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EN EL NÚCLEO DE LA SANACIÓN, CONFIAR Y PENSAR EN LOS BUENOS MOMENTOS

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Christophe: Una cosa que me ha llamado la atención al escucharte, Matthieu, es que en un momento determinado, en plena angustia, para salir de ella, se da algo parecido a un acto de fe. Si sufro miedos que me incapacitan, me cuesta mucho creer en lo que me dice el terapeuta, o en lo que me dice Matthieu, o los maestros tibetanos. Sin embargo, tengo que hacerlo, tengo que ir a todas, debo intentar aplicar sus consejos, puesto que es una vía validada por la ciencia, un camino que esos maestros han recorrido. Y ese instante en que la persona con ansiedad deja de creer en sí misma, deja de pensar que tiene razón, que está en peligro, que sus hijos están en peligro, o de creer férreamente en cualquier otro miedo, ese brevísimo instante es decisivo. En ese instante la situación puede dar un vuelco, la persona puede decirse a sí misma: «Quizá me equivoco, estoy perdido, mis miedos me ciegan, estoy sometido a ellos. Esto no funciona. Mejor probar, pues, a soltar mis certezas negativas, arrojarme al vacío y agarrar la mano que me tiende el maestro o el terapeuta, escuchar sus consejos, aplicar su método».

Matthieu: Es lo que distingue la creencia de la confianza. La creencia ordinaria consiste en creer en algo que no está justificado por ninguna prueba. La creencia ciega es seguir creyendo en algo aunque se haya demostrado que tal creencia es errónea. La creencia puede seguir modalidades infinitas, puesto que no necesita sustentarse en la realidad. La confianza, por su parte, consiste en fundamentar la opinión propia ya sea en la experiencia directa, ya sea en el razonamiento lógico y la inferencia válida, ya sea en un testimonio digno de confianza.

Christophe: Pero supone también un acto de fe, en cierto modo: en latín, fides significa tanto «confianza» como «creencia». Por este motivo sin duda a muchas personas con ansiedad les cuesta dar este paso sin que un cuidador les haya explicado, tranquilizado, acompañado. Su mente les dice: «¡Nooo! Ahí hay peligro, no tomes riesgos, ¡no sigas!». Los consejos únicamente pueden llegar a la persona si proceden de alguien en quien ella confía. Es conmovedor comprobar cómo hay personas a las que ayudan nuestros libros, nuestra voz a distancia, sin habernos visto nunca. No es tan solo porque lo que escribimos tenga sentido y sea útil, es también porque han establecido una relación de confianza con nosotros.

Matthieu: Para que esto sea así, es preciso también sentir una gran benevolencia en la persona en la que depositamos nuestra confianza. Es necesario poder pensar, como es el caso cuando estamos en presencia de un maestro espiritual: «Esta persona parece tan sabia y benevolente que, salvo que se demuestre lo contrario, puedo brindarle mi confianza».

Christophe: Sí, conocer a seres humanos que personifican la posibilidad de superar nuestros miedos nos hace bien. Los maestros espirituales, las personas que encarnan la fuerza y el consuelo de toda una tradición espiritual pueden aportarnos mucho en el terreno de nuestras preguntas existenciales, pero sobre todo nos ofrecen aquí y ahora remedios concretos a nuestros sufrimientos, especialmente si no están demasiado lejos de nosotros, en la cima de una montaña, y si dan muestras de saber escuchar, de empatía y de buena voluntad. Estas son las cualidades que hacen que los sintamos cercanos, que reducen la distancia entre ellos y nosotros; porque si la distancia es demasiado grande, no pueden ser fuente de ayuda o de inspiración. Si los sentimos cercanos a nosotros, nos demuestran que continuando por ese camino vamos a superar realmente nuestros miedos y encontrar una zona de tranquilidad.

Matthieu: He sido testigo de la forma en que ciertos maestros tibetanos ayudan con discreción y habilidad a personas que experimentan dificultades psicológicas y no se sienten bien en su propia piel. Es muy habitual que no intenten convencerlas de gestionar su desequilibrio por medio del intelecto o los razonamientos. Les proponen que se acerquen a compartir con ellos su día a día y que los acompañen en los viajes que realizan para difundir sus enseñanzas. De este modo, poco a poco, como por ósmosis, los discípulos se impregnan de la tranquilidad y la sabiduría de aquel o de aquella al que acompañan. Se crea así un clima de confianza y, cuando reciban instrucciones más formales acerca de la práctica propiamente dicha, las aplicarán con un espíritu sereno y confiado. Tal es la fuerza silenciosa del ejemplo.

Christophe: Con todo, los maestros de verdad no abundan, y sucede a veces que sus mensajes no siempre son lo suficientemente concretos, ¡a mis ojos de educador, al menos! Entonces es cuando intervienen los terapeutas, más fáciles de encontrar, menos intimidatorios, ¡y más anclados en la realidad concreta! Pienso en esos pacientes hostigados por la ansiedad o la tristeza. Tienes la sensación de que no miran hacia la dirección adecuada: conceden mucha más importancia a las experiencias existenciales desdichadas que a las felices. Y pasan de largo momentos en sus vidas que podrían contribuir a salvarlos —por ejemplo, cuando pasean en medio de la naturaleza, o cuando están con amigos—, porque no se hacen presentes, porque su espíritu no capta su atención, porque su corazón no los acoge. Mi papel en cuanto terapeuta es el de ayudarles a corregir este pequeño error; y digo «pequeño» porque el esfuerzo que realizar no es tan grande, y puede generar cambios inmensos. Hay momentos en que un pedazo de cielo azul, una palabra amistosa, podrían tocarles la fibra del corazón. Es fundamental abrirles los ojos sobre este hecho: «¿Acaso la verdad de vuestra existencia no se extiende sobre los dos territorios, el territorio del sufrimiento, como también el territorio de la paz, del amor, del afecto, de la admiración?». Intento reequilibrar estos dos tipos de experiencias vitales, de atraer también su atención a estas pequeñísimas parcelas de tranquilidad, y preguntarles acerca del hecho de que también ellas dicen cosas sobre lo que puede ser la condición humana: un pie en la adversidad, un pie en la felicidad.

Matthieu: El abogado del diablo te dirá: «Sí, es un momento mágico, pero ¿qué conseguirá cambiar? Eso no durará.». No cabe duda, pero uno puede también esforzarse por comprender por qué ha sentido esa paz durante esos momentos privilegiados. ¿Por qué no intentar prestar mayor atención a las características de ese estado, como tú dices, y cultivarlas?

Christophe: La dificultad que afecta a nuestros pacientes es que no se hallan verdaderamente presentes en esos momentos de belleza, de amistad, de consuelo: beber una taza de té ofrecida por un amigo que nos quiere, etc. Siguen aún inmersos, a veces con empecinamiento, en su tristeza, en su sufrimiento, en su angustia, y su objetivo se reduce a una sola obsesión: dar con la solución duradera, con la respuesta definitiva. De los buenos momentos, dirán: «Ha sido agradable, pero no ha resuelto nada, no me ha impedido volver a mi angustia». Y lo que tenemos que decirles, hacia lo que debemos guiarles a que comprendan por ellos mismos, es esto: «Mientras consideres los buenos momentos como un remedio a los malos momentos, la cosa no va a funcionar. Lo importante es que te entregues plenamente a la amistad, a la admiración, a la naturaleza, a esos instantes, sin asignarles una finalidad prestablecida. Si los sometes a tu angustia, si continúas estableciendo una jerarquía y considerando que la ansiedad, el miedo, la tristeza, el sentimiento de soledad son intrínsecamente más importantes, más verdaderos que esos momentos de felicidad, de tranquilidad, la cosa seguirá sin funcionar. Concede a los momentos de serenidad tanta realidad como a tus inquietudes, da vueltas en tu cabeza en torno a los buenos momentos como lo haces con los malos, ¡trátalos en pie de igualdad y dejarás de cojear!».

Alexandre: Sí, deberíamos prestar más oídos a la interioridad y atrevernos decididamente a desconectarnos de todo lo que nos inclina de forma permanente a la hiperactividad. Sin pretender dárselas de carca, ¿cómo no darse uno cuenta de que hoy en día la vida interior, la introspección, están como parasitadas por los mil reclamos que nos acosan: Facebook, Twitter, correo electrónico, noticias…? En medio de este tumulto incesante, ¿cómo tomar en consideración un retorno a lo más hondo? ¿Quién nos impide concedernos minirretiros que sean otras tantas etapas para abandonar el modo de piloto automático y mudarnos a un hogar más profundo? Hiperestimulados como estamos, ¿sabríamos convivir con el tedio, con nuestros fantasmas, con la aridez de esas horas que, en apariencia, no conllevan fruto alguno? Incluso mientras meditamos, queremos vivir experiencias excepcionales, sensaciones fuertes. ¿Cómo no instrumentalizar la vía, el camino? Zambullirse en lo más hondo es ya desprogramarse, creer que ninguna circunstancia prohíbe la alegría verdadera. El pesimismo del ego responde a una mentira, a una superchería.

Mil veces al día hay que perseverar en la ascesis, disipar las nubes adventicias que nos impiden acceder a nuestra naturaleza búdica. Abandonar una lógica del consumo, conectar con aquello que es más grande que yo, con el medio ambiente si es el caso, ¡he ahí el desafío! Según parece, en nuestros días hay niños que no han visto nunca una vaca de verdad, y que piensan que un pez se parece a un objeto cuadrado y empanado… Pero cuidado con hacernos los moralistas, cuando más bien se trata de desprenderse de las adicciones afectivas, de prestar oídos sordos a las sirenas de las apariencias.

¡Viva la libertad!

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