquella ocasión, que esa era una de las funciones del lugar al que consideraba su hogar. Desde el interior ascendía la cápsula por una especie de tobera vertical de unos diez metros de diámetro. Ni una mota del mineral extraído podía hallarse en la superficie. Nada en el exterior permitía imaginar que tal actividad se estuviera desarrollando en las profundidades de aquel entorno.
Días después, con la idea todavía revoloteando en su mente, mostró interés por aquellos dispositivos que parecían estar vivos. Maih le mostró cómo funcionaban. Eran del tamaño de su puño. Los había de diferentes formas, con diferentes funciones y muy versátiles. Ella utilizó como analogía, simplificando todo lo que pudo, una colmena de abejas, que era algo que estaba al alcance de su comprensión. Trabajaban como un colectivo, orquestado y programado, compuesto por millones de ejemplares. Cada dispositivo era autónomo, pero servía al grupo; sin embargo, su individualidad podía alterarse para unirse a otros dispositivos y conformar uno nuevo y distinto, de mayor tamaño, con otra forma y funcionalidad. Todo estaba conectado.
Aquella explicación desembocó en otra, pues todo aquello le resultaba bastante farragoso, y su mente ya estaba desde el comienzo preguntándose como hacían las abejas para construir, sin diseñar, las geométricas celdillas de los panales.
Sin embargo, algo le intrigó de todas aquellas imágenes y explicaciones que Maih le mostrara, y regresó por los recovecos de su pensamiento. Se mostró muy interesado, en aquella ocasión, por conocer y explorar el interior de aquellos túneles, que en las vibrantes formas mostradas por Maih, parecían construidos sin planificación alguna. Las abejas podían esperar. Insistió, llegando a suplicar entre rabiosos pucheros, que quería explorar aquellas galerías, y con desprecio llegó a gritar que no le interesaba cómo se extraían aquellas tierras raras o cómo funcionaban aquellos inertes dispositivos. Maih trató de calmarle, explicándole, mientras le acariciaba el pelo, que no estaba habilitado para que un ser humano, por muy pequeño que fuera, descendiera y pudiera moverse por sus innumerables y pequeños conductos, pues no estaban conectados y organizados pensando en ello.
No llegó a explicarle que tampoco el aire, la presión, la humedad o la temperatura no eran siquiera aptos.
Señalando y manipulando las imágenes que entre ellos recreaba, le indicó que se fijara con atención y viera como enormes salas de varios metros de altura no tenían más salida que diminutos conductos del grosor de un brazo, con una dirección serpenteante, en apariencia caótica e irregular. Aumentando y siguiendo el recorrido de uno de ellos, le mostró como se ensanchaba para volver a reducirse, dividirse o simplemente extinguirse. A pesar de todas sus pacientes explicaciones, Yora se acostó enfadado, frustrado por no ver sus deseos cumplidos. Era un crío, y esos comportamientos pronto se extinguieron, pero sí recuerda ahora ese momento de rabia contenida, mal dirigida y carente de justificación. Llegó a odiarla, aunque fuera tan solo durante unos segundos. Lo suficiente para que aquel recuerdo mezclado y entrelazado a tan fuerte emoción permaneciera vivo tiempo después. No tiene recuerdo de ninguna otra ocasión similar, y no cree que hubiera otro momento en el que dudara o cuestionara a Maih por aquella aparente contradicción entre sus deseos y la realidad que se le ofrecía. Además, siendo ella una parte extendida de sus sentimientos, pues no había momento que no se planteara cómo se encontraba o si precisaba de alguna cosa que pudiera ofrecerle; percibió y sufrió con esa rabia que también sentía dirigida hacía sí mismo. En cualquier caso, supo poco después cuán errado se encontraba, pues en una de sus excursiones por los alrededores, sin aparente premeditación, Maih le mostró una minúscula oquedad oculta entre la maleza.
Con una pregunta que apenas daba margen de respuesta, le invitó a adentrarse para contemplar lo que en su interior descubriría.
Dudó. Quiso darse la vuelta, pero Maih no le dejó pensar y no se detuvo en la entrada a esperar su opinión. Como imantado por ella, no le quedó más remedio y traspasó contra su voluntad el oscuro umbral. Tuvieron que agacharse y gatear al principio, mientras la luz iba atenuándose. Tuvo miedo. Luego ella se incorporó y siguió adelante sin esperarle ni mirar hacia atrás. Prefirió seguirla a darse la vuelta y salir solo por donde habían accedido. Avanzaba despacio, imaginando los insectos y alimañas que debían moverse por el suelo húmedo y resbaladizo que pisaba. El traje ayudaba a que no perdiera el equilibrio, aun así, caminaba a tientas, con las manos apoyadas en las frías paredes de la gruta. Una vez en el interior, sacó la luz que siempre lo acompañaba, la liberó y parte de la caverna se iluminó; el resto permanecía en la oscuridad. La humedad sofocante, el silencio y la inmensidad sobrecogedora de aquella caverna lo paralizaron. Su corazón se agitó, su respiración se aceleró y sintió un cosquilleo desagradable en las manos. Jadeaba como si estuviera cansado por un esfuerzo no realizado, y tan rápida respiración le ahogaba. Estuvo a punto de perder el conocimiento. Salió tan rápido como pudo, resbalando y tropezando, golpeándose en la cabeza con las rocas que obstaculizaban su escape hasta que, derribado, cayó al suelo. Sin detenerse, se arrastró serpenteando en el trecho final, impulsándose como podía, pues necesitaba respirar. Estaba aterrorizado, nunca había sentido nada parecido. Era la primera vez que se encontraba en un sitio tan cerrado, y la presencia de Maih no fue suficiente para tranquilizarlo. Cuando ella salió, lo encontró en el suelo, temblando, encogido sobre sí mismo. Lo abrazó y lo atrajo hacia su pecho. Él buscó su mirada, anhelante y desesperado, en busca de su narcótico consuelo. Ella lo entendió. Unos instantes después llegó la paz y la felicidad. Su cuerpo se relajó y el miedo y la ansiedad desaparecieron.