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6 ALEXIS RODÓN

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Viernes, 10 de enero

Estoy terminando mi desayuno en el bar, bocata, café con leche y zumo de naranja, cuando me llama Xavi Pallars. Cierro los periódicos que hoy tampoco traen nada nuevo y contesto:

—¿Cómo vamos, intendente?

—Yo bien —responde—, pero a Enric lo has hecho feliz con el asunto de la fulana rumana.

—¿Ah, sí? ¿Feliz? Él no creía que hubiera niños.

—Ni yo tampoco. —A lo mejor espera una protesta por mi parte, pero me la trago—. Piensa que a los Semiónov los tenemos estudiados de pies a cabeza, de arriba abajo, por el derecho y por el revés, las veinticuatro horas del día. Entre los del ABP de su barrio y el área de Grupos Organizados, el control es absoluto. Sabemos, por ejemplo, que Chon Klein y sus hijos han sido muy arrinconados después de la muerte del Gran Dogo. Esta rama de la familia nunca había sido muy importante entre los Semiónov, pero ahora tienen menos todavía. Cuando murió Gustavo Pérez, les dejaron dos o tres putiferios y una veintena de niñas para que se ganaran la vida, y para de contar. Ahora, con esta tontería de la rumana, le has dado a Enric la oportunidad de meterles mano y lo has hecho un hombre.

—Yo no le he dado ninguna oportunidad. En todo caso, tú.

—Gracias a ti. —En este momento, levanto la vista y, en el extremo de la barra de la cafetería, distingo al hombre del traje blanco. Su cabellera canosa, sus zapatos blancos. Le están sirviendo un cortado. Xavi Pallars sigue hablando—. Dentro de una semana, el próximo viernes, tiene que traerme un informe con todo lo que le haya sacado a la putilla rumana. No tengo mucha fe, pero será un buen ejercicio para él. Y seguro que le encantará continuar recibiendo consejos tuyos.

—¿Seguro?

—Seguro, seguro. Bueno. Continuaré informándote.

—Eh. ¿Te hicieron llegar la foto del tío que iba con la chica? Uno vestido de blanco, con el pelo blanco.

—Correcto. Lo he pasado a la Central. Aquello está lleno de especialistas en los Semiónov. Si ese hombre tiene alguna relación con la familia, no dudes de que alguien lo identificará.

—¿Cuándo me dirás algo?

—El lunes ya lo tendré sobre la mesa.

—Está bien. Te llamaré. Recuerdos a Toni.

—Gracias.

Corto la comunicación y, mientras me levanto y camino entre las mesas, me entra un whatsapp de Brutus. Me dice que las cámaras han localizado al hombre de blanco. Que está en la cafetería. Contesto: «Ok, ¿solo?». Me responde: «Sí».

Me apoyo en el mostrador, a su lado, y me dedico a estudiar su perfil.

De momento, se resiste a devolverme la mirada, pero soy lo bastante descarado e insistente como para que finalmente se rinda y se vuelva hacia mí.

Me sorprenden unos ojos orientales, de mirada serena y ausente, casi ciega. No me extraña tanto comprobar que la ropa que lleva, vista de cerca, resulta vieja, gastada y arrugada, como si no se la hubiera quitado para dormir. Los zapatos blancos amarillean y sugieren que eran de otro color y que alguien los pintó con brocha hace muchos años. Pero lo que más impresiona de este hombre es la boca, que tiene los labios gruesos y, al mismo tiempo, es muy pequeña y parece fruncida en una mueca obscena, una especie de beso monstruoso, un ano con hemorroides.

—No me vuelvas a traer nenas aquí para que me roben —le digo.

—No te fue tan mal —me responde en un castellano impecable, como si hubiera nacido aquí.

—No me traigas ninguna, nunca más.

—No me negarás que Adela hace las cosas bien. Es una gran profesional.

Trato de transmitirle con un gesto todo el desprecio que me provoca.

—Y si a ti tampoco te vuelvo a ver el pelo, mejor.

—Pues mira por dónde... —alarga el cuello, como si le hiciera gracia—, yo venía para ver si querías...

Lo interrumpo, desagradable:

—¿Me has entendido o te lo tengo que repetir?

Calla, dócil, y centra la atención en el cortado. Lo remueve haciendo sonar la cucharilla contra la taza.

Doy media vuelta y me alejo.

—Rodón —dice.

Me detengo.

Lo miro. Sonríe.

—Sé lo que hiciste. Sé lo que hiciste ayer y lo que hiciste hace cuatro años. Eres famoso.

—Eso solo quiere decir que sabes navegar por Internet. No es que tengas poderes mágicos ni nada por el estilo.

Y, ahora sí, lo dejo solo y, mientras me alejo, constato que su proximidad es perturbadora.

La violencia justa

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