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El estigma de la enfermedad mental

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Hemos dicho que la enfermedad mental ha sido estigmatizada durante muchos siglos. Todavía hoy, en nuestro mundo moderno, escéptico y tecnificado, continúa siéndolo en muchas sociedades. De vez en cuando conocemos casos considerados posesión divina o diabólica que se tratan con exorcismos, rituales y oraciones. También conocemos casos de personas que niegan la enfermedad mental de alguien de su familia o entorno y los mantienen encerrados o aislados, para que no trascienda su situación vergonzante.

Esto se da seguramente entre personas incultas o que viven en lugares apartados a los que no llega la sociedad del conocimiento. Pero muy cerca de nosotros, muchas veces en nuestra misma familia o en nuestro mismo vecindario, conocemos casos de personas que hacen cosas sospechosamente raras, que se comportan de manera totalmente incoherente y que reaccionan de forma incomprensible. Y, a veces, nos dan una sorpresa.

- Pero si parecía un chico majo.

A nadie se le ocurre que puedan padecer un trastorno mental, porque el estigma sigue gravitando sobre la sociedad. Y el problema del estigma, en todos los casos, es que el trastorno se agrava con el tiempo y la persona termina enferma sin remedio. La intervención temprana en los trastornos mentales, como en los fisiológicos, es de suma importancia para atajar el mal antes de que se consolide y se haga irremediable.

Y tanto o más importante que la intervención temprana para atajar un trastorno mental es la conciencia y la ayuda familiar. Precisamente es el estigma el que impide esa conciencia y esa ayuda que tanto necesita el enfermo. Un enfermo psiquiátrico, por ejemplo, un esquizofrénico, que mantenga el tratamiento adecuado, puede llevar una vida bastante normal, pero incumbe a la familia ayudar al enfermo a adherirse al tratamiento para evitar la recaída.

La recaída y el incumplimiento de la terapia son dos motivos graves de preocupación para los profesionales. Y el papel de la familia es fundamental para que esto no se produzca o, al menos, para minimizar sus efectos.

Si dejamos que un cáncer localizado evolucione, se fortalezca y se propague, termina por causar la muerte, cuando se podía haber tratado fácilmente al principio y, probablemente, se hubiera erradicado. Lo mismo sucede con los síntomas mentales. Empiezan por “tonterías” que no se toman en consideración, opinando que se le pasarán cuando crezca, cuando vaya a la universidad, cuando se case, cuando empiece a trabajar, cuando tenga un hijo, cuando suceda algo importante; pero, precisamente, esos sucesos importantes para la vida de una persona son los que determinan la explosión de un trastorno mental larvado que, hasta entonces, no era más que algunos síntomas aislados.

Un síntoma no es una enfermedad. Lo hemos dicho anteriormente. Pero un síntoma puede significar algo sin importancia o algo muy grave que degenere en lo irremediable. Como sucedió en el caso de Carlos que vemos a continuación.

Caso

Carlos era muy aficionado a cantar. Tocaba la guitarra y animaba cualquier reunión. De vez en cuando, sentía algo muy extraño, como si el mundo desapareciese, como si perdiese la vida durante un instante. Duraba un segundo y se recuperaba tan rápidamente que nadie lo notaba. Si estaba cantando acompañándose con su guitarra, lo único que se percibía era una especie de tartamudeo momentáneo al que nadie prestaba atención. Ni siquiera él mismo creyó que se tratase de un indicio de algo importante.

Nadie se dio cuenta de que aquello era una ausencia epiléptica, una pérdida momentánea de conciencia. Cuando las ausencias se hicieron más frecuentes y Carlos empezó a notar dificultad para ciertos movimientos, decidió explicarlo a su médico. Este lo envió inmediatamente al neurólogo que le diagnosticó un tumor cerebral. Le operaron, pero era tarde. El mal siguió avanzando hasta causarle la muerte.

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