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LOS MECANISMOS CEREBRALES DE LA DEPENDENCIA

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Matthieu: Cuando uno es dependiente, desea algo a su pesar, o incluso continúa deseando aquello que ya no le gusta. Hace algunos años, me impresionaron los descubrimientos de un neurocientífico, Kent Berridge, con quien he coincidido en diferentes ocasiones, en especial con motivo de una de las conferencias organizadas por el Mind and Life Institute. Estuvimos cinco días departiendo acerca de la cuestión del deseo, de la necesidad y de la adicción. En sus estudios, muestra que en el cerebro hay redes neuronales diferentes para aquello que a uno le gusta y para aquello que uno quiere. Cuando a uno le gusta aquello que procura placer —una buena ducha con agua caliente después de un paseo por la nieve, o un plato delicioso, por ejemplo—, no se activan las mismas redes neuronales que cuando uno quiere algo. Además, el placer que experimentamos con ciertas experiencias, a menudo de orden sensorial, es muy volátil. Puede muy pronto transformarse en indiferencia, en desagrado, o incluso en aversión. Un pastelillo de crema es delicioso; cinco provocan náuseas.

Kent Berridge y otros investigadores han demostrado que, a fuerza de repetir experiencias placenteras, se refuerzan las redes cerebrales que nos hacen desear y querer esas experiencias. Pero llega un momento en que ya no se experimenta placer, ya se trate del consumo de una droga, de un placer sensual, o de cualquier otra forma de sensación que al principio fuera placentera. Y sin embargo, uno continúa deseando esa experiencia, una y otra vez. Es más, ese deseo, esa sed, es mucho más estable que las sensaciones placenteras, que son por naturaleza efímeras. De este hecho resulta que los placeres intensos son más raros que los deseos intensos. Cuando el deseo se convierte en algo poderoso y constante, y nos hemos vuelto hipersensibles a su objeto, podemos hablar de dependencia. Al final, nos vemos en la triste situación de no poder evitar desear algo que no nos procura prácticamente ya ningún placer, y que hasta es posible que nos desagrade.

Kent Berridge describe una situación extrema: es posible inducir a una rata a desear una cosa que no solo nunca le había procurado ningún placer, sino que hasta entonces siempre le había parecido repulsiva. Si activamos de forma repetitiva las zonas del cerebro asociadas al deseo en el momento de darle a la rata un agua tan salada como la del mar Muerto (que es tres veces más salada que el agua del resto de los mares), se obtiene muy pronto un punto de condicionamiento tal que, en cuanto se activa la zona cerebral del deseo, la rata abandona de inmediato la palanca que aporta una solución de agua azucarada, para ir a activar la que proporciona agua demasiado salada, mientras que antes de inculcarle este condicionamiento, la rata evitaba sistemáticamente esa palanca.

Ya vemos hasta qué punto se trata de una situación perversa, por cuanto no basta con decirle a la persona que vive ese estado de dependencia: «No tienes más que considerar el alcohol, la droga o el sexo como una cosa repulsiva», ya que con gran frecuencia ella está ya asqueada del objeto de su dependencia. Así pues, no es suficiente considerar algo como no deseable para dejar de quererlo. Hay personas que afirman que no pueden evitar buscar el objeto de su deseo, al tiempo que detestan su adicción. Pienso que pueden extraerse grandes lecciones de estos estudios.

Christophe: Hay quienes critican la exploración neurobiológica de nuestros deseos, de nuestros sueños, de nuestras fantasías, de nuestros engranajes psicológicos. Tachan nuestro punto de vista de reduccionista: lo humano no se «reduce» a su biología. Aunque esto pueda ser verdad, me parece reconfortante saber que, si soy víctima de una dependencia, es a causa de los mecanismos disfuncionales que se han puesto en marcha en mi cerebro, unos mecanismos de naturaleza pulsional a los que me he abandonado sin regularlos. Esto me responsabiliza —nadie puede actuar en mi cerebro en mi lugar—, pero no me culpabiliza —no soy un indolente que ha elegido convertirse en una persona dependiente—. Hay una dimensión biológica que no he elegido yo, pero contra la cual voy a tener que movilizarme.

Por otra parte, esta dimensión biológica da una buena explicación de la disociación que nos afecta: por un lado, nos vemos atraídos hacia aquello que nos aporta placer; y por otro lado, sabemos perfectamente que ello nos reportará inconvenientes muy molestos: inconvenientes de salud, ya que la adicción es nociva para el cuerpo; inconvenientes psicológicos, pues me sentiré débil, deficiente, tendré el sentimiento de perder mi libre albedrío sobre una parcela de mi existencia; inconvenientes de relación, pues la adicción poco a poco nos aísla. De manera que vamos a experimentar, en el mejor de los casos, una decepción y una desvalorización ante nosotros mismos; y en el peor, un sentimiento de vacío existencial: uno se ve atrapado por un deseo que ya no le aporta nada y que termina, en una segunda fase, por sumirle en la tristeza y arruinarle la vida, sintiéndose además impotente para evitarlo.

Matthieu: Ayer mismo encontramos en la nieve huellas de animales del bosque que nos permitieron afirmar: «Por aquí ha pasado un conejo, un zorro, una comadreja». De forma similar, al estudiar el cerebro, descubrimos las huellas dejadas por modos diversos de pensamiento, por nuestras tendencias, nuestras emociones, nuestra desorientación o nuestra sabiduría. El análisis de estas huellas puede ser muy revelador. Lejos de despoetizar la naturaleza humana, estas investigaciones científicas, en mí al menos, han actuado de una manera reveladora que ha cristalizado en una intuición. Comprender esta disociación entre lo que a uno le gusta y lo que uno quiere nos proporciona las herramientas para liberarnos de una dependencia funesta y para determinar mejor nuestra manera de intervenir. Sabemos que el entrenamiento de la mente puede reconfigurar nuestras conexiones neuronales gracias a la neuroplasticidad. Es necesario, por tanto, desprogramarnos, pensamiento a pensamiento, emoción a emoción, con el fin de debilitar poco a poco las redes cerebrales asociadas a las tendencias que nos hacen desear perpetuamente aquello que nos perjudica.

Christophe: Resulta asombroso constatar en los estudios en torno a los engranajes cerebrales de la dependencia, cualquiera que esta sea, lo frágil y lábil que es el circuito del placer: se desintegra rápidamente. Mientras que el circuito cerebral de la adicción es mucho más sólido, mucho más estable, y resiste a ser borrado, con el paso del tiempo. Poco a poco, ser dependiente acaba siendo estar «enganchado» a aquello que no nos procura más placer del que podrían proporcionarnos el dolor o el miedo…

¡Viva la libertad!

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