Читать книгу Yora - A. Taring - Страница 9

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Pocos momentos tristes o de miedo recuerda durante su infancia, tampoco durante los años siguientes. Nada comparado con las historias que ella le contara ya de mayor. No acertaba a comparar, y todo le parecía tan distinto como irreal. El pasado solo eran cuentos lejanos, ajenos y distantes, la mayoría tristes e inquietantes, que despertaban desazón e indiferencia a partes iguales. No pensaba en ello pues sentía que su mundo había comenzado el mismo día que la conoció. Ella era cuanto necesitaba y lo que más apreciaba; más aún, sabía que era una parte inseparable de su ser, y no acertaba siquiera a situar dónde empezaba ella y terminaba él.

Maih le enseñó a valerse por sí mismo y le mostró cuanto quiso aprender. Sin embargo, Yora no planteaba sus respuestas, ni alcanzaba una reflexión propia hasta plantearse cuál sería su punto de vista o qué pensaría una vez formulada la solución. Como los polluelos que crecen gracias el alimento regurgitado por su madre, fue aceptando cuanto le ofrecía. Ella le abrió los espacios por los que podía adentrarse en un vasto universo de conocimiento, aunque de manera irremediable quedara postrado en el umbral, pues el vértigo y el sobrecogimiento de sus entrañas lo paralizaban una y otra vez.

Desde pequeño, prácticamente todos los días, había unos momentos no predeterminados en los que sin darse cuenta se encontraba atendiendo explicaciones sobre diferentes materias. Le mostró la magia de las letras, el significado de las palabras y los universos que podía descubrir en la lectura. No consiguió despertar su interés, aunque lo animó a continuar con ahínco. La historia y las lenguas antiguas no tuvieron cabida en su formación. Lo complejo de un mundo ya desaparecido y la extrañeza de unos lenguajes que evolucionaron con el uso contrastaban con la sencillez y claridad con la que su diseñado idioma permitía describir la belleza e infinitud de cuanto le rodeaba. Le enseñó los números y los secretos del universo oculto en fórmulas y constantes, más se perdió en las incógnitas y nunca llegó a despejar las complejas variables que se enmarañaban en su entendimiento. Ella se mostraba muy paciente, conocedora de sus limitaciones, aunque siempre intentaba llevarle un poco más allá. La música le gustaba, pero no consiguió llegar a tocar un instrumento, pues no tenía la determinación y la constancia necesarias.

Mira y disfruta; observa y comprende; mas conoce cuanto puedas si quieres entender cuanto te rodea, le dijo en una ocasión, y ahora comprende el significado de aquellas palabras, pues los secretos de la exuberante naturaleza que le rodeaba despertaron en él una ancestral curiosidad por entender cuanto percibía. De ahí surgió el aliento que el fuego de su voluntad necesitó para avivar el ansia por aprender. El lugar donde sus pies sentían el contacto con la fresca hierba, el entorno en el que su alma se hinchaba y saciaba con las esencias de aquellos bosques, los vitales latidos que percibía hasta en la vegetación. Aunque fuera una de las pocas llamas que prendiera, ofreció algo de luz a su entendimiento.

Ella parecía disfrutar tanto como él de esos momentos que pasaban juntos. Sonreía con ternura cuando le veía esforzarse para resolver un cálculo que se le resistía; o esperaba emocionada a que respondiera alguna sencilla pregunta sobre la órbita de la luna, mientras Yora, con los ojos vueltos, se devanaba los sesos buscando la respuesta. Maih nunca parecía tener prisa. Paciente y solícita, sus facciones mostraban el entusiasmo del que ha resuelto un complejo dilema y la calma del que espera con el tiempo detenido.

Cree recordar que, en alguna ocasión, cuando todavía era un crío, le había dicho que era especial, distinto a los demás, que destacaba por su curiosidad, sus ganas de ir más allá. No era muy dada a los halagos, pero años después pudo comprobar cuán acertadas fueron esas palabras, no por lo que percibía de sí mismo, sino por lo que no hallaba en los demás.

Desde muy pequeño le había gustado adentrarse en el bosque que rodeaba al complejo. Recuerda nítidamente la primera vez. Tenía ocho años, era un día tan tranquilo y anodino como cualquier otro. Hasta ese momento, sus felices recuerdos se situaban y quedaban circunscritos a su habitáculo, sus alrededores y el resto del complejo. Aquel día, Maih estaba más atareada de lo normal y él la acompañaba allá donde se dirigiera. Aunque se lo había explicado, no había entendido muy bien qué la mantenía tan diligente de un lado para otro. Tampoco le interesaba. Él la seguía, algo distraído, jugando a su alrededor mientras orbitaba a cierta distancia sin perderla de vista. De vez en cuando ella se detenía, le prestaba atención, jugaba con él unos instantes, le acariciaba en el cogote y volvía a concentrarse en su silenciosa actividad. Daba unos pasos y volvía a detenerse quedando con la vista fija en algo que Yora no llegaba a vislumbrar. Él prefería escrutar su rostro, aquellos ojos serenos y concentrados, y sobre todo esa enigmática expresión que contemplaba a menudo cuando no estaba centrada en él. En aquella ocasión algo lo distrajo. Desde el margen difuso que marcaba el final del complejo y el comienzo del bosque, un pequeño y distraído animal se acercó lentamente olfateando a ras del suelo. Yora advirtió su presencia, y el hilo invisible que le unía a ella se rompió. Al girarse, el asustado y pequeño cuadrúpedo se escabulló a toda velocidad por donde había llegado. No se lo pensó. Se levantó y fue en su búsqueda. Fue una respuesta instintiva, aunque en cierta manera anómala. Solo recorrió unos metros y se detuvo en seco. No estaba seguro de querer continuar. Ella abandonó lo que estuviera haciendo y contempló la escena, abriendo bien los ojos por tan inesperada reacción, y aguardó. Yora se giró inseguro y, con la cabeza algo agachada y las cejas alzadas, miró hacia arriba buscando la aprobación en su semblante No solía negarle nada, no era eso. Dudó, pues su curiosidad y necesidad de ir más allá se enfrentaban a un miedo a lo desconocido, un miedo visceral impuesto y no racional. Estas dos fuerzas pugnaron, como nunca antes había ocurrido, por dirigir sus actos. Al mirarla y ver su semblante relajado comprendió que no solo contaba con su aprobación. Se adentró en el bosque por donde lo había hecho aquel animalejo y regresó poco después jadeante y extasiado por el descubrimiento realizado.

Esa fue la primera vez.

Él fue el único, en mucho tiempo, que había sentido la necesidad de dar ese, en apariencia, insignificante paso.

Con cada incursión se adentraba un poco más; luego regresaba y le contaba, entusiasmado, sobre los animales que había perseguido, los insectos que se escondían bajo las piedras de los arroyos y los dulces frutos que había probado.

Maih escuchaba embelesada cada descripción, intentando adivinar, más por los gestos y los ruidos guturales que Yora torpemente trataba de imitar, de qué animal se trataba y hasta dónde le habían conducido sus diminutas piernas. A veces se frustraba porque no conseguía encontrar las palabras que acompañaran a sus efusivos ademanes, así que tirando de ella la apremiaba a llegar rápido hasta el hueco del árbol donde había visto escabullirse al asustando mamífero, o la llevaba donde crecían unas aromáticas flores que acababa de descubrir. Emanaba una vitalidad contagiosa, y pronto comenzaron a salir juntos. Eso le gustaba más todavía porque ella, para calmar su curiosidad, le mostraba detalles que, de lo contrario, hubieran pasado inadvertidos; le enseñaba a mirar y a entender todo lo que le rodeaba. Casi todos los días caminaban durante horas alrededor del bosque de quejigos, fresnos y hayas que rodeaban el complejo. Siempre había algo de lo que asombrarse, algo que descubrir. Aquel era el camino que había elegido. Ella lo acompañó y le mostró, sin secretos, el resplandor de la vida que emanaba desde cualquier rincón.

Yora

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