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NUESTRA MENTE PRESENTA INTOLERANCIA AL SUFRIMIENTO

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Christophe: Pienso que falta todavía una dimensión por abordar: a menudo tengo el sentimiento de que aquello que nos conduce al error de la acrasía no es tan solo la debilidad de la voluntad, sino la intolerancia a la incertidumbre, al malestar y al sufrimiento.

Tomemos por caso lo que podríamos llamar una acrasía emocional: si acabo de enterarme de que sufro una enfermedad grave, esta mala noticia por supuesto causa en mí una conmoción. Hago esfuerzos por decirme a mí mismo: así es la realidad, acéptala tal cual, no te desesperes, y sobre todo, no le des vueltas, no vale la pena, haz lo que tengas que hacer para reincorporarte lo antes posible a la vida y a la alegría, ahí está tu salvación. Pero la incertidumbre es hasta tal punto insoportable, que «prefiero» reincidir en certezas negativas, en escenarios pesimistas: «Estoy acabado, no saldré de esta…». De modo que lo que parece falta de voluntad no es, de hecho, más que falta de capacidad para resistir a la incertidumbre o al sufrimiento. Quizá nos falta voluntad para perseverar en aplicar estrategias que sabemos que nos harían un bien, pero ¡es tan difícil llegar a ese bien!

Y cuando nos cuesta controlar nuestras emociones, me da la impresión de que no es tanto por debilidad de la voluntad, cuanto por una incapacidad transitoria. Estoy absorbido por mis emociones dolorosas y negativas, contemplo el campo de batalla y me digo a mí mismo: «Está bien, espera, conserva la serenidad, no pierdas el norte, todo esto va a calmarse, la situación cambiará, tú limítate a mantener el rumbo lo mejor que puedas…».

Alexandre: Haces bien, querido Christophe, en recordar el carácter transitorio, efímero, de los combates y los campos de batalla. Lo que supone un pesado lastre, me parece a mí, es precisamente olvidar que todo pasa, incluso los desastres que nos caen del cielo, los arrebatos pasionales, o los tormentos del alma. Es de locos cuando uno piensa en cómo puede desencadenarse una catástrofe personal. Es difícil, en pleno suplicio, no creer que esa sobrecarga emocional vaya a devorarnos por entero. Nuestra letanía mental se dispara desde buen principio: «estoy aviado», «mi vida ha terminado», «no tengo fuerzas para esto», «es la gota que colma el vaso». En medio de la acrasía, recordar que todo es provisional, transitorio, implica dejarse llevar, aceptar el desorden.

Una amiga de Matthieu me ayudó mucho en este camino. A nuestro regreso de Corea, en pleno traslado, cuando todo se me hacía una montaña, ella me dijo de sopetón: «Esto es un caos, sí, pero ¿y qué? ¿Qué problema hay?». Desde entonces, he hecho de esto un mantra. Cuando veo que atravieso una zona de turbulencias, en medio de la mayor confusión, me digo que, efectivamente, todo eso es un caos, pero que no tiene por qué ser un drama. Nuestra condición mental, esa gigantesca máquina de hacerse montañas, tiende a la exageración. Sin necesidad de caer en un optimismo beato, podemos tomar conciencia de que hay dos tipos de sufrimiento, dos tipos de parto, si se me permite la osadía: el de las tragedias de la existencia, las enfermedades, los terremotos, la invalidez, la muerte, cierto tipo de soledad; y por otro lado el de toda la carga de los psicodramas que el ego fabrica a partir de una multitud de piezas. Afortunadamente, podemos aniquilar estos dragones interiores, desarticularlos progresivamente, y decidirnos de una vez a no dejarnos estafar tan ciegamente por las Casandras que moran en nosotros.

¡Viva la libertad!

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