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7 TERESA OLIVELLA
ОглавлениеEsta mañana, en el gimnasio, he visto a Elena. De lejos. Nos hemos saludado con la cabeza. Yo estaba estepeando y ella entraba. «Hola», «Hola». Me he preguntado si se acordará de lo que me dijo. Si me acerco y me dice: «¿Miraste lo que te dije de Rodón?», no sabría qué responderle. Por si acaso, me he mantenido a distancia. ¿Qué debe de estar pensando? Me habrá visto sonreír, relajada como un fondant de chocolate. Habrá deducido que he seguido su consejo y he puesto un Rodón en mi vida. Este pensamiento me da risa, mira a la loca de Teresa riéndose sola.
Me digo y me repito que solo es un juego. Solo me estoy dejando atraer por la curiosidad, no hay nada malo en contemplar de lejos a una persona, aunque sea una persona mala, un torturador sin entrañas.
La verdad es que el primer pensamiento que he tenido desde que he abierto los ojos esta mañana ha sido Alexis Rodón, y durante todo el día han ido creciendo mis ganas enfermizas de ir a MonDeMon y ver a ese hombre. Cuando una parte de mí decía que no hace falta, que es absurdo y una tontería, la otra parte de mí saltaba furibunda y enloquecida, reivindicando el derecho a concederme algún capricho de vez en cuando.
A media mañana, me ha llamado el Exorcista.
—Tengo muchas ganas de ti —me dice.
Me suena a canción antigua, empalagosa y casposa y absolutamente inoportuna.
—Ah, hoy no puede ser.
—¿Cómo que no puede ser? —Un gemido estupefacto.
Se llama Jaume Romà, está casado, es de Granollers y viene a verme los viernes. Le dice a su mujer que va a sesiones de psicoanálisis. Lo cierto es que hace diván los lunes y los miércoles, y su mujer cree que también va los viernes, que es cuando viene a sexear conmigo un poco. Un agonías, beato, bíblico y obsesivo, medroso, muy pulido y finolis. En cuanto empieza con los tocamientos es consciente de que está pecando y poniendo su alma en peligro mortal, y se le nota. Se persigna cuando cree que no estoy mirando y, de vez en cuando, después del sexo, quiere hablar del infierno y del cielo, y el pecado y los remordimientos y la utilidad de un arrepentimiento espontáneo, instantáneo y sincero. Es un poco insoportable cuando lo ves doblando con cuidado infinito sus pantalones, para que no pierdan la raya, y colgándolos del respaldo de la silla, tan fantoche con camisa, calzoncillos y calcetines. Siempre dice: «Tendrías que comprarte un galán de noche». Tardé un poco en saber lo que era un galán de noche. Creía que era uno de sus juguetes sexuales, o una propuesta de trío o algo así.
—No puede ser. Tengo un compromiso.
—¿Qué clase de compromiso, Teresa?
—Un compromiso muy comprometido, Éxor. De esos muy largos de contar. Lo siento, pero yo también tengo vida.
—Pero tú sabes que los viernes...
—Mira, no me agobies. Dijimos que entre tú y yo no había ningún contrato. ¿Verdad que alguna vez no has podido venir porque te reclamaba tu familia y he tenido que hacérmelo sola? ¿No es verdad que lo que más te gusta de nuestra relación es que no hay preguntas innecesarias? Pues ahórrate una respuesta desagradable, Éxor, por favor.
—Oh —exclama. Solo eso, «Oh», inexpresivo como una piedra que cae al río. «Oh». Plof.
Aparco la Honda en la acera del paseo de Gracia, dejo el casco integral sujeto al manillar y me dirijo como si nada, como si fuera de compras un día cualquiera, al edificio de MonDeMon Diseño Global. Tengo que reconocer que estoy excitada como si caminara desnuda hacia una cama sin conocer de nada a la persona que viene detrás. Me siento adicta. Sufro el momento, pero pagaría por vivirlo.
Paseo por los almacenes como una clienta más, buscando algún regalo entre la exposición de objetos de diseño y complementos de diseño y joyas de diseño y perfumes de diseño que se exhiben en la planta baja.
Me encuentro delante de un mostrador de información preguntando:
—¿Las oficinas de administración, por favor?
—Séptima planta —responde la chica, uniformada e indiferente.
Me da una especie de vahído.
¿Y ahora, qué? ¿Qué piensas hacer, Teresa? ¿Subes a la séptima planta, preguntas por el jefe de seguridad... y qué? ¿Qué le vas a decir? Un torturador. Cruel. Sangre fría. Una Teresa diabólica dice: «Es guapo». Dice: «¿Te imaginas?».
Estoy como una cabra.
Estoy tan como una cabra que me asusto de mí misma y tengo que dar media vuelta y salir catapultada de los almacenes, saltar a mi Honda y conducir hasta mi casa para pegarme un hartón de llorar.
Y al día siguiente, sábado, 11 de enero, vuelta. Abro los ojos y ahí tengo a Rodón, pero no el de la mirada suave sino el de los dardos oscuros y feroces que se clavan con odio en el objetivo y en quien lo contempla.
Luego, en el trabajo, Gonzalo dice:
—¿Qué tienes, hoy?
—¿Qué tengo?
—Te veo bien, te veo contenta.
—¿Contenta? No. En todo caso, nerviosa.
—¿Estás nerviosa?
—No. ¿Por qué tendría que estar nerviosa?
—No lo sé. Tú lo has dicho.
—¿Yo lo he dicho?
¿Me ve bien? ¿Contenta? Anoche lloré hasta que la saliva se me hizo dulce, y me dormí profundamente, sin prozac ni váliums ni oniroles, cansada de llorar pero aligerada, lejos del mundo de las pesadillas. Por la mañana, un Rodón muy amable y cariñoso me ha deseado buenos días y me he sentido acompañada.
¿Bien? ¿Contenta? No: acompañada. No tan sola como hace unos días.
Por la tarde, vuelvo a MonDeMon.
No tengo intención de meterme en el despacho de Rodón, claro que no. Ni de hablar con él, Dios me libre. Solo se trata de verlo. Ya que he llegado hasta aquí, al menos poder verlo en persona.
Ya no dejan entrar a más clientes. Ahora echan a los que quedan dentro. Apagan luces y el personal va saliendo, agotado de todo un día de vender y vender y vender.
Me dirijo al hombre uniformado que hay en la puerta.
—¿El señor Alexis Rodón no sale por aquí?
Me mira de arriba abajo, asegurándose de que no soy una fulana, ni una terrorista, ni una estafadora, ni una asesina en serie y llega a la conclusión de que no soy peligrosa y de que a lo mejor, si el señor Rodón se entera de que no ha propiciado el encuentro, se cabreará y le meterá un puro.
—El señor Alexis Rodón ya no está aquí. —Consulta el reloj para asegurarse de la hora como si no fuera evidente—. Suele salir hacia las cinco.
—¿A las cinco?
—Y no sale por aquí. Lo hace por el párking, con su coche.
—Ah. —Me hago la tonta, que no me cuesta mucho—. Entonces no nos hemos entendido. Me ha dicho que nos encontraríamos a la salida...
El agente de seguridad se encoge de hombros.
Voy a la rampa que hay a unos cincuenta metros, por donde salen los coches del aparcamiento. Avanzo tan decidida como si realmente tuviera una cita con Alexis Rodón, como si pudiera llamarlo de lejos: «¡Eh, Alexis, que estoy aquí!». Como si él pudiera reconocerme de lejos: «¡Teresa!».
¿Te imaginas?
Entro en el aparcamiento subterráneo por la salida de vehículos, lo que está totalmente prohibido. Tengo que pegarme a la pared porque sale un Audi, y miro a su interior por si el conductor es la persona que busco. No lo es. No puede ser. Ya hace cuatro horas que se ha ido. Yo a las cinco no puedo estar aquí. Salgo a las seis del restaurante, como muy pronto. Voy más allá de la barrera y camino entre los coches como la tontuela que no recuerda dónde ha dejado el suyo.
Hay plazas reservadas, y lo pone en letreros de la pared. Señales de prohibido aparcar y la matrícula del único que tiene derecho a ocupar aquel espacio. Incluso, a veces, un nombre y un apellido. No sé cuánto rato me paso allí abajo hasta que, junto al acceso a los almacenes, encuentro la hilera de estacionamientos con el común denominador del demoniejo de MonDeMon. Tienen los nombres escritos.
El de Alexis es el quinto.
Dice «A. Rodón Delgado» y el número de una matrícula.
Pero él se ha ido a las cinco. Hace cuatro horas.