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Límites de la comunicación pública

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Muchas veces se atribuyen las culpas de las derrotas electorales o de la caída de la imagen de los gobernantes de turno a defectos de comunicación. Sin embargo, en la mayoría de los casos las causas de ambos problemas deben buscarse antes en la falta de efectividad de la gestión que en la manera de comunicar los logros y las obras de los mandatarios. De todos modos, no hay duda alguna de la importancia de la comunicación pública tanto para el oficialismo, que ve en esta una poderosa herramienta de información y persuasión, como para la oposición, que sufre desde la otra vereda la imposibilidad de manejar la caja “negra” de la publicidad oficial y el hecho de ser testigo de la propaganda beneficiosa para las aspiraciones electorales de sus emisores.

La aplicación de una adecuada política de comunicación pública siempre produce, por lo tanto, cierta incomodidad en las fuerzas opositoras, ya que si bien estas saben que la información gubernamental es clave para el desarrollo de las actividades típicas de la administración y para el cumplimiento consecuente de sus objetivos, al mismo tiempo son conscientes de que cuanto más fluido sea el diálogo abierto con los ciudadanos, más subirá la imagen positiva del gobierno y más altas serán las posibilidades de reelección de sus funcionarios.

Por ello, no está clara la magnitud del esfuerzo económico que se requiere para mantener un contacto provechoso con la ciudadanía y para garantizar la implementación de un sistema de medios que se ocupe de la información local. Como bien señala Costa Badía, no suelen presentarse inconvenientes cuando los anuncios públicos están referidos a cuestiones burocráticas puras, como por ejemplo los plazos para realizar trámites administrativos de rutina; pero sí cuando la comunicación oficial está relacionada con beneficios sustanciales para los administrados que redundarán en el mejoramiento de su percepción sobre la gestión pública; y más todavía cuando los mensajes están centrados en las acciones de un funcionario en particular.

Esta situación empeora cuando existen medios de comunicación regenteados por el Estado que se hallan enmarcados en una legislación que permite que, lejos de actuar como instrumentos para la satisfacción de las necesidades informativas de la población, se transformen en vehículos para la difusión gratuita, masiva e inacabable de las bondades del partido gobernante.

Debe buscarse, por lo tanto, un punto de equilibrio producto de un acuerdo entre todas las agrupaciones políticas de la comunidad, en el que la administración utilice la comunicación pública como una herramienta de gestión para lograr el bienestar general, sin malgastar el dinero estatal ni beneficiarse ilegítimamente con su empleo, tal como sucedió con la Radiotelevisión Española (RTVE) durante la primera presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero (al reemplazarse la designación directa del conductor de tal entidad por un procedimiento parlamentario que garantizara el nombramiento consensuado de un profesional capaz, honesto e imparcial).

La reglamentación de este tipo de comunicación debería abordar cuidadosamente la herramienta más preciada por los políticos dentro y fuera del poder: la publicidad oficial. Hay dos grandes problemas con respecto a esta; por un lado, su falta de legitimidad, dado que como se ha dicho no suele perseguir un interés social sino el de favorecer al partido o funcionario emisor antes que a la ciudadanía; y por otro, la distribución de la pauta como un sistema de premios a los medios afines y de castigo a la prensa opositora o simplemente objetiva, cuando el dinero correspondiente debería repartirse, en realidad, atendiendo al perfil del público objetivo, al precio de los respectivos espacios y a la circulación o audiencia del medio elegido, condiciones que en la mayor parte de nuestros organismos nacionales, provinciales o municipales están muy lejos de ser cumplidas.

Otros países cuentan con legislaciones propias de democracias maduras, como en el caso de España, cuya normativa establece que la publicidad oficial no puede “ensalzar” la labor del gobierno y debe desarrollarse en función de un plan anual, circunscribirse a una serie de objetivos enumerados taxativamente y emitirse en medios seleccionados a través de un proceso licitatorio. Y tal como ocurre en Italia y Canadá, la misma reglamentación suspende los avisos oficiales durante los períodos electorales y solo permite que se publiciten las cuestiones imprescindibles para la vida ciudadana (como la información relativa a un calendario impositivo o de vacunación). En cambio, nuestro ordenamiento solo prohíbe que en dicho lapso se promueva o desincentive expresamente la captación del sufragio a favor de candidatos a cargos públicos electivos o de sus agrupaciones, en lugar de suspender la pauta oficial o al menos contemplar que las acciones referidas tampoco puedan ser realizadas en forma implícita.

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