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9 TERESA OLIVELLA

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—¿Qué estás haciendo, Teresa?

—Nada.

—¿Nada? Te has largado del restaurante a las cuatro. Le has dicho a Gonzalo que tenías que ir al médico. Y él se lo ha creído.

—No le había mentido nunca. Y Delmar contento, que lo he dejado más horas de chef.

—¿Se puede saber qué buscas?

—Nada. Solo quiero saber dónde vive.

—¿Para qué?

—Para nada.

Lunes, a las cinco menos cuarto, cuando bajo al aparcamiento del paseo de Gracia, la plaza de A. Rodón Delgado está ocupada por un Saab 9-5 de color negro, charolado y solemne como un coche fúnebre. Tomo nota de la matrícula y paseo un poco arriba y abajo, entre los vehículos alineados diseñando mi plan de acción.

—Te estás volviendo a liar con un mal hombre.

—No me estoy liando con nadie.

—Es un torturador.

—Por eso lo sigo. ¡Calla ya, jolín, que no me dejas pensar!

Si meto la Honda en el aparcamiento, cuando baje Alexis tendré que validar el tíquet antes de salir. Localizo los cajeros. El más cercano está junto a las escaleras que llevan a la calle. No estoy segura de llegar a tiempo de ponerme tras él cuando salga por la rampa.

En cambio, si dejo la Honda arriba, en la acera, junto al acceso al párking, solo tendré que subir de cuatro en cuatro los peldaños y saltar a su grupa mientras él monta en el coche, lo pone en marcha y se dirige a la rampa.

Dejo la moto en el lugar adecuado. No está permitido, pero pienso que solo será un momento. Rodón no puede tardar mucho. Solo faltaría que se la llevara la grúa. O que me entretuviera discutiendo un policía quisquilloso.

—Es un asesino.

—No, eso no es verdad.

—Es un monstruo.

—Y qué.

—Esto que haces no tiene ningún sentido.

Casi tropiezo con Rodón. Estoy paseando cerca de la puerta que une el subterráneo con los almacenes MonDeMon, cabizbaja y pensativa, cuando él sale pegando zancadas de siete leguas.

Me impresionan su altura y su volumen. El abrigo oscuro, la camisa azul y la corbata a rayas tan convencional. Es un ejecutivo gigantesco, una especie de rey de película, con el detalle de un pelo castaño, ondulado y alborotado como si saliera de una dura batalla. Ni me ve. Pasa por mi lado y el aire que desplaza me deja girando como una peonza.

Tardo unos segundos en reaccionar. Por un momento, se me ha borrado del todo lo que tenía que hacer.

Subo corriendo las escaleras que dan a la acera del paseo de Gracia. Allí me espera mi Honda fiel y en su puesto, me pongo el casco, cosa que no sabía que fuera tan difícil y compleja. Hondeo entre los peatones hacia la salida de la rampa del párking.

El Saab no está, el Saab no está.

¿Se ha ido ya?

No. Aparece de pronto, como la ballena que inesperadamente rompe la superficie del mar en los documentales del National Geographic. Frena y se incorpora con cuidado al tráfico que bloquea el cruce. Yo estoy con la moto en medio del paso de peatones lleno de gente que va y viene, tan apretujados que entrechocan unos con otros. Cuando se pone rojo, todavía hay unos cuantos que pasan al trote, y por fin el Saab puede abrirse paso. Enmascarada bajo el casco integral y conmovida como el día de la primera comunión, me pongo tras él. En Barcelona hay muchas Hondas Scoopy SH. La mía es una más, y de lo más normal. Oculto mi carita mona y visto una cazadora de cuero que me disimula la forma del cuerpo, vaqueros y botas de caña alta, como tantas y tantas otras mujeres del mundo occidental. Alexis Rodón no tiene por qué fijarse en mí.

—Lo que hago no tiene por qué tener ningún sentido. Me tranquiliza, me gusta, me hace sentir bien, y ya está. ¿Qué sentido tiene que me ponga un collar nuevo, o que tome vino con la comida? ¿Por qué pongo albahaca en el tomate con queso de Burgos? Porque me gusta y me da la gana, y ya está.

Vamos hasta Pau Claris y bajamos como si nos dirigiéramos a la catedral o al puerto.

—¿Te gusta correr hacia el peligro?

—Mirar el peligro de lejos.

—Te emborrachas de adrenalina.

—¿Estoy borracha ahora? Si la policía me para y me hace soplar, ¿me retirará el carné?

Me mantengo detrás del Saab. Le doy ventaja de dos coches o me pego a él, siempre atenta a su próxima reacción. Estoy segura de que es una de esas personas que usan escrupulosamente los intermitentes cuando tienen que girar.

—¿Qué quería decir Elena cuando te dijo que tenías que poner un Rodón en tu vida?

—No lo sé.

—Sí lo sabes.

—No lo sé.

Saca el intermitente de la izquierda una calle antes de llegar a la Gran Vía. Yo no. No quiero que se fije en mí. No usaré señales luminosas para proclamarle al mundo que lo estoy siguiendo.

Vamos por la Gran Vía hasta la amplia rotonda de la plaza de Tetuán. Tengo que estar atenta por si tuerce hacia abajo, hacia el Arco de Triunfo.

—Elena quería decir que tenías que buscarte un león, agarrarlo de la oreja y adiestrarlo para que muerda a quien tú le digas.

En el otro extremo de la rotonda, cuando ya es evidente que continuaremos por la Gran Vía, el Saab se mete por el carril lateral de manera inesperada. Voy un poco rezagada y distraída con mis pensamientos y me pilla por sorpresa y, para seguirlo, tengo que frenar y dejar pasar a un par de coches que hacen sonar los cláxons y me cierran el paso con esa desconsideración que tantos conductores les dedican a los motoristas.

—¡Cuidado, que se va!

De lejos, a más de cuatro vehículos de distancia, me parece distinguir que Alexis Rodón tuerce para emprender la calle Cerdeña hacia el mar. No puedo abrirme paso entre los que me obstaculizan. Llego a la esquina, y a unos diez metros nos encontramos con un camión de frutas, aparcado en doble fila y descargando, que nos obliga a desfilar lentamente de uno en uno, como con cuentagotas.

Me enciendo de impaciencia y furia, rígida en la moto como si me hubieran atado a ella con cadenas.

—¡Lo has perdido, Teresa! Ríndete, Teresa. No puedes. ¿De dónde crees que vas a sacar las fuerzas, Teresa? ¿Quién te has creído que eres? ¿Meterás la cabeza dentro de la boca del león y, cuando estés segura de que te respeta, lo sacarás a pasear y recogerás sus caquitas? ¿Qué clase de fantasía loca tienes en la cabeza, Teresa?

Más allá del atasco, el semáforo que hay a continuación pasa del ámbar al rojo y los tres conductores que me preceden son de esos tan respetuosos con las leyes de tráfico que se detienen sin darme la oportunidad de una transgresión necesaria. Ninguno de los tres es el Saab negro, que ha traspasado la barrera del semáforo y se ha perdido de vista en lontananza.

Voy avanzando entre los coches, despacio, con cuidado de no arrancarles los jodidos retrovisores, hasta ponerme en primera línea de salida. Y el Saab no está en mi campo visual.

—¿Cuál es mi fantasía? La fantasía de que tal vez algún día todo pueda arreglarse. Eso de las películas de Disney: que mis sueños se hagan realidad. Un final feliz.

La luz verde me concede el privilegio de arrancar y ponerme en cabeza de la carrera y continúo bajando por Cerdeña, pero no veo el coche de Rodón por ninguna parte.

—Ya te ves follando con Rodón.

—¡No! Pero ¡qué dices! Bastaría con un beso de The End. Salirle al paso cuando haya aparcado y esté bajando del coche. «¡Alexis, ostras, qué casualidad, Alexis!». ¿Te imaginas? Lo miro fijamente a los ojos. «¿No te acuerdas de mí? A ver si te acuerdas. ¿De qué nos conocemos?». Él diría: «No sé. De...», por ejemplo, de un lugar donde veranea, «... ¿de Playa de Aro?». Y yo le digo: «¡Exacto! Como estás acostumbrado a verme en biquini...», ¿o digo en top-less?, «... ahora no me reconoces».

—Y él dice: «No he estado nunca en Playa de Aro», y te jode.

—Un beso. Un beso y fin. Un beso y fino.

Superamos el cruce de Caspe, y de la calle Áusias March, y de la calle Alí Bei, y de la calle Almogávares, y mi objetivo no aparece, ni circulando ni aparcado. O será que ya no sé verlo porque estoy ofuscada e hidrófoba y se me llenan los ojos de lágrimas.

—Lo has perdido, Teresa. Déjalo ya. No sabes hacer esto. ¿Creías que era tan fácil seguir a un coche por la ciudad?

—No te has perdido nada, Teresa. Seguro que este hombre no sabe besar. No puede saber besar.

—No lo sabré hasta que lo pruebe.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Qué estás diciendo? ¡Qué burra eres, Teresa! Qué burra. Qué burra que llegas a ser.

Lloro desconsoladamente escondida bajo el casco integral.

La violencia justa

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