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SEMBLANZA DE HELENO SAÑA[1]

Alejandro del Río Herrmann

Quiero agradecer a los amigos organizadores de este IV Congreso de Estudios Personalistas, y en particular a la profesora Emilia Bea, la ocasión, para mí tan significativa, de presentar a Heleno Saña y de darle la bienvenida en nombre de todos nosotros a esta que también es mi Universidad y mi Facultad.

Se me pide hacer una semblanza de Heleno Saña, del escritor, del filósofo, del amigo. Pero ¿cómo hacer una semblanza del amigo como si se tratara de una tercera persona? ¿Cómo hablar del amigo sin hablarle a él, reconociéndole como justo destinatario de estas palabras? Me permitirán por tanto que, sin dejar de hablarles a ustedes, sea a él a quien me dirija con esta personal semblanza.

Querido Heleno:

Eres un hombre libre. Te has ganado esta libertad a pulso. Hace más de cincuenta años, en 1959, elegiste el extranjero. Te exiliaste voluntariamente en Alemania, abandonando tu trabajo como periodista en Madrid, para reunirte –en un país extraño y en una lengua extraña– con la que desde entonces es tu mujer, Gisela, que hoy nos acompaña. A tus espaldas dejabas una dictadura a la par cruel e irrisoria y una sociedad moralmente empobrecida, estrecha de miras y mojigata. Pero llevabas contigo la nobleza y la generosidad de un pueblo, esas virtudes que desde niño viste encarnadas en el ejemplo de tu padre; las mismas que forman a tus ojos la entraña del anarquismo español y cuya falta has debido deplorar más de una vez entre tus conciudadanos alemanes.

Te asentaste pues en el exilio –«alejado de los conventículos políticos donde se fabrican las famas artificiales y efímeras», como se lee en la solapa de alguno de tus libros– para consagrarte enteramente a tu única y verdadera patria: tu vocación de escritor. Esa actividad que la lengua alemana designa con una bonita expresión: freier Schriftsteller, «escritor libre», en referencia al que se gana la vida dedicándose, de manera independiente, al oficio de escribir y al libre pensamiento. La escritura surge en ti de tu relación íntima con las palabras, que son tu atmósfera vital, pues, como reconoces, «siempre pude confiar en ellas, siempre estuvieron ahí cuando las he necesitado. Sin ellas me habría asfixiado».

Pero no te has servido de las palabras para cultivar tu jardín privado. Has servido con ellas a la verdad. Eres, querido Heleno, un filósofo en el sentido más noble de la palabra: un amante de la verdad. Un pensador comprometido con esa vida más alta que, lejos de ser una huida de la realidad, nace del enfrentamiento diario con los problemas fundamentales y apremiantes de la existencia humana desde nuestra circunstancia concreta. Elegiste en efecto la confrontación, la disidencia, la incómoda condición del inconforme, de aquel que –como decía nuestra admirada Simone Weil acerca de la justicia– siempre está escapando del campo de los vencedores. El verdadero pensamiento, la sabiduría auténtica es para ti –tomando el bello título del libro de nuestra amiga Emilia Bea sobre Simone Weil– «memoria de los oprimidos».

«Hasta donde puedo recordar», escribes, «tuve siempre la necesidad de ayudar a mis semejantes. Me sentía instintivamente unido a todos aquellos que eran víctimas de la injusticia, y sentía compasión por los desdichados y los castigados por la fatalidad». Son palabras de tu libro Don Quijote in Deutschland, tus «anotaciones autobiográficas de un marginal», en las que te identificas con ese personaje nacido de la inquebrantable capacidad de resistencia de Miguel de Cervantes. Pues lo primero que nos enseña el empobrecido hidalgo Don Quijote es, como tú mismo dices, «a ejercer resistencia contra todo lo que nos niega, a no dejarnos amedrentar por la conducta imperiosa de los poderosos y a aprender, cada vez de nuevo, a afrontar los golpes del destino».

Armado con las palabras y con el «consuelo simbólico» (la expresión es tuya) que ellas procuran, a través de tus más de cuarenta libros, en español y en alemán, y de tus incontables artículos y colaboraciones en prensa, en revistas de pensamiento y de opinión, así como en tus viajes y tus intervenciones públicas en televisión, en foros de debate, encuentros, congresos y presentaciones, jamás te has rendido al desaliento. Extraes tu fuerza de espíritu y tu presencia de ánimo de la profunda convicción de que el modo más alto y más bello de realización de la humanidad del hombre es el amor al Bien. «La suma sabiduría es obrar siempre bien», recuerdas que decía Francisco de Asís. Pero también eres consciente de que esa quijotesca y genuinamente humana pasión por el Bien, por el ideal que rompe y pone en duda la angostura de nuestro yo –entregado por regla general al divertimiento narcisista de sí mismo–, de que esa pasión generosa está destinada al fracaso en términos de cálculo utilitario, de ganancia y de poder. La recompensa de la bondad es incierta o, como observas con clarividencia, «es lo indefinible por antonomasia». Pienso, querido Heleno, que es en ese carácter indisponible del Bien, como ya sabía el viejo Platón, donde se juega todo. Y por eso coincido plenamente contigo cuando concluyes que «de lo que se trata es, justamente, de ser buenos, sabiendo de antemano que con ello no extirparemos el mal. Y es en esta conciencia de nuestros límites en la que radica el mérito del bien que podamos hacer».

En estos tiempos de una nueva barbarie en los que imperan la violencia, el desarraigo y el desasosiego, pero también la desvergüenza y la fealdad moral, y «en los cuales las fuentes mismas de la actividad y de la esperanza –como ya constatara Simone Weil en plena crisis de los años treinta del siglo pasado– están envenenadas por las condiciones en las que vivimos», has denunciado con particular vehemencia y coraje la traición de los intelectuales, puestos al servicio de las «leyes genéticas del sistema capitalista»: «individualismo posesivo, principio de competencia y éxito por encima de todo». Tu denuncia no proviene de ninguna especie de autocomplacencia, pues has tenido el valor y la franqueza de afirmar: «También yo soy culpable, cómplice, parte responsable en toda la miseria del mundo: un parásito que se nutre de la acumulación de poder del Viejo Mundo».

Sabes que la justicia no puede hacerse realidad más que a partir de la constante conversión, en el interior de cada uno, hacia el Bien. El Bien que tiene su epifanía, para decirlo con Emmanuel Lévinas, en el rostro del otro. En la medida en que no sepamos atender a esta llamada incesante de los que tienen hambre y sed de justicia, y que no lo hagamos desde la pobreza espiritual, seguiremos cayendo en la nada de una historia irredenta y en su delirio fantasmagórico.

Acabo ya. Querido Heleno, te preguntas si habrá valido la pena el haber tomado partido por el Bien. Y te respondes a ti mismo: «No lo sé. Lo único que sé es que fue inevitable actuar y vivir de la manera en que lo he hecho».

Te doy las gracias por tu amistad y por tu ejemplo, con un abrazo fraternal.

Notas:

[1] Laudatio llegida el 20 d’octubre de 2011 al IV Congrés d’Estudis Personalistes «Colligite Fragmenta. Repensar la tradició cristiana en el món postmodern».

Colligite Fragmenta

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