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2 ALEXIS RODÓN

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Miércoles, 8 de enero de 2014

Un día como otro cualquiera.

El despertador suena a las siete y media. Salto de la cama sin problemas porque la casa está caldeada y recuerdo inevitablemente la casa familiar de mi infancia, sin calefacción, donde resultaba tan difícil levantarse por las mañanas porque abandonar la calidez de las mantas significaba someterse a un frío paralizador.

Desnudo, aunque estamos en pleno invierno, piso un suelo de metacrilato transparente sobre un pavimento de rejilla que me permite ver el piso que queda bajo mis pies.

Abajo, un espacio de setenta metros cuadrados con hogar, tresillo ante un televisor de ochenta y cinco pulgadas y cuatro columnas metálicas que nunca me permiten olvidar que esto es una porción de la gran nave construida para acoger las máquinas tejedoras e hiladoras de las Hilaturas Camprubí. Da un poco de vértigo, sobre todo cuando has bebido demasiado. Meo en el lavabo de arriba, pongo la radio por si ha ocurrido alguna catástrofe digna de mención, me ducho y me visto. Normalmente, tengo que sacar la camisa de la funda de plástico de la lavandería. Meto la corbata en el bolsillo de la chaqueta.

Bajo y, mientras me preparo un Nespresso largo, pongo la tele por costumbre, no porque me interese demasiado la actualidad, y mojo un par de galletas maría. A las ocho y media salgo de casa y a veces me cruzo con la señora Dolores, que viene a sacar el polvo y a poner orden. Solemos coincidir cuando tengo que pagarle el sueldo o cuando necesita efectivo para comprar algún producto de limpieza.

Conduzco un Saab 9-5 hasta el aparcamiento subterráneo del paseo de Gracia y dejo el vehículo en la plaza señalada con mi nombre.

Hay acceso directo a los almacenes sin necesidad de salir a la calle, y un ascensor, que activo con mi llave, me conduce directamente a los despachos de la séptima planta. Mientras subo, me pongo la corbata.

Repaso la agenda con Esperanza y voy a hacer el recorrido cotidiano por las siete plantas del edificio saludando a los agentes de uniforme y de paisano y comprobando que todos están en sus puestos.

Cumplida esta rutina, ya puedo ir a la cafetería, sección VIP, para desayunar un bocata, café con leche y zumo de naranja. Entretanto, como un bobo que no escarmienta nunca, me dedico a la lectura de los periódicos hasta que me pongo de mala leche.

El juez vuelve a imputar a la infanta Cristina. No sé por qué. Es una pérdida de tiempo.

Obligaban a una niña afgana, Spozhmai, a inmolarse en un ataque suicida y les dijo a los talibanes que se fueran a la mierda, que ella no se mataba ni mataba a nadie. Bravo. Esta es buena. Una de cal y otra de arena.

En la página 33: «Mossos d’Esquadra implicados en la muerte de una magrebí», la madre que los parió.

Leo por encima, en diagonal. Dos agentes acudieron a una llamada de la base por un caso de violencia machista. Entraron en una casa de la calle de En Giralt el Pellicer, junto al mercado de Santa Caterina. Dos agentes detuvieron y esposaron a un magrebí vestido con chilaba después de mantener una salvaje pelea que fue grabada y fotografiada por diez o doce móviles del vecindario. A continuación, los policías subieron al tercer piso, donde vivía ese hombre y, enseguida, una mujer magrebí de treinta y dos años, con chador, salió volando por el balcón y se estampó contra la calzada. Un momento. Dos agentes esposaron al hombre de la chilaba y, cuando subieron al tercer piso, ¿con quién dejaron al detenido? Es evidente que faltan datos y efectivos. Me pregunto de dónde habrá salido la noticia. Esto sucedió el lunes por la noche y hoy es miércoles, o sea que es muy inmediato. No lo habrán difundido los mossos implicados, que deben de tener muchos problemas en estos momentos. Puede haber sido un funcionario de juzgados, un sanitario, médico o enfermero o algún vecino. Sea como sea, la noticia parece dar por supuesto que los mossos precipitaron a la pobre mujer por el balcón porque todo el mundo sabe que la policía se dedica a este tipo de cosas. Dos agentes en un coche patrulla son dos Torrentes mal afeitados, sucios y apestosos, con los ojos vidriosos y enrojecidos por el alcohol y la coca que, después de hacerse unas pajitas, se estimulan mutuamente con algún tópico del estilo de «Necesito acción» y «Qué te parece si vamos y tiramos a un moro por el balcón», y salen del coche, atacan a un magrebí, suben al tercer piso y tiran por el balcón a la primera persona que encuentran. Al ciudadano le gusta leer cosas como estas, los periodistas lo escriben y venden muchos periódicos, y todos contentos. La madre que los parió.

Ahora mismo me gustaría llamar a Xavi Pallars, que es el intendente de la comisaría de la zona (de la ABP, que a los mossos les gusta hablar con siglas, la ABP de la zona) y preguntarle: «¿Qué coño estáis haciendo, qué os pasa? ¿Se puede saber qué hacéis?». Pero no llamo, claro. No tengo que hacerlo. Ya no soy policía. Pero he hecho mucha calle y sé que la calle es dura, muy dura, y que te puedes encontrar con cualquier cosa. Incluso con Torrentes con los ojos inyectados en sangre y vidriosos por la coca y el alcohol, claro que sí.

Además, hoy tenemos que vernos en el gimnasio, como cada miércoles, y entonces tendremos ocasión de hablar.

Xavi Pallars siempre dijo, y todavía dice, que yo era el buen poli, el de la vocación, la intuición y la entrega. Él se considera más funcionario, pasivo y carente de imaginación. Lloró cuando salí del Cuerpo y a menudo me consulta sus problemas: «¿Tú qué harías?». Dice que es él quien habría tenido que salirse, y no yo. No es verdad. Puede que él sea un poco ingenuo, y ahora se ha recluido demasiado en su despacho de intendente, pero es bueno, es muy bueno. Yo lo he visto en acción, tanto dirigiendo operativos desde detrás del escritorio como deteniendo a un violento por la calle o participando en una entrada y registro, y puedo decir que es un buen policía. Se ganó los galones de intendente y una condecoración de plata con distintivo azul cuando estaba en Investigación Criminal, en el ABP de la Zona Franca, enfrentándose con dos cojones a la familia Semiónov-Klein, los traficantes de drogas y armas más importantes de la ciudad. Llegó a organizar un operativo de bloqueo del barrio para que no entrara ni saliera ningún coche sin ser revisado, y en unos días capturó a un montón de colombianos, mexicanos y nigerianos que iban al barrio cargados de mercancía como quien va al mercado. Aquello le ganó las protestas y animadversión de los vecinos honrados que perdían dinero si los Semiónov se cabreaban y no iban a comprar a sus tiendas, y al final se las tuvo que ver con el mismo conseller de Interior, que había recibido las quejas vecinales y ordenó que se levantara el operativo antidroga.

Hicimos juntos la Academia, somos de la misma promoción, juntos aprendimos que los agentes de base son xaiques, los cabos son veleros; los sargentos, laúdes, y los mandamases, bergantines. Él me hizo el mayor favor que se le puede hacer a un amigo: difundir a los cuatro vientos la noticia de que yo tenía un pene descomunal. Eso despierta la curiosidad de las chicas y favoreció enormemente mis relaciones sexuales de la época. Nunca podré agradecérselo como es debido. Nos enviaron al mismo destino, a Seguridad Ciudadana de la ABP de Sant Cugat, donde patrullamos juntos, y estudiamos criminología y todo lo que había que estudiar para prosperar. En Sant Cugat, él conoció a Toni y se casó. Al mismo tiempo, yo conocí a Isabel, que era una niña pija, estudiante aplicada, licenciada en Derecho que preparaba hasta la obsesión las oposiciones a judicatura. No me casé entonces, pero, mira tú por dónde, nos volvimos a encontrar en Barcelona dos años después, en la terraza de un bar, pura casualidad, y entonces sí que nos casamos. Luego pasó lo que pasó, y Xavi y Toni continúan casados, e Isabel y yo nos separamos. Pero, durante mucho tiempo, fuimos dos matrimonios inseparables. Íbamos juntos al cine y al teatro, y de vacaciones y fines de semana, y celebrábamos juntos cumpleaños y verbenas. Ahora es posible que Xavi Pallars se haya aburguesado un poco y le haya cogido el gusto a la poltrona, pero es un buen poli, mucho mejor de lo que él mismo piensa que es. Él llegó a bergantín y yo me quedé en laúd.

A las ocho de la tarde me lo encuentro en calzoncillos en los vestuarios del gimnasio. Él, antes, ha estado nadando. Yo he corrido. Los miércoles, además, añadimos una horita de pádel.

—Eh, tú —nos saludamos.

—Eh.

—¿Qué es eso del mercado de Santa Caterina? —le pregunto.

—La calle, Alexis —murmura—. Ya lo sabes. La calle, que es muy dura. Mira, hoy he traído a un chico nuevo, porque Castanys no ha podido venir. Enric Mayoral, que te quería conocer. Seguridad Ciudadana. Cabo. Impetuoso y joven, pero bueno. Muy bueno. De los mejores que tengo.

Enric debe de tener veinte años menos que Xavi y yo, y usa un slip negro que le marca paquete y le permite exhibir un cuerpo de culturista, como tallado en madera de roble, con todos y cada uno de los músculos a la vista. Del interior del bañador sale el tatuaje de un dragón que le sube por el vientre y parece que quiera morderle el pezón izquierdo. Sobre el pectoral derecho, cuatro naipes, póquer de ases, y un dado. Me gustaría oírlo cuando les relata a sus conquistas lo que todo eso simboliza. Mira fijamente a los ojos, sin parpadear, y estrecha la mano con fuerza y con ganas de impresionarme. Dentro de la mía, me parece una mano insuficiente.

—Tenía muchas ganas de conocerle, Rodón. Usted es un mito, ¿lo sabe? —Quiere hacer ostentación de naturalidad y sentido del humor—: Todo un caimanaco de la segunda promoción...

No me gusta que lo diga. Cuando un mosso me dice que soy un mito, entiendo que tiene presente el episodio de Jaquelín, y lo aplaude, le gusta la violencia y cree que para hacer bien el trabajo de policía de vez en cuando hay que saltarse las normas. Hago como si nada y me cambio deprisa para no hacerles esperar.

Formo pareja con Gerard, un carnicero de la Boquería que últimamente se ha engordado un poco y suda demasiado, resopla y se mueve por la pista como un elefante. Xavi, él y yo somos pesos pesados entre los cuales Enric Mayoral es un bailarín que salta y se mueve con agilidad simiesca. Tiene un exceso de energía y juega para ganar. En concreto, para ganarme a mí. Mucha admiración y mucho todo lo que quieras, pero, en la pista de pádel, me quiere humillar... y me humilla.

Dispara pelotas despiadadas, letales como balas, que si impactaran en mi cuerpo causarían estragos de dumdum. Hace un smash de esos que vuelven la pelota invisible, pam, y Gerard y yo perdemos otro set, perplejos, mientras él lo celebra con una carcajada salvaje, tan feliz como si estuviera bailando sobre nuestras tumbas. Cuando ve llegar una buena pelota, no duda en empujar a Xavi, su compañero, su intendente, para ocupar su lugar y disfrutar del placer de derrotarnos una vez más con un revés de campeón.

—¿La revancha?

—No, por mí ya vale.

Gerard no puede ni hablar, parece a punto de sufrir un infarto.

Al salir del gimnasio, Xavi propone que vayamos a tomar unas birras al bar de enfrente. Gerard se excusa porque dice que está reventado y que le espera su mujer, de manera que alrededor de una mesa de la terraza nos sentamos Xavi, Enric Mayoral y yo.

Mientras cruzamos la calle, el bergantín Xavi Pallars me pasa el brazo por los hombros y me dice:

—Te veo bien, nano. ¿Cuándo vendrás a cenar a casa? Hace tiempo que no ves a Toni. ¿Por qué no vienes el sábado? Mira... —Me muestra una bolsa de papel marrón que contiene una botella de vino—. Abriremos esta maravilla. Me la ha regalado un bodeguero que acaba de abrir cerca del ABP y dice que es buenísimo.

—¿Te regalan botellas de vino? —le sonrío—. ¿Y tú las aceptas? Así se empieza.

—¿Qué voy a hacer? ¿Dársela a Cáritas? Una botella de vino, va, soy cliente de la bodega desde el primer día. ¿Qué mal hay en eso? Soy amigo del bodeguero. Le compro vino y licores. Esto es un regalo, una muestra.

Pedimos las bebidas al chino que nos atiende. Xavi me habla maravillas de Enric. Y a Enric le gusta oírlo.

—Es un crac. No perdona una. Bueno, ya has visto cómo juega. Pues persiguiendo malos es lo mismo. De momento, está en Seguridad Ciudadana, de paisano, es un 200, pero estudia mucho y, dentro de dos días, lo tendremos en Investigación, que es adonde él quiere ir, ya lo verás. Bueno, ya hace mucha investigación por su cuenta. Es un policía vocacional, de esos que lo son las veinticuatro horas los trescientos sesenta y cinco días del año, ¿sabes qué quiero decir? Poli de calle. Con olfato. Como tú, Alexis.

Cojo la bolsa de papel que Xavi ha dejado sobre la mesa y saco la botella que contiene. Tiene muy buena pinta. Un negro Teso La Monja del 2008.

Devuelvo la botella a la bolsa.

—Conozco a todo el mundo en el barrio —presume Enric—. Camellos, prostitutas y reincidentes. Hay un putiferio del que lo sé todo, al minuto. Cuando llega un tío con un hierro, cuando llama un político que quiere entrar por la puerta de atrás, cuando un cliente pega a una chica... Lo sé todo.

Enric Mayoral tiene unos ojos redondos y atónitos, como de pájaro incapaz de parpadear. Un búho. Pienso que se trata de una mirada muy premeditada y ensayada, como si creyera que una mirada fija y de frente simboliza la sinceridad y la firmeza y se empeñara en mostrarse sincero y firme en todo momento. O como si tuviera miedo de que su expresión natural delatara inseguridad y fingimiento y tuviera que concentrarse mucho para disimularlos. Es una mirada obsesiva.

—No trabajo de policía —dice Enric con énfasis, como si creyera que las cosas no han quedado lo bastante claras—. Soy policía. ¿Me entiende? —Siempre de usted, con todo respeto. Lo repite—: No trabajo de policía. Soy policía.

Saco el labio inferior y muevo la cabeza para indicar que muy bien, que ahí es nada y que siga así, y me vuelvo hacia Xavi para hacerle la pregunta que llevo preparando desde la mañana:

—¿Qué habéis hecho? ¿Qué coño habéis hecho?

Xavi, paciente y cansado, se recuesta en el respaldo para distanciarse y señala a Enric.

—Que te lo cuente él.

—¿Tú estabas?

—No, pero estaba Nuria, una tía cojonuda, acabada de llegar de la Academia. Es su primer destino y su ilusión era, precisamente, ganar una plaza en la USC. —Unidad de Seguridad Ciudadana, patrullas, siempre las siglas—. Bueno, le falta mucha experiencia, claro, y por eso la ha cagado un poco, pero ¿quién no la caga cuando empieza?

Pienso que la tal Nuria debe de ser guapa y que Enric la tiene en el punto de mira.

—¿Qué pasó?

Me lo cuentan.

Dos coches con distintivos habían llegado en 73 (luz y sirena) a la calle de En Giralt el Pellicer, junto al mercado de Santa Caterina. Respondían a una llamada de ViDo (Violencia Doméstica). Un vecino había oído golpes y gritos al otro lado del tabique, en el piso contiguo. No era la primera vez. Una familia de magrebíes, el hombre mayor y bebedor, la mujer relativamente joven, dos hijos y la abuela. La pobre mujer lo estaba pasando muy mal.

Los mossos del primer coche que había llegado al portal de dicho edificio se encontraron con un hombre vestido con una chilaba blanca manchada de sangre en el pecho, visiblemente borracho y desquiciado, con los nudillos hinchados, que no quería dejarlos entrar. Decía: «No pasa nada, no suban, no pasa nada». A ambos lados del portal se estaba congregando un grupo de vecinos, también magrebíes, que abucheaban, insultaban y grababan con sus móviles a los policías que se pusieron en contacto con el jefe de turno para pedir refuerzos.

—Esto se está poniendo feo.

—Estamos en camino.

Casi simultáneamente llegó la segunda patrulla. Del coche bajaron Nuria, de veintitrés años, acabada de salir de la Academia, y Soci, un tío que se llama Soci; no es que le llamen así, es que se ve que Soci es un nombre que existe en el santoral, un veterano sensato muy capaz de contener y dirigir la situación. Él es el veterano que conducía, porque la chica todavía está en la fase de aprender y pagar los cafés. Me resulta difícil imaginarme a Nuria con los ojos enrojecidos y vidriosos de coca y alcohol y mal afeitada, diciéndole a Soci «Necesito un poco de acción, qué te parece si vamos a tirar a un moro por el balcón», pero así es como nos pintan las cosas y el mundo está lleno de gente dispuesta a creerlas. Cuando querían entrar en el portal, el hombre de la chilaba blanca agarró a Nuria para cortarle el paso y la zarandeó. Los otros tres agentes sujetaron al magrebí para reducirlo y esposarlo, y se produjo un violento forcejeo. Le aplicaron el protocolo previsto para estos casos: le retorcieron el brazo y le trabaron las piernas para hacerlo caer, le pusieron las manos a la espalda y le ciñeron las esposas. Es un procedimiento espectacular y brutal, pero las peleas acostumbran a serlo.

Liberados de ese obstáculo, Nuria y Soci ya pudieron subir hacia el tercer piso, sin ascensor. Escalada agotadora si tenemos en cuenta el peso de la emisora, la pistola, el cargador, la defensa y las esposas. Pero los agentes no se rajan, los han entrenado para hacer cosas así. Trepan los peldaños de dos en dos; una vecina les indica el piso: «¡Es arriba, arriba!», y luego el vecino que ha llamado al 112: «¡Ahí enfrente!».

He entrado en pisos de esos y me lo puedo imaginar. Te encuentras en otro país. Farolas y cortinas de abalorios multicolores y cojines por el suelo y un televisor sintonizado con una emisora norteafricana. Unas paredes con un empapelado de hace treinta años, sucio y estropeado, y una mujer mayor muy tapada, de negro, pequeña, histérica que no paraba de chillar en árabe. Y, a la derecha, dos niños de ocho y diez años, paralizados y mudos de horror.

Al fondo del pasillo, al otro lado de la sala del televisor, una mujer con chador.

Nuria y Soci dicen que la mujer mayor se interpuso en su camino para impedirles el paso y, al mismo tiempo, pudieron ver cómo la mujer del chador, de ojos desorbitados y brillantes, se abocaba por la barandilla del balcón proyectando el cuerpo hacia fuera, se doblaba en dos, se le despegaban los pies del suelo y desaparecía en caída mortal; pero claro, ¿qué van a decir ellos? No querrás que confiesen de buenas a primeras que corrieron hacia ella, sedientos de sangre, enloquecidos por las drogas, y la hicieron caer al vacío para experimentar el placer que causan estas cosas.

El caso es que, de repente, el cuerpo de una mujer de treinta y dos años vestida con chador se estrelló de cabeza contra los adoquines. Tú sabes cómo es cuando lo primero que golpea el suelo es la cabeza. El cráneo estalla como una vasija de cerámica y esparce su contenido en todas direcciones. Hay que suponer que la ropa del chador contuvo un poco la explosión; pero, de todas formas, fueron muchos los vecinos que se vieron manchados de sangre y otras materias repelentes. Dicen que hay grabaciones de este desastre y no se descarta que aparezcan en YouTube cuando menos lo esperemos. Y que no se nos ocurra prohibirlo.

La multitud que se había formado en la calle empezó a gritar «La ha matado la policía, la ha matado la policía» y «Asesinos, asesinos». El magrebí de la chilaba se puso como loco dentro del coche donde lo habían confinado. Lo había visto todo por la ventana. Él también gritaba que la policía había matado a su mujer.

Dos coches más con mossos comandados por el jefe de turno y dos furgonetas de las ARRO (Área Regional de Recursos Operativos) se presentaron de repente y justo a tiempo para poner orden y preservar el lugar del incidente. Hubo mucho follón. Golpes. Gritos. Mucho follón. También hay documentos gráficos que reflejan la brutalidad policial.

Nuria y Soci aparecieron en el portal acompañados de la mujer mayor histérica y de los niños horrorizados, y los metieron en su coche porque enseguida pareció que los vecinos se los querían llevar. Eran testigos de su inocencia y no podían permitir que aquella muchedumbre enfurecida los obligara a callar. A una orden tajante del jefe de turno, que se veía desbordado, los condujeron a la comisaría a toda velocidad, con sirena y luces, saltándose los semáforos.

Una vez en la comisaría, o ABP, va, para usar el lenguaje técnico, los metieron en una salita donde tenían que esperar a que les tomaran declaración.

Como es natural, los mossos aseguran que la mujer se tiró voluntariamente por el balcón en cuanto los vio, cuando todavía no habían pasado del recibidor del piso. La vieja, en cambio, dice que se abalanzaron sobre su nuera, madre de los niños, y la precipitaron al vacío.

—¿Y los niños?

—Los niños dicen que su madre se tiró voluntariamente. Que no paraba de decir «Qué vergüenza, qué vergüenza» y, al ver llegar a la policía, salió al balcón. También dijeron que su padre, el energúmeno de la chilaba, la había estado golpeando como poseído por un demonio.

—O sea, que los interrogasteis —concluyo, sombrío—. No les aplicasteis el protocolo de menores.

Xavi Pallars cabecea avergonzado, hace una mueca y reconoce que sí, que interrogaron a los niños.

—Se hicieron cargo de ellos los del GAV (Grupo de Atención a la Víctima).

En resumen, que no los habían llevado a la Fiscalía de Menores de la Ciudad de la Justicia, como era su obligación. A los menores no se les puede interrogar ni tomar declaración, sino que hay que hacerles lo que se llama una exploración en presencia de sus padres y del abogado, y enseguida tiene que intervenir un equipo de técnicos, un psicólogo y un trabajador social que sondearán su entorno y las relaciones familiares. Si no se hace así, su declaración queda invalidada y, además, convierte a los mossos en sospechosos de haberlos obligado a decir lo que le convenía a la policía. Es lo que dirá el abogado, y el juez tendrá que creérselo.

La cagó el jefe de turno cuando, en medio del maremágnum de vecinos que abucheaban, insultaban y fotografiaban, dio la orden de sacar a los niños de allí; y la cagaron los agentes cuando se los llevaron sin rechistar. Enric Mayoral tiene razón cuando dice que a Nuria le falta mucha experiencia y que por eso la cagó un poco, pero ¿quién no la caga cuando empieza?

El problema es que, cuando un policía la caga, la boñiga puede ser inmensa.

La violencia justa

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