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3 EL MIEDO

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Alexandre: Durante mi estancia en Corea, tuve ocasión de realizar un retiro zen de tres meses en el campo. Las primeras semanas transcurrieron sin un atisbo de sombra, un auténtico paraíso en la tierra. Un día vinieron a verme mi mujer y los niños. Salimos juntos a retozar alegremente por el bosque, a tirarnos por las pendientes, saboreando una dicha perfecta. Llegado el momento, ellos se volvieron a Seúl. Entonces, ciertos recuerdos de un pasado lejano se agolparon de improviso en mi mente. Me acordé de aquellos tristes domingos por la noche, en que perdía por así decir a mis padres para volver al instituto. No sé qué mosca me picó, pero me puse a navegar por internet y descubrí que se había producido un caso de rabia en la región, en el pasado. Esta enfermedad, si no se trata con rapidez, es mortal. No hizo falta más para desencadenar en mí una ansiedad de locos… Me moría de angustia solo de pensar que podía haberme sentado sin darme cuenta encima de un mapache rabioso. Recuerdo algunas meditaciones en que hube de morderme los labios para no gritar, hasta tal punto me consumía el miedo. Lo intenté todo: meditar, pasear, ver películas; no había nada que pudiera calmar aquel estado de alarma permanente.

Cuando estaba a punto de perder la cabeza, di con un vídeo que proponía un extraño ejercicio: había que imaginar que uno podía aumentar el volumen de la angustia imaginando situaciones aterradoras. Así pues, visualicé cómo un animal rabioso mordía a uno de mis hijos, y este moría sin remedio. Al cabo de diez minutos, el vídeo instaba a doblar la dosis, para observar la ansiedad, el tormento, el sudor, la crispación. Aquel ejercicio, contrario como mínimo a toda intuición, me ayudó mucho. Tomé conciencia de que si estaba en mi mano aumentar el volumen de mi angustia, también podía dejar de alimentarla. Como fondo de pantalla de mi teléfono móvil, puse la imagen de un enorme botón de volumen. El infierno duró meses. A pesar de aquella valiosa práctica y de su moderado efecto sobre la angustia, no pude por menos de constatar que la voluntad no era soberana. Pero el ejercicio presentaba otro interés: revelaba que mis tormentos los creaba exclusivamente mi mente.

Christophe: En psicología, el miedo designa el conjunto de reacciones corporales y anímicas frente a un peligro. Se distingue de su prima hermana, la ansiedad, la cual reúne las reacciones frente a la posibilidad de un peligro, es decir, un peligro próximo o imaginario. Como se dice a menudo, y como tú has contado, Alex, la angustia es propiamente un miedo sin objeto. Sin objeto fáctico y presente, pero no sin realidad, ¡hasta tal punto subyuga a nuestro cuerpo y a nuestra mente!

El miedo, en todas sus formas, es sin duda una de las emociones más inhibidoras de libertad, tanto de la libertad exterior, puesto que con frecuencia nos impulsa a huir o a escondernos, como de la libertad interior, ya que el miedo contamina nuestros pensamientos, nos mueve a vigilar lo que nos rodea, a prever todos los peligros posibles, a calcular por anticipado qué sería más seguro para nosotros y para nuestros allegados: nuestro cerebro se transforma en una máquina de vigilar, de eludir, de planear.

Incluso un riesgo imaginario es capaz de invadir y oprimir nuestra mente, nuestra vida, como el mapache rabioso al que tú mismo otorgaste tales poderes, Alexandre. Bajo la influencia de aquella improbable previsión, tu imagen de la realidad se distorsionó, tu universo se retrajo. Perdiste toda flexibilidad, toda capacidad para considerar otras posibilidades, o hasta un modo alternativo de actuar.

El miedo es el sentimiento más arcaico. Incluso en los organismos primitivos existen dos movimientos fundamentales, casi reflejos: el acercamiento (como respuesta a la búsqueda de recursos o de placer) y el alejamiento (como respuesta a la necesidad de protección frente a un peligro). De este modo, podemos considerar el miedo como la madre de todos los demás sentimientos dolorosos: la vergüenza procede del miedo a la mirada de los demás; la tristeza, del miedo a una carencia duradera; la ira, del miedo al fracaso o a la humillación… Si lo pensamos bien, siempre albergamos algún miedo (o varios) a algo, sea cual sea nuestra edad, o el momento de nuestra vida.

¡Viva la libertad!

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