Читать книгу Yora - A. Taring - Страница 13

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Hace varios días que no siente ese embriagador y reconfortante placer. Nota su ausencia, lo que provoca que un desagradable escalofrío recorra todo su cuerpo. Se obliga a pensar en otra cosa y lo intenta con ahínco, repasando los momentos que pasara junto a Maih, para descubrir, sin percatarse, de que casi todos los recuerdos de su infancia conducen a ella, y todas las conversaciones, ideas y pensamientos se encuentran íntimamente entrelazados hasta el punto en que, en ocasiones, duda de lo que razonara ella o dijera él. Sus palabras están tan imbricadas entre sus recuerdos que no sabe dónde finaliza su voz y continúa la de ella. No lo llega a comprender, más tiene la impresión de que todo él le pertenece a ella y, por el contrario, ella es tan inabarcable como desconocida.

Anochece.

Con los últimos rayos se atenúa la confusa y alborozada algarabía que lo acompaña. La lluvia y el atardecer desperezan a otros muchos animales dispuestos a iniciar su actividad nocturna. Se detiene en una pequeña pradera. Pasará allí la noche.

Saca la luz de su bolsa. La noche se le ha echado encima, perdido como está en la oscuridad de sus recuerdos. Una pequeña esfera del tamaño de una nuez se eleva sin hacer ruido y emite una cálida luz en todas las direcciones. Se mueve como una obediente luciérnaga que lo acompaña ligeramente retrasada, a pocos centímetros por encima de su cabeza, como si evitara molestarle. Él se detiene, pero la esfera traza un círculo amplio a su alrededor. Parece que su mirada la siguiera, pero es al contrario. Examina sin interés aquel lugar. En ocasiones, la esfera se divide en pequeños puntos de luz, allí donde los matorrales son más densos. Parece tener vida propia. La luz se ajusta para permitir que vea lo que hay a su alrededor. Por un instante cree divisar la cola de un zorro rojo escabullirse entre los helechos, pero al retroceder la vista hasta ese punto tan solo ve hojas en movimiento. Es un buen lugar para pasar la noche, piensa. Deja de mirar en derredor. Busca un lugar donde dejarse caer evitando, al menos, las rocas más angulosas. La esfera parece sentir su necesidad y antes de que sus pupilas comiencen a dilatarse, su suave luz regresa y se anticipa.

Se sienta en el suelo, se relaja y busca en su bolsa algo que comer. La bolsa que lleva en su espalda es una prominencia del tamaño de su contenido hecha con el mismo material que el traje, de manera que, cuando acerca la mano, los grisáceos componentes se separan de manera fluida, sin solución de continuidad, como si introdujera la mano en un estanque de arena, de manera que nada puede salir, o ser introducido, si no es asido. Con el alimento en las manos, muerde distraído y mastica con desgana, sin apetito, mientras rumia una y otra vez aquella revelación, todavía etérea en su entendimiento. Como un meteorito, había entrado lenta e inevitablemente en su atmósfera. Paralizado, contempló al principio con expectante curiosidad; más cuando advirtió lo que suponía y quiso ponerse a salvo, ya ultrajado, su apacible mundo había sido consumido, dejando al descubierto un pasado que, sin haber estado oculto, era desconocido y ajeno.

Se concentra en los sonidos de la naturaleza, en la lluvia y en los distantes truenos para buscar una salida a aquel atolladero. Nunca le había dolido la cabeza, pero en ese momento cree que la presión acumulada durante esos días pugna por liberarse de una manera violenta. Se tumba. Su cuerpo busca la paz que no le brinda su mente.

Nota el mullido tapiz herbáceo de gramíneas bajo su espalda, y se relaja. La tormenta parece que amaina, aunque la lluvia no supone ningún problema. Al estar tumbado prefiere que el traje cubra toda la cara. Los minúsculos componentes que forman su traje se disponen y envuelven su rostro, más la visión no se ve alterada, pues delante de sus ojos las grises escamas se tornan transparentes como la membrana nictitante de los cocodrilos. Esto le permite disfrutar de las líneas de finas gotas que, iluminadas en su vertical descenso, apuntan hacia la inmensa oscuridad. Guarda la luz y respira hondamente. Le agradan los vivos aromas del bosque mezclados con el olor de la lluvia.

Ha dejado de llover. Cruza las manos por detrás de su cabeza y se queda tendido viendo cómo las rápidas nubes comienzan a dibujar cambiantes claros entre los que asoman las primeras estrellas. Sabe que hoy la luna, todavía joven, no brillará. Le gusta aquella oscuridad. Escucha el lejano y penetrante aullido de un lobo. Intuye que está intentando localizar a su grupo, quizás se preparen para la cacería. Vuelve a concentrarse en sus pensamientos, en las acuciantes dudas. Aunque está agotado, no consigue dormirse. Reconoce que es la primera vez que, queriendo, no puede. Se mueve, cambia de posición y cede rendido a lo imposible. Pasan horas hasta que el canto sonoro de las ranas y el arrullo serpenteante de la corriente terminan venciéndole.

Se despierta sobresaltado mientras levanta los brazos de manera refleja buscando sujeción. Se encuentra subido en un árbol, asido fuertemente a una gigantesca rama que se sacude con fuerza intentando desprenderse de él. Con violencia parece golpearle en espasmódicos movimientos. Grita y evita, agarrándose con todas sus fuerzas, caer al vacío, a la oscuridad, pero los enérgicos y convulsos movimientos le hacen perder toda sujeción.

Se despierta incorporándose de manera súbita. Está sudando. Tiene pesadillas recurrentes desde hace noches. No recuerda haberlas tenido, al menos no como estas. Queda desconcertado. Sin embargo, no solo sus pensamientos se muestran turbados. Está mareado y se encuentra mal. Siente un dolor punzante en la boca del estómago. Nunca había padecido enfermedad alguna. Tiene que contener las náuseas. Se incorpora para quedar de rodillas, con el cuerpo inclinado hacia delante y los brazos rodeando su estómago. Sudoroso, no se atreve a moverse por miedo a desmayarse.

Asustado, no entiende lo que le sucede; tarda varios y angustiosos minutos en reponerse, sintiendo como se retuercen sus entrañas mientras todo su cuerpo tiembla.

Cómo echa de menos su mirada.

Yora

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