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INTRODUCCIÓN ¿QUÉ ES LA LIBERTAD INTERIOR?

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Matthieu: La palabra «libertad» evoca en la mayoría de las personas la aspiración de todos los seres humanos a llevar una vida exenta de reclusión, de opresión o de privación de derechos. Pero de lo que nos gustaría hablar en este momento es de la libertad interior: casi todos nosotros somos un juguete en manos de nuestros propios extravíos, de nuestros condicionantes, pulsiones, conflictos interiores, pensamientos erráticos y emociones perturbadoras. Esta servidumbre es fuente de numerosas inquietudes que nos atormentan. ¿Cómo escapar de la prisión de estos mecanismos, ante los que nos sentimos a veces impotentes, o incluso resignados?

La dificultad principal procede de la falta de discernimiento: no llegamos a identificar los engranajes mentales, ni a detectar el tipo de pensamientos que nos someten. Con demasiada frecuencia, no encontramos en nosotros la sabiduría, la lucidez ni la capacidad que nos permitieran recuperar la libertad perdida. Por cuanto sería posible adquirir la libertad interior mediante una mejor comprensión del funcionamiento de nuestra mente, por la que pudiéramos dilucidar los mecanismos de la felicidad y del sufrimiento. Un tal discernimiento debe ir de la mano de un entrenamiento que permita a nuestra mente gestionar los estados aflictivos con fluidez e inteligencia.

Nos gustaría que esta obra aportara claridad sobre los medios para liberarse de las causas del sufrimiento. La libertad interior nos proporciona una gran fuerza y nos hace menos vulnerables a nuestros propios pensamientos, que, en ocasiones, se nos aparecen como enemigos; y también combate la desorientación que nos producen unas condiciones exteriores en constante cambio. Al sentirnos menos vulnerables, nos centramos menos en nosotros mismos y nos abrimos a los demás. La libertad interior redunda, por tanto, de un modo natural, en un incremento de buena voluntad. Todo el mundo gana, en una palabra.

Alexandre: Al abordar la espinosa cuestión de la libertad, me viene a la mente un recuerdo. El padre Morand, capellán de la institución en la que viví desde los tres hasta los veinte años, me había puesto entre las manos un grueso volumen, que yo hojeaba con veneración. Las páginas amarillentas y gastadas de aquel manual de filosofía imponían lo suyo… Yo tenía catorce años, cargaba con un buen fardo de complejos y encajaba como una bofetada mi hecho diferencial, mi singularidad. Presintiendo que jamás llegaría a ser del todo como los demás, víctima de un miedo sordo, intentaba echar mano de los puntos de referencia que pudiera. Necesitaba una brújula, una dirección. Justamente, un capítulo de aquel librote trataba de la alienación, de las esclavitudes, de las pasiones tristes. El autor hablaba de la imagen de una piedra que se precipita… en caída libre. ¡Curiosa expresión! En mi espíritu magullado, aquello fue como una voz al zafarrancho de combate. Las preguntas se multiplicaban, disparadas como cohetes: ¿qué es la libertad, en el fondo? ¿Hacer lo que queremos? ¿Dar rienda suelta a nuestros deseos? ¿No encontrar ninguna traba, cero obstáculos? Por encima de todo, me preguntaba por el margen de maniobra que le quedaba a un muchacho con discapacidad neuromotora cerebral, que huía ya de un destino trazado de antemano: envolver cigarros puros en un taller protegido. ¿Cómo aquel muchachote sin ningún objetivo en la vida iba a poder evitar aquella prisión interior, el alud de diagnósticos y la montaña de etiquetas que lo apabullaban? ¿Era cosa de un fatum? ¿Estaba ya todo grabado en mármol?

Precipitarse en caída libre… Como la piedra, sin una ascesis, sin ejercicios espirituales; lo adivinaba, lo tenía crudo, en cualquier momento podía romperme la crisma, hundirme en un marasmo total: complejos, mecanismos de defensa, miedo al rechazo, deseos mal identificados… Todo contribuía a una vida casi robótica. Abrumado por la incertidumbre, vulnerable al máximo, trataba desesperadamente de infundir un poco de claridad y de alegría a una vida que se anunciaba un poco complicada.

Por primera vez, sonaba una llamada. Spinoza, en su famosa carta a Schuller, donde propone una experiencia de pensamiento, emite este diagnóstico: «La piedra, sin ninguna duda, puesto que no es consciente más que de su propio esfuerzo, y dado que no es indiferente, creerá que es libre y que no persevera en su movimiento sino por la sola razón de que así lo desea. Tal es esa libertad humana que todos los hombres se jactan de tener y que únicamente consiste en que los hombres son conscientes de sus deseos e ignorantes de las causas que los determinan».

Siendo aún adolescente, vi casualmente un programa de televisión. Habían sometido a la pregunta a un filósofo profesional. Instado a responder, dudaba. ¿Qué era primero: la libertad, la felicidad o la sabiduría? Entonces, ¿había que elegir? ¿Marcar con una equis la alternativa escogida? ¿Establecer una jerarquía allí donde no había opción que valiera? Porque en aquella época, yo lo quería todo: sabiduría, felicidad y libertad. Intuía que no cabía razonablemente esperar ser feliz sin un mínimo de libertad interior. ¿Cómo lanzarse en pos de la sabiduría, cuando las carencias, el miedo y un sinfín de inclinaciones, de condicionantes y de hábitos nos retienen en la esclavitud?

En este terreno, Spinoza no deja de ser un médico que nos ilumina. ¿Contaremos con su asistencia, en la hora del inicio de esta expedición? Su tratamiento exige limpieza, eficacia: hay que luchar contra todo lo que ensombrece nuestro ánimo, lo que influye en nuestra manera de ser, lo que nos aliena. Hay que perseguir, en suma, los determinismos y las fuerzas que nos impulsan a apegarnos, a amar, a odiar, a temer, a esperar siempre algo.

Al escucharte, Matthieu, comprendía que sabiduría y libertad van de la mano. ¿Y si el primer paso consistiera en detectar con toda tranquilidad ese modo en piloto automático que propaga una necrosis en nuestra vida cotidiana, para a partir de ahí redescubrir una relación más lúcida y alegre con nosotros mismos y con el mundo, y dejar así de ser una marioneta y de confiarle al primero que llega el mando a distancia que rige nuestro estado mental? El desafío de la vida espiritual radica, pues, en un acto de audacia: atreverse a zigzaguear sin alterarse, a construir una libertad alejada tanto de la tiranía de un «yo» caprichoso como de la dictadura del «se» impersonal, que tan a menudo nos fuerza a plegarnos a la norma, a someternos a pautas asfixiantes. Spinoza, Nietzsche, Freud y tantos otros nos prodigan una enseñanza tonificante: nadie puede darnos la libertad. Es preciso construirla, descubrirla en medio de las alienaciones y las imágenes ilusorias que nos encierran en nuestro mundo, fuera de lo real. Para disfrutar de ella, se nos ha invitado a apuntarnos a un proceso de «liberación», a ponernos en marcha, a decir adiós a los prejuicios, a abandonar las proyecciones hacia un futuro, la multitud de expectativas en espera que nos tienen atrapados por el cuello. No dudemos en imitar a Epicteto. Cuando le preguntaban quién era, el sabio respondía, no sin malicia: «Un esclavo en vías de liberación». ¡Empresa crucial! No se trata de otra cosa que no sea progresar hacia la alegría y la paz, con las fuerzas de la luz del día, en pleno caos. Los filósofos antiguos se percibían a sí mismos como los progredientes, aquellos que están «en progreso», y para quienes apartarse de las pasiones tristes, abandonar los prejuicios y abrazar una vida más grande era algo esencial. Sin más tardanza, ¡imitémosles!

Erasmo decía que el hombre no nace, sino que se hace. ¿Y si esto fuera aplicable también a la libertad? Gracias a una ascesis, a la solidaridad, y no sin un buen golpe de suerte, podemos romper las ataduras, soltar amarras, zarpar hacia alta mar. Reconozcámoslo desde buen principio: en este terreno, algunos tienen que remar más que otros. Si bien es verdad que, afortunadamente, existe una igualdad de derechos, una dignidad inalienable en cada ser humano, ateniéndonos a los hechos no hay más remedio que aceptar que no todos partimos con las mismas oportunidades. Hay quien arrastra una bola más pesada encadenada al pie, no cabe duda. De ahí tantas injusticias, y el escándalo de la miseria, del sufrimiento: toda una llamada de urgencia a comprometerse por los demás.

Con nuestros traumas, con nuestras heridas, con nuestras disfunciones internas, con nuestras lagunas y carencias, pero también con una multitud de recursos insospechados, se nos invita a estrenar esta libertad. El jugador de ajedrez sabe crear sus combinaciones a partir de las limitaciones. Aunque no puede desplazar las piezas a su antojo, doblegándose a las reglas y al mismo tiempo alcanzando la excelencia en su arte, es capaz de construirse paso a paso la victoria en la partida. De la misma manera, las pruebas, las frustraciones, las fragilidades, quizá no son en definitiva frenos a nuestro avance, sino que configuran el terreno, el subsuelo del que puede brotar una existencia sin psicodramas, sin trabas mentales. Antes de poner en marcha esta inmensa empresa, recapitulemos: ¿a quién, a qué hemos confiado el mando a distancia de nuestra existencia? ¿A la ira, a los resentimientos, al miedo, a la envidia? ¿A la mejor parte de nosotros? ¿Qué es lo que ocupa el centro de nuestra vida cotidiana? ¿A qué estamos apegados por el amor, por decirlo con las palabras de Spinoza? ¿Cuáles son los grandes deseos, las aspiraciones profundas que estructuran nuestra interioridad?

Christophe: «La libertad es el derecho a hacer aquello que las leyes permiten», decía Montesquieu. Esto vale para la libertad exterior, la del cuerpo. La libertad interior, la de nuestro espíritu, se rige por otras leyes, las leyes de nuestro cerebro, en particular. Como quien no quiere la cosa, es él el que puede llegar a confinarnos en nuestros hábitos y automatismos, en nuestras negligencias, nuestros miedos, nuestras emociones… De ahí la necesidad, en bien de nuestra libertad interior, de conocer tanto como nos sea posible el funcionamiento de nuestra mente.

Mientras os escuchaba, amigos míos, me decía a mí mismo que para nosotros, como profesionales de la sanidad, la cuestión de la libertad de nuestros pacientes se da por sobrentendida en nuestra labor, aunque nuestra misión aparente sea más bien la de restaurar la salud. La salud es un gran intermediario en el suministro de libertad: cuando estamos enfermos, ya se trate de una gripe, de una migraña, y no digamos en el caso de enfermedades graves, dolorosas o incapacitantes, nuestra libertad de movimientos se ve restringida, por descontado. Pero también se ve amenazada la libertad interior, que podría salvarnos. De entrada por el sufrimiento, que hace que nos repleguemos sobre nosotros mismos y nos cerremos al mundo; y luego por el miedo (de no curarnos, de morir), que absorbe el resto de energías necesarias para continuar con nuestra la vida. Nuestro esfuerzo no debe, por tanto, orientarse en exclusiva al restablecimiento de la salud, sino también al de la libertad, exterior o interior, amenazada por la enfermedad. ¿Cómo seguir siendo libres para obrar, para tener esperanza, para disfrutar? Sin duda, los profesionales de la sanidad deberíamos prestar más atención a hablar con nuestros pacientes de cómo pueden preservar en sí mismos esos espacios de libertad.

En cuanto psiquiatra y psicoterapeuta, con gran frecuencia he percibido que ciertas patologías pueden considerarse en sí mismas como una pérdida de libertad evidente: las fobias limitan nuestra libertad de movimiento, las depresiones ahogan nuestra libertad de decisión y de acción, las adicciones nos esclavizan… Pero, naturalmente, todas estas pérdidas de libertad exterior emanan de una pérdida de libertad interior: nuestros sufrimientos y nuestros miedos son prisiones interiores de las que nos es enormemente difícil salir.

Sin embargo, la enfermedad no es la única causa de restricción de nuestra libertad. La vida cotidiana nos tiende también numerosas trampas: la trampa de los hábitos y de los rituales (pensamos, actuamos y vivimos siempre de la misma manera), la trampa de las preocupaciones y de las ocupaciones cotidianas (dedicamos lo esencial de nuestra energía mental y física a tareas necesarias, pero triviales, mientras descuidamos aquello que da sentido a nuestra vida). Este último tipo de pérdida de libertad es muy importante, a mi modo de ver: los estudios llevados a cabo sobre el contenido del pensamiento muestran que la mayor parte de nuestra vida interior la constituyen pensamientos «triviales» en torno a nuestras actividades personales —pagar el alquiler, sacar la basura— y profesionales —contestar correos electrónicos, preparar una reunión—. Reservar tiempo para orientar nuestra vida interior hacia otra cosa —contemplar la naturaleza, reflexionar sobre nuestros ideales, meditar sobre la gratitud o la compasión, disfrutar de sentirse vivo— depende de una decisión personal, no tan complicada en apariencia, pero que raramente ponemos en práctica, a la hora de la verdad. Esta libertad, la de elegir seguir siendo un ser humano, y no transformarme en un trabajador-consumidor, constituye una libertad interior que debo hacer que viva en mí.

Trabajando sobre esta cuestión de la vida interior, he descubierto hasta qué punto nuestro modo de vida contemporáneo nos «externaliza», nos exilia de nosotros mismos, y restringe nuestra libertad.

Esta necesidad es universal. Sería un error creer que nuestro discurso solo va dirigido a los ricos, a aquellos que disfrutan de una gran comodidad material y de influencia política, cuyo deseo fuera el de mimar su pequeña libertad interior a modo de mullido cascarón, mientras que quienes exteriormente están oprimidos por motivos económicos o físicos no podrían sacar provecho de él. A mí me parece que este modo de razonar es sesgado y empobrecedor, y que la libertad interior incumbe a todo el mundo.

¡Viva la libertad!

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